miércoles, 12 de mayo de 2010

LA ASCENSIÓN DE JESÚS

Hoy contemplamos el misterio de Jesús que “asciende” al cielo. Los discípulos le habían preguntado si finalmente había llegado el momento en que restablecería el reino de Israel. Era una pregunta importante, que venía a decir: “¿Podemos por fin no preocuparnos más? ¿Hemos vencido al mal definitivamente? ¿Cuándo vas a demostrar de una forma evidente que tú eres el Mesías?”' No era la primera vez que preguntaban a Jesús si había llegado el momento en que todo quedaría claro. En esta pregunta se encierra tal vez el deseo perezoso de no tener que esforzarse más contra la división y las dificultades, pero también la esperanza de discípulos débiles e inciertos ante un mundo hostil, marcado por el mal. Es una pregunta que se presenta especialmente cuando vemos al mal abatirse cerca de nosotros. ¿Cuándo vencerá el amor y será derrotada para siempre la muerte? ¿Cuándo serán enjugadas las lágrimas de los hombres?

Jesús no responde a esta pregunta de los suyos. Entendemos tan poco de la vida que fácilmente la reducimos sólo a lo que yo entiendo, a mis cosas, a lo que yo experimento. La vida, parece sugerir Jesús, es mucho más grande, y ciertamente no espera a que nosotros conozcamos los tiempos y el momento. Sin embargo, el Señor no deja solo a nadie y promete la fuerza verdadera, la del Espíritu de amor que desciende sobre los discípulos. Jesús ha ascendido al santuario del cielo, un santuario que, a diferencia de nuestras iglesias, no ha sido construido por la mano del hombre. Sin embargo, cada vez que celebramos la santa liturgia participamos de alguna manera en el misterio mismo de la Ascensión. Cada domingo, cuando entramos en nuestras iglesias, ¿no somos acogidos en la presencia de Dios? ¿No vivimos junto a Jesús el misterio de la ascensión? Desde el ambón, como desde el monte, él habla a los suyos y los bendice. Y la nube que lo envuelve, ocultándolo a los ojos de los suyos, ¿no se parece quizás la nube de incienso que rodea el altar y que envuelve el pan santo y el cáliz de la salvación mientras son elevados hacia el cielo?

Que Jesús suba al cielo no quiere decir que se aleje de los discípulos; significa que ha llegado hasta el Padre y se ha sentado junto a él en la gloria. Ascender, por tanto, quiere decir entrar en una relación definitiva con Dios. Lo alto no debe entenderse en sentido espacial; significa que Jesús está presente en todas partes: como el cielo nos cubre y nos envuelve, así el Señor, ascendiendo al cielo nos cubre y nos envuelve a todos. Aún diría más: Jesús subiendo al cielo envuelve y cubre toda la tierra, así como el cielo envuelve toda la tierra. No es, por tanto, alejarse; es más bien estar cerca de una forma más amplia y fascinante. Si no fuera así no se comprendería la alegría de los discípulos: ¿cómo es posible alegrarse mientras el Señor se aleja? Y sin embargo escribe Lucas: “Después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo”. Los apóstoles no están tristes por la separación, sino que además están llenos de gozo por una nueva plenitud de la presencia de Jesús.

¿Qué ha sucedido? Ese día los discípulos han vivido una profunda experiencia religiosa: han experimentado que, desde ese momento, el Señor estaba junto a ellos de un modo definitivo con su Palabra y su Espíritu, una cercanía ciertamente más misteriosa pero quizás aún más real que antes. Sin duda les vuelven a la mente las palabras que habían escuchado a Jesús: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Ese día de la ascensión le comprendieron profundamente: en cualquier parte de la tierra, en cualquier época y a cualquier hora en que se reúnan dos o más discípulos del Señor, Él estará en medio de ellos. Desde ese momento en adelante la presencia de Jesús sería siempre más amplia en el espacio y en el tiempo: acompañaría a los discípulos para siempre, en cualquier lugar y situación. Esta es la razón de su gran alegría: nadie en el mundo podía alejar a Jesús de sus vidas. Esta alegría de los discípulos es ahora nuestra alegría.

El cielo parece una dimensión poco concreta, lejana, casi un sueño inalcanzable, que puede cautivar por su belleza pero que no tiene nada que ver con nuestras decisiones concretas. La vida terrenal parece una cosa y la del cielo otra completamente distinta. En realidad hay una continuidad de la vida: el mismo Señor Jesús resucitado no se aparece a los suyos con un cuerpo nuevo y perfecto, sino con su mismo cuerpo marcado por la historia, por la violencia. Jesús resucitado, hombre de la tierra y del cielo no es un fantasma, aunque fuese el más hermoso de ellos. Lo concreto de Jesús resucitado establece precisamente este vínculo entre la vida de la tierra y la del cielo. El apóstol Pablo afirma con solemnidad en la Carta a los colosenses que “Dios tuvo a bien que hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas pacificando mediante la sangre de su cruz, lo seres de la tierra y de los cielos” (Col 1, 19-20).

La Ascensión nos muestra cuál es el futuro que Dios ha reservado a sus hijos: es el cielo alcanzado por Jesús donde --como había dicho-- va a prepararnos un sitio para que donde esté él también estemos nosotros. Él, desde hoy, nos toma consigo. Los discípulos de Jesús no han resuelto todos sus problemas: son hombres débiles, incrédulos, llenos de miedos. Y sin embargo, podemos ser testigos de este amor, siempre y hasta los confines de la tierra, es decir, para todos, incluso aquellos que no consideramos o que nos sentimos con derecho a tratar mal. Encontremos un poco de cielo en la vida de cada uno y seremos también nosotros hombres del cielo.

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