viernes, 22 de enero de 2010

ANTE EL SENTIMIENTO DE CULPABILIDAD


Hay momentos en los que obramos mal o hemos dejado de hacer algo que tendríamos que haber hecho, y la culpa, que se nos clava en el cuerpo como si fuese una astilla, nos embarga y nos hace saber que hemos transgredido nuestros propios códigos morales. Con este sentimiento nos sentimos apartados de Dios creyendo que le hemos fallado. A veces, al igual que el dolor que sentimos tras haber extraído la astilla, la culpa sigue ahí durante muchos años o incluso durante toda la vida, llegando a extenuar inútilmente nuestras almas. Con la culpa, el alma se hunde en la oscuridad. Pero tenemos que comprender que ésta ya ha cumplido su propósito de avisarnos del mal que hayamos cometido u ocasionado, y si deseamos recobrar la paz, debemos erradicarla de nosotros.

Nos podemos sentir culpables de muchas maneras. Hay veces en las que la culpa surge por no seguir los dictados de las normas sociales como por ejemplo asistir a los servicios religiosos de nuestra comunidad o por ser homosexual. En casos como éstos, la culpa debe rechazarse sin más. Jesús vino al mundo para proclamar la libertad espiritual de todos, sin exclusión alguna, y nos abrió el camino para el seguimiento de la voluntad de Dios, y esto tiene preferencia sobre cualquier obediencia ciega a costumbres, ritos o prejuicios creados por el hombre. Además, Jesús nos mostró un Dios que perdona y que es incapaz de crear en sus hijos sentimiento alguno de culpa.

Hay casos en los que la culpa surge por haber hecho una deliberada trasgresión de lo que sabemos que es lo correcto. El remedio más fácil en este caso es admitir nuestro fallo y arrepentirnos junto al intento sincero de no volver a errar. Al hacerlo así, Dios abre las puertas de su perdón y nos sana el alma. El mal que no se reconoce se graba en los más recónditos lugares de nuestra alma, pero cuando se le hace frente y se admite, Dios lo borra para siempre. Es entonces cuando tenemos que sacar coraje y perdonarnos a nosotros mismos. Incidir sobre nuestros defectos no hace sino dar a éstos más fuerzas. Debemos, por el contrario, repudiarlos porque el pasado ya pasó. Dios nos ha restaurado y nos ha preparado para afrontar sin carga los retos que la vida futura nos ofrece.

Sin embargo, a veces, no aceptamos el perdón y continuamos reprochándonos a nosotros mismos el mal que hayamos podido cometer. Aquí quizás más que la falta de arrepentimiento es la falta de conocimiento de la naturaleza comprensiva y perdonadora de Dios. Los que ven a Dios como un juez severo tienen un gran problema con la culpa. Todos y cada uno de nosotros tenemos defectos, pero si no entendemos la paternidad y el amor de Dios, la culpa persiste envenenando nuestras vidas espirituales y privándonos de la alegría. Isaías nos dice que nos volvamos a nuestro Dios, a un Dios misericordioso “amplio en perdonar” (Is.33, 7). La siguiente parábola sobre la oveja perdida nos muestra la alegría que se da en el reino celestial por aquel que vuelve de nuevo su mirada a Dios:

Entonces Jesús les contó esta parábola: “¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las otras noventa y nueve en el campo y va en busca de la oveja perdida, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra la pone contento sobre sus hombros, y al llegar a casa junta a sus amigos y vecinos y les dice: ‘¡Felicitadme, porque ya he encontrado la oveja que se me había perdido!’ Os digo que hay también más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. (Mt. 15, 3-7)

El sentimiento de culpa por omisión es quizás el más difícil de sobrellevar, y surge a menudo debido a que no podemos llegar a las metas que nos propusimos en nuestros ideales morales. Pero tenemos que comprender que éstos no son necesariamente sinónimos con la voluntad de Dios. Como personas, no podemos esperar vivir siempre de acuerdo con los más altos ideales, pero si podemos ser fieles a nuestro propósito de buscar a Dios y ser cada vez como Él es. No podemos olvidar de que el Padre nos creó totalmente inmaduros, y esta claro que esto nos impide vivir una vida perfecta en la tierra. No podría ser de otra manera. Es cierto que, como humanos, debemos aspirar a los más altos ideales espirituales, pero al mismo tiempo hay que evitar que éstos se conviertan en un grave problema cuando no podamos alcanzarlos. La parábola de la mostaza nos da a entender esa inmadurez y, al mismo tiempo, la progresiva meta espiritual del ser humano:

Otra parábola les refirió, diciendo: “El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo. Esta es a la verdad la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas”. (Mt.13, 31-32)

Poner las cosas en perspectiva aligera el dolor de la culpa. ¿Quién puede vivir siempre a la luz del ideal que se ha trazado para su vida? A veces el mal es inevitable. No es resultado de la mano del diablo como todavía se proclama en algunas iglesias, sino el resultado natural del hecho de haber sido creados libres y, al mismo tiempo, inmaduros. Es parte del hecho de ser humano. Lo importante es poner fin al mal que nos provocó la culpa, considerarlo como un aprendizaje útil y mantenernos en guardia para que no se repita en el futuro.

Tenemos que darnos cuenta de que todos obedecemos a un doble impulso, al animal, fruto de la herencia de nuestra evolución, que nos incita al egoísmo, a la ira, a la inacción (la voluntad egoísta), y al más elevado impulso del don espiritual que el Padre nos efunde (la voluntad altruista). Durante nuestra existencia en la tierra estos dos impulsos no llegarán jamás a armonizarse o reconciliarse. Ello no quita para que el Padre nos ayude constantemente a que sigamos la guía de su Espíritu y a que podamos escapar de la esclavitud material y de los impedimentos finitos y conseguir un equilibrio. Pero no hay que confundir esa esclavitud a lo material o los impedimentos finitos con el impulso intrínseco de la naturaleza física, con los apetitos naturales del cuerpo, porque éstos no entran en conflicto ni siquiera con la más alta realización espiritual excepto en la mente de las personas ignorantes, mal instruidas, mal intencionadas o extremadamente escrupulosas. Los apetitos del cuerpo no pueden ser la vara de medir de los valores del alma.

Tan solo una persona provista de una personalidad bien unificada puede triunfar en la compleja disputa entre los deseos del ego y la conciencia social. Tanto nuestro prójimo como nuestro yo tienen sus derechos y ninguno ha de centrar nuestra exclusiva atención. No se trata de estar en contienda con nuestra parte material sino de ir progresivamente modelando nuestra alma a medida que hacemos la voluntad del Padre de los cielos, de ir buscando el triunfo de lo que es verdadero, bello y bueno. El mal se vence con la fuerza del bien

El Padre no desea que sus hijos vivan en la culpa. No hay que ver en la culpa sino un recordatorio, válido para nuestras almas, de que tenemos que lograr ser mejores en comportamiento y actitud. Si se lo permitimos, la culpa nos puede llegar a hostigar de tal manera que nos extenuará e impedirá nuestro viaje espiritual hacia ese estado en el que el mal es algo imposible… Y nuestras almas deben fundirse con el espíritu del Padre que habita en nuestro interior. De nuestro Padre brota una luz que borra nuestro pasado, tal como debemos hacer nosotros en la seguridad de poder construir nuestro camino hacia la perfección. “Yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Is. 43, 25).

Todo lo que tenemos que hacer es esforzarnos sinceramente por vivir según la luz de nuestro más alto entendimiento espiritual, sin dejar que el mal consciente exista en nuestras vidas. El mal que se hace de forma involuntaria no tiene ningún efecto en la vida espiritual, pero si lo cometemos con frecuencia es un veneno para el alma y tenemos que desecharlo si no queremos retroceder en el camino espiritual. Debemos con gozo acercarnos a la mirada de Dios en nuestra relación personal con él. Él se encargará del resto. Dios es divinamente bondadoso con el que yerra porque nos ama de manera suprema, nos envuelve de nuevo en su misericordia, conoce nuestros límites y obra para ayudarnos a cumplir el destino que estableció para nosotros como hijos suyos antes de que comenzaran los mundos. En 1 Juan leemos: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él” (1 Juan 3, 1). Dios siempre nos sacará de nuestra aflicción cuando le busquemos de todo corazón y, como a Jonás, Él nos arrojará desde el abismo del mar a la tierra firme de una nueva oportunidad

El Padre, que sabe lo difícil que le resulta al hombre romper con su pasado nos ha perdonado incluso antes de que hayamos pensado en pedírselo, pero dicho perdón no es accesible a nuestra experiencia religiosa personal hasta que no perdonemos a nuestros semejantes. Esto nos dice Jesús:

Por tanto, si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis sus ofensas a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas. (Mt. 6, 14-15) 

El amor divino no simplemente perdona los pecados, sino que los absorbe y los destruye, y el perdón de Dios de hecho no depende de que perdonemos a nuestros semejantes, pero como experiencia depende justo de esto.

No nos podemos desanimar al descubrir que somos humanos. Es cierto que nuestra naturaleza puede tener tendencia al mal, pero no es intrínsecamente pecaminosa. Tampoco debemos sentirnos desalentados ante nuestra incapacidad para olvidar por completo algunas de nuestras experiencias más negativas y lamentables. Los errores que no podamos olvidar en el tiempo se olvidarán en la eternidad. Y aquí en la tierra, si queremos olvidar el lastre de nuestras culpas, tenemos que colocar nuestro destino en el amplio horizonte de la eternidad, en el progresivo avance y perfección del camino al Paraíso, hacia la morada eterna del Padre.
 Ángel F. Sánchez Escobar (+Claudio)

2 comentarios:

  1. Me ha parecido muy interesante el post.
    Los saludo invocando a Cristo Jesús

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  2. Muchas gracias por tu comentario, hermano Mario. En oración, monjes urbanitas.

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