martes, 30 de marzo de 2010

Triduo Pascual: Jueves Santo, recuerdo de la Última Cena y del Lavatorio de los pies.


“Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22, 5), dice Jesús a sus discípulos al comienzo de su última cena. En verdad, para Jesús es un deseo de siempre, y aquella tarde quiere estar también con los suyos, los de ayer y los de hoy, incluidos nosotros. Se trata de su último día de vida, su última tarde, la última vez que está con sus discípulos. Los había elegido, cuidado, amado, defendido. Esta tarde el Señor ansía estar con nosotros, ¿y nosotros? ¿Deseamos estar junto a él, aunque sea sólo un poco? ¿Sabemos ofrecerle ese poco de compañía y amor del que es capaz nuestro corazón? Si miramos cara a cara a la realidad hay que decir que ha sido siempre él quien ha hecho de todo por estar cerca de nosotros, por unirnos al Evangelio. Esta tarde, la última de su vida, Jesús, en un supremo impulso de amor, sigue uniéndose definitivamente a los discípulos.

Hemos escuchado en el Evangelio que Jesús se sentó a la mesa con los Doce, tomó el pan, y se lo distribuyó diciendo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Lo mismo hizo con el cáliz de vino: “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros”. Son las mismas palabras que repetiremos dentro de poco sobre el altar, y será el Señor mismo quien invitará a cada uno de nosotros a alimentarse del pan y del vino consagrados. Podríamos decir que Jesús ha ‘inventado’ lo imposible (además, ¿no sabe el amor verdadero crear cosas imposibles?) para quedarse con nosotros, para continuar cerca de los discípulos de todo tiempo. No sólo cerca sino dentro de los discípulos: se hace alimento por, nosotros, carne de nuestra carne. Ese pan y ese vino son el alimento descendido del cielo para nosotros, hombres y mujeres peregrinos por los caminos de este mundo. Ese pan y vino son medicina y apoyo para nuestra pobre vida, curan las enfermedades, nos libran del pecado, nos sacan de la angustia y la tristeza. Y no sólo eso, nos hacen más parecidos a Jesús, nos ayudan a vivir como él vivía, a desear lo que deseaba. Ese pan y vino hacen surgir en nosotros sentimientos de bondad de servicio, de afecto, de ternura, de amor, de perdón: los mismos sentimientos de Jesús.

La escena evangélica del lavatorio de los pies que esta tarde se nos ha anunciado, muestra qué significa para Jesús ser pan repartido y vino derramado por nosotros y por todos. Durante la cena Jesús se levanta de la mesa, se despoja de las vestiduras y se ciñe la cintura con una toalla; después toma un lebrillo lleno de agua, se dirige hacia uno de los Doce, se arrodilla ante él y le lava los píes.


Lo mismo hace con cada discípulo, incluso con Judas, que está a punto de traicionarle. Jesús lo sabe bien, pero se arrodilla igualmente y le lava los pies. Pedro es quizá el último. Apenas ve llegar, a Jesús junto a él reacciona: “Señor, ¿tu lavarme a mí los pies?”. ¡Pobre Pedro, aún no ha entendido nada! No ha comprendido que a Jesús no le interesa la dignidad que el mundo desea y busca de forma compulsiva. Jesús una vez más se lo explica: “¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el qué está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el qué sirve” (Lc 22,27). Jesús ama a sus discípulos y a cada uno de nosotros con un amor ilimitado, en el sentido literal del término: verdaderamente sin fin. La dignidad para Él no está en quedarse de pie, erguido delante de los suyos; su dignidad está en amar a sus discípulos hasta el fin, en arrodillarse a sus pies. Es su última gran lección en vida: ”¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?” -dice al final del lavatorio-. “Vosotros me llamáis 'el Maestro' y 'el Señor', y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 12-15).

El mundo educa a quedarse de pie y exhorta a todos a permanecer así. Y si falta espacio, justifica los empujones que echan fuera a quien nos obstaculiza o a quien constituye un impedimento. El Evangelio del Jueves Santo lleva a los discípulos a inclinarse y lavarse los pies los unos a los otros. Es un mandamiento nuevo. No lo encontramos entre las costumbres de los hombres, no nace de nuestras tradiciones, todas ellas sólidamente contrarias a ello. Tal mandamiento viene de Dios, es un gran don que recibimos esta tarde. Jesús es el primero que lo pone en práctica. ¡Dichosos nosotros si lo comprendemos! En la santa liturgia de esta tarde el lavatorio de los pies es solo un signo, una indicación del camino a seguir: lavarnos los pies unos a otros, empezando por los más débiles, los enfermos, los ancianos, los más pobres, los más indefensos. El Jueves Santo nos enseña cómo vivir y por dónde comenzar a vivir: la vida verdadera no es estar de pie, erguidos, firmes en nuestro orgullo; la vida según el Evangelio es inclinarse hacia los hermanos y las hermanas, comenzando por los más débiles. Es un camino que viene del cielo, y sin embargo es el camino más humano que podemos desear. Todos, de hecho, necesitamos amistad afecto, comprensión, acogida, ayuda. Todos necesitamos a alguien que se incline hacia nosotros, como nosotros necesitamos inclinarnos hacia los hermanos y las hermanas.

El Jueves Santo es verdaderamente un día humano: el día del amor de Jesús, que baja hasta los pies de sus amigos. Y todos son sus amigos, incluso quien lo va a traicionar. Por parte de Jesús ninguno es enemigo. Lavar los pies no es un gesto, es un modo de vivir. Acabada la cena Jesús se encamina hacia el Huerto de los Olivos. A partir de este momento no sólo se arrodilla a los pies de los discípulos, sino que desciende más aún si es posible para demostrar su amor. En el Huerto de los Olivos se arrodilla de nuevo, es más, se postra en tierra y suda sangre por el dolor y la angustia. Dejémonos arrastrar al menos un poco por este hombre que nos ama con un amor nunca visto en la tierra. Y mientras nos detenemos delante del sepulcro manifestémosle nuestro afecto y nuestra amistad. ¡Qué amargas son las palabras que dijo a los tres que estaban con Él en el huerto: “¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?” (Mt 26,40). Hoy es el Señor, más que nosotros, quien tiene necesidad de compañía y de afecto.

Escuchemos su súplica: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26, 38). Inclinémonos sobre Él y no le hagamos echar de menos el consuelo de nuestra cercanía. Señor, en esta hora no te daremos el beso de Judas, sino que como pobres pecadores nos inclinamos a tus pies, e imitando a la Magdalena, continuamos besándolos con afecto.

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