sábado, 16 de enero de 2010

ANTE EL DOLOR Y EL SUFRIMIENTO


Cuando vemos a millones de inocentes, entre ellos muchos niños, sufrir, enfermar y fallecer a causa de las fuerzas desatadas de la naturaleza (terremotos, ciclones, sunamis, aludes), a causa de enfermedades, de guerras, de genocidios, no solo cuestionamos la existencia de Dios sino también su amor. Pero hemos de tener la seguridad de que el Padre ama a todos sus hijos, de que nos da fuerzas y cobijo, y de que no quiere que suframos, ni que se atribule nuestro corazón:

Él da esfuerzo al cansado y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. (Is. 40:29-31)
No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare… (Is. 42:3)
Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. (Is. 43, 2)
Me ha enviado a predicar buenas noticias a los pobres, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos. (Is. 61, 2)
 …pues no se complace en afligir o entristecer a los hijos de los hombres. (Lam 3, 33)

Dios no hace descender sobre sus hijos la tribulación o el sufrimiento; sin embargo, la existencia misma de éstos nos hace pensar que Dios nos ha colocado en el mundo para que seamos capaces de desarrollar nuestra fuerza de carácter, en el que nuestras acciones tengan sus consecuencias, y en el que podamos aprender y madurar en contacto con la verdadera realidad.

Sólo cuando nos enfrentamos con las dificultades y reaccionamos ante las decepciones, podemos desarrollar el coraje, la fuerza de carácter; sólo podemos ser altruistas cuando existe desigualdad social, sólo podemos sentir esperanza, confianza, fe cuando nos enfrentamos a incertidumbres e inseguridades, sólo podemos amar la verdad cuando el error y la falsedad tienen cabida, sólo podemos ser idealistas cuando la belleza y la bondad sean relativas y nos sintamos motivados a cosas mejores, sólo podemos experimentar la lealtad cuando se dé la posibilidad de incumplimiento y deserción; sólo podemos olvidarnos de nosotros mismos cuando se vive en un mundo de reconocimientos y honores, sólo podemos sentir el placer y la felicidad cuando hay dolor y sufrimiento. Es sin duda un duro aprendizaje, pero no por ello es menos válido porque nos hace personas fuertes, personas de fe, que creen en los valores espirituales en medio de todo lo que parece contrario a lo bueno, a lo bello, a lo verdadero.

Entonces, ¿cómo nos podemos enfrentar a la enfermedad, a las privaciones, a la muerte, que inevitablemente han de llegar? Nos podemos convertir en fatalistas que difícilmente se decepcionan porque siempre esperan lo peor, en apesadumbradas personas que se quejan continuamente y andan siempre buscando culpables de sus problemas, o en exagerados optimistas, en personas que sueñan con un mundo irreal. Pero también podemos enfrentarnos a la vida simplemente con la fe en la voluntad de que el Padre nos dará fuerzas para resolver y vencer los problemas de la vida, con la confianza de poder sacar lo mejor de cada situación. El Padre hace bien del mal y hemos de estar expectantes en la fe y con la férrea determinación de que podemos prevalecer sobre cualquier circunstancia. Nuestras desilusiones, nuestras penas, forman parte del Plan divino de superación personal. Todas las cosas ayudan a la gloria de Dios y a la salvación de los hombres

Muchas personas se preguntan por qué Dios no cura las enfermedades, controla las fuerzas desatadas de la naturaleza o evita las guerras. Dios, por supuesto, puede, pero al hacerlo quizás transgrediese las leyes físicas que el mismo ordenó o el libre albedrío, el mayor don del universo, e incluso así, no haría que nadie entrara en el Reino de Dios. Los milagros no conllevan el avance en los valores espirituales. ¿Se puede pensar que las cinco mil personas que Jesús alimentó a orillas de Galilea o todas las personas que curó consiguieron este progreso espiritual? Creo que no. Jesús se queja de esta urgencia de señales, de milagros de la gente:

Apiñándose las multitudes, comenzó a decir: “Esta generación es mala; demanda señal, pero señal no le será  dada, sino la señal de Jonás, porque así como Jonás fue señal a los ninivitas, lo será también el Hijo del hombre a esta generación.” (Lucas 11, 29-32)

Los hombres de la pagana Nínive se convirtieron por la predicación de Jonás, y Jesús espera que la conversión proceda de sus palabras y de su ejemplo de vida en el Padre no de sus milagros.

Mientras que la ciencia progresa y paulatinamente busca formas de curación de las enfermedades, debería confortarnos el saber que el Padre conoce nuestras aflicciones y nos da refugio y amparo:

El eterno Dios es tu refugio, Y acá abajo los brazos eternos. (Dt. 33, 27)
Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo. (Sal. 18, 9-14)
El sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas. (Sal. 147, 3)
Porque fuiste fortaleza al pobre, fortaleza al menesteroso en su aflicción, amparo contra el turbión, sombra contra el calor: porque el ímpetu de los violentos es como turbión contra frontispicio. (Is. 25, 4)

Cuando hemos hecho todo lo posible por mejorar nuestra situación, deberíamos aceptar nuestras circunstancias y recordar que toda nuestra aflicción es temporal y que puede guiarnos a construir nuestras almas eternas si la aceptamos con dignidad, fe y sumisión a la voluntad del Padre. Tras ello, podemos descansar en la seguridad de que el Padre nos ama. Es cierto que la vida entraña sufrimiento, pero tenemos que ver el propósito eterno del Padre tras nuestras circunstancias. Él es el origen de la paz duradera con la que nos podemos enfrentar a cualquier privación. Él es compasivo y misericordioso por naturaleza y nos conoce:

Mas tú, Señor, Dios misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad, mírame y ten misericordia de mí. (Sal 86,15-16)
Bien he visto la aflicción de mi pueblo... y he oído su clamor a causa de sus opresores, pues he conocido sus angustias. (Ex. 3, 7)
Desde los cielos miró Jehová; vio a todos los hijos de los hombres; desde el lugar de su morada miró sobre todos los habitantes de la tierra. (Sal. 33,13-14)
Mas él conoce mi camino: si me prueba, saldré como el oro. (Job 23:10)
Tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme. Has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos. (Sal 139, 2-3)
Hablando del Dios vivo, Jesús dice: …vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le pidáis (Mt. 6:8)

Y tras todo sufrimiento nos queda la vida eterna:

De cierto, de cierto os digo que el que guarda mi palabra nunca verá muerte. (Jn. 8,51-52)
pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. (Gá 6, 8)

No perdamos nunca esta perspectiva de la eternidad en nuestras aflicciones. En la eternidad no habrá más lágrimas:

Ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los pastorearán y los guiará a fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos. (Ap. 7,16-17)
Debemos vivir como Moisés, que “se sostuvo como viendo al Invisible” (He. 11, 27).

Nuestro mundo es imperfecto; nosotros somos imperfectos. La perfección es nuestra meta, no nuestro origen. El espíritu del Padre que mora en nuestro interior nos prepara para ese último viaje a la eternidad, un viaje lleno de incertidumbres, pero también de seguridad en la compasión divina y el infinito amor del Padre:

[Abraham] Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció por la fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido. Por eso, también su fe le fue contada por justicia. (Ro 04,20-22)

El Padre nos hará ascender de morada en morada, tras como Jesús anunció:

En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. (Jn. 14,2)

Nunca conocemos los verdaderos significados de las circunstancias de la vida. A veces la sonrisa de la buena suerte, de una fortuna no merecida, puede resultar en la mayor aflicción humana; sin embargo, la mayor aflicción puede resultar en una bendición porque es capaz de templarnos y transformar el hierro dulce de la personalidad inmadura en el acero templado del verdadero carácter. Toda conquista de nuestro carácter conlleva un sacrificio, el sacrificio del orgullo y del egoísmo, y el saber liberarse de rencores, resentimientos, ira, egoísmo y venganza.

No, no podemos culpar a Dios por la aflicción, porque ésta no es sino el resultado natural de la vida tal como se vive en este mundo. Somos nosotros, con su ayuda, los que tenemos que trabajar con firmeza y perseverancia para mejorar nuestra situación en la tierra. Nunca nos compadezcamos de nosotros mismos porque nunca llegaremos a desarrollar un carácter fuerte. Tampoco ofrezcamos consuelo a otros para que a su vez se compadezcan de nosotros.

Aquellos que entran en el Reino no se hacen inmunes a los accidentes del tiempo ni a las catástrofes de la naturaleza. El creer en el evangelio no evitará encontrarse con problemas, pero sí nos asegurará que no tendremos miedo cuando nos acucien los problemas. Jesús nos dice, “No temas, solamente cree.”

Recordad que la vida golpeó a Jesús con la mayor dureza, crueldad y amargura que podamos conocer, pero supo enfrentarse a estas vicisitudes no con la desesperación, sino con fe, coraje, y la inquebrantable decisión de hacer la voluntad del Padre. No usó la religión para escapar de la vida sino para ennoblecerla. Y su Espíritu, en Pentecostés hizo que apóstoles y discípulos lograran mantener la dulzura en medio de las más grandes injusticias, a permanecer inamovible ante el más acuciante peligro, a enfrentarse con valentía, amor y tolerancia al mal, al odio, a la ira.

La religión no evita o destruye los problemas humanos, pero de cierto que los disuelve, los absorbe, los ilumina y los transciende.

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