jueves, 1 de abril de 2010

Triduo Pascual: Viernes Santo, recuerdo de la muerte de Jesús en la cruz

La liturgia de la pasión prescribe que los celebrantes se postren ante el altar nada más llegar a él: es la invitación a imitar a Jesús, postrado en tierra en el huerto de los olivos por la angustia de la muerte. Además, ¿cómo permanecer insensibles ante un amor tan grande que llega hasta la muerte? "Todos nosotros -escribe Isaías- como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros... Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba... Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras, culpas" . El profeta nos da la razón de esa postración en tierra, y como si no bastase añade: "Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda". Jesús es el cordero que ha cargado con el pecado del mundo, que ha entablado la lucha contra el mal, entregando incluso su vida para devolvernos la vida. Jesús no quería morir: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú” .Y Jesús sabía bien cuál era la voluntad de Dios; lo dice, incluso: "Y esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado". La voluntad de Dios era evitar que el mal nos sofocara, que la muerte nos arrastrase. Jesús no la ha evitado, la ha tomado sobre sus hombros para que no nos aplastara; no quería perdernos.

Ninguno de sus discípulos, ni de ayer ni de hoy, debía sucumbir a la muerte; por esto la pasión continúa, continúa en los numerosos huertos de los olivos de este mundo, donde todavía existe la guerra y donde se hacinan millones de refugiados; continúa allí donde hay gente postrada por la angustia, en los enfermos que son abandonados en su agonía; continúa en cualquier lugar en que se sude sangre por la desesperación y el dolor. La pasión según san Juan que hoy hemos escuchado comienza precisamente en el Huerto de los Olivos, y las palabras que Jesús dirige a los guardias expresan bien su decisión de no perder a ninguno. Cuando llegan los guardias es Jesús quien va a su encuentro; no sólo no huye, sino que parece tomar la iniciativa: "¿A quién buscáis?". A su respuesta: "A Jesús el Nazareno", él replica: "Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos". No quiere que los suyos se vean golpeados, al contrario, quiere salvarlos, preservarlos de todo mal, incluso a costa de su vida. Además, se ha pasado toda su vida reuniendo a los dispersos, curando a los enfermos, anunciando un reino de paz y no de violencia.

Y es precisamente este empeño el motivo de su muerte. ¿De dónde nace la oposición contra él? Del hecho de que era demasiado misericordioso; de su amor por todos, incluso por sus enemigos; frecuentaba demasiado a los pecadores y los publicanos; además perdonaba a todos, incluso con facilidad. Habría bastado con que se quedara en Nazaret para superar los 33 años; o podría haber disminuido las exigencias del Evangelio, o abandonar esa obstinación en defender siempre a los débiles. En definitiva, bastaba con que hubiera pensado un poco más en sí mismo y menos en los demás y ciertamente no habría terminado en la cruz. Pedro -por poner un ejemplo- hizo así: siguió un rato al Señor, después volvió sobre sus pasos, y al interrogatorio insistente de la portera incluso negó conocerlo. Además, ¿qué importaba? Y con aquella muletilla se salvó; Jesús, por el contrario, no quiso renegar ni del Evangelio ni de Pedro ni de los demás. Sin embargo, en cierto momento hubiera bastado muy poco para salvarse: Pilato estaba ya convencido de su inocencia, y le pedía tan sólo alguna aclaración. Pero Jesús callaba. "¿A mí no me hablas? -le preguntó Pilato- ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?". Pedro habló y se salvó; Jesús calló, no quería perder a ninguno de los que le habían sido confiados, y fue crucificado.


También nosotros estamos entre los que el Padre ha confiado en sus manos. Él ha tomado sobre sí nuestro pecado, nuestras cruces, para que todos fuéramos liberados. Ésta es la razón por la que hoy hacemos entrar solemnemente la cruz, nos arrodillaremos ante ella y la besaremos. La cruz ya no es para nosotros una maldición sino Evangelio, fuente de una nueva vida. "Se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo" (Tt 2,14). Sobre esa cruz ha sido derrotada la ley, hasta entonces irresistible, del amor por uno mismo. Esta ley ha sido destruida por aquel que ha vivido por los demás hasta morir sobre la cruz. Jesús ha arrancado de los hombres el miedo a servir, a ser solidarios, el miedo de no vivir sólo para sí mismos. Con la cruz hemos sido liberados de la esclavitud de nosotros mismos, de nuestro yo, para alargar las manos y el corazón hasta los confines de la tierra. No es por casualidad que esta santa liturgia esté marcada de un modo especial por una larga oración universal: es como alargar los brazos de la cruz hasta los confines de la tierra para hacer sentir a todos el calor y la ternura del amor de Dios que todo lo supera, todo lo cubre, todo lo perdona, todo lo salva.

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