domingo, 30 de mayo de 2010

LA FIESTA DE LA TRINIDAD

La fiesta de la Trinidad que el calendario litúrgico celebra después del domingo de pentecostés, abre el último y largo periodo que cierra el año litúrgico. Este tiempo se llama “tiempo ordinario” porque no hace ningún recuerdo especial de la vida de Jesús. Sin embargo, no se trata de un tiempo menos significativo que el precedente. Al contrario, podríamos decir que la festividad de la Santísima Trinidad proyecta su luz sobre todos los días que vendrán, como dilatando en el tiempo la costumbre que tenemos de empezar cada una de nuestras acciones --y cada una de nuestras jornadas--- en el “nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Por desgracia debemos decir que al misterio de la Trinidad, en general, se le considera poco significativo para nuestra vida, para nuestro comportamiento (un teólogo moderno, afligido por esto, escribía: “Parece que poco importa, ya sea en la doctrina de la fe, ya sea en la ética, que Dios sea Uno y Trino”. Además, se le considera un “misterio” porque no llegamos a comprenderlo.

La santa liturgia, proponiéndonos de nuevo fijar nuestra atención sobre este grande y santo misterio, viene al encuentro de la pobreza y de la arraigada distracción de cada uno de nosotros. Con toda propiedad decimos “proponer de nuevo”, porque este misterio está presente a lo largo de toda la vida de Jesús, desde la Navidad. Es más, es el misterio que guía toda la historia del mundo desde la creación. Este es el sentido del hermoso pasaje de la Escritura tomado del libro de la Sabiduría, en que se nos presenta la Sabiduría de Dios, personificada, que se expresa así: “Fui engendrada cuando no existían los océanos... No había hecho aún la tierra ni los campos... allí estaba yo... cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a Él, como aprendiz, yo era su alegría cotidiana, jugando todo el tiempo en su presencia, jugando con la esfera de la tierra; y compartiendo mi alegría con los humanos” (Pr 8,22-31).

La tradición cristiana ha visto en la Sabiduría al “Verbo” que “existía en el principio” y por medio del cual se hizo todo. Todo el proceso de la creación está radicalmente marcado por el diálogo entre Dios y la Sabiduría, entre el Padre y el Hijo. Juan escribe en su Evangelio: “Ella (la Palabra) estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada (Jn 1,2-3). Los cimientos de la tierra, es decir, el corazón de toda realidad humana, lleva la huella de esta relación tan especial entre el Padre y el Hijo. Podríamos decir que todas las cosas llevan el “sello” de la comunión entre el Padre y el Hijo. Con mucha razón y gran profundidad algunos Padres de la Iglesia antigua hablaban de las “semina Verbi”, es decir, de la huella del Verbo presente en toda la creación, en todo hombre, en todos los credos, en todas las culturas. Nada es ajeno a la Trinidad porque todo ha sido hecho a imagen de Dios.

La Carta a los Romanos habla del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo (Rm 5,1-5), el Espíritu que nos convierte en templo de Dios, en su casa, en su familia. El Evangelio de Juan (16, 12-15) nos refiere algunas de las palabras de Jesús a los discípulos en la tarde de la última cena. ¡Cuántas cosas tenía todavía que decirles antes de dejarles! No sólo no le quedaba ya tiempo; sobre todo los discípulo, no eran capaces todavía de comprender plenamente lo que debería decirles. Por eso les dio ánimo: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os explicará lo que ha de venir”.

El espíritu conduce a los discípulos hacia el corazón de Dios, el mundo de Dios, la vida de Dios, que es comunión de amor entre el padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios, el Dios cristiano (y debemos preguntarnos si muchos cristianos creen en el “Dios de Jesús” no es un mónada, una entidad simple, quizá potente y majestuosa. El Dios de Jesús es una “familia” de tres personas cuya unidad --se podría decir-- nace del amor: se quieren tanto que llegan a ser una cosa sola. Esta increíble “familia” ha entrado en la historia de los hombres para llamar a todos a formar parte de ella.

Sí, todos son llamados a formar parte de esta extraordinaria “familia de Dios”. En el origen y en el final de la historia está esta comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El horizonte trinitario nos envuelve a todos, de forma que la “comunión” es el nombre de Dios y la verdad de la creación. Dicho horizonte es, sin duda, el reto más apremiante para la Iglesia, mejor dicho para todas las Iglesias cristianas; me gustaría añadir para todas las religiones, para todos los hombres. Es el reto a vivir en el amor. Ciertamente, dónde hay amor allí está Dios. Lo intuyó bien el “profeta” del anónimo poema de Khalil Gibran: “Cuando ames no digas: ‘Tengo a Dios en el corazón'; sino más bien: ‘Estoy en el corazón de Dios”.

La fuerza que el Señor dona a sus hijos cura la carne de la humanidad herida por la injusticia, la codicia, los abusos, la guerra, y constituye la energía para levantarse y encaminarse hacia la comunión. Era el plan de Dios desde el principio de la creación. De hecho existe una correspondencia entre el proceso creador y la vida entera de Dios mismo. No es casual que Dios diga: “No es bueno que el hombre esté solo”. El hombre --en un principio esta expresión significaba tanto el hombre como la mujer -- no había sido creado a imagen de un Dios solitario, sino de un Dios, que es amor de tres Personas. Ni el individuo ni la humanidad entera serán ellos mismos fuera de la comunión; sólo en la comunión se podrán salvar.

Dios no quiere salvar a los hombres individualmente, sino reuniéndolos en un pueblo santo. La Iglesia nacida de la comunión y a ella destinada, se encuentra por tanto comprometida en el corazón de la historia de este inicio de milenio como levadura de comunión y de amor. Es una tarea elevada y urgente que convierte en mezquinas (y culpables) las disputas y las incomprensiones internas. Son las disputas en el seno de nuestras comunidades, las discordias en las iglesias cristianas, las divisiones que hieren la comunión entre los pueblos. Quien se resiste a la energía de comunión se convierte en cómplice de la obra del “príncipe del mal”, que es espíritu de división. Por ello el apóstol Pablo, para hacernos sentir la urgencia de la comunión, puede repetir todavía hoy: “No se ponga el sol mientras estéis airados” (Ef 4,26). La fiesta de la Trinidad es una invitación insistente a insertarnos en el propio dinamismo de Dios, a vivir su misma vida. El Señor lleva a cabo la salvación reuniendo a los hombres y las mujeres a su alrededor en una gran familia sin límites. La salvación se llama, precisamente, comunión con Dios y entre los hombres.

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