viernes, 27 de agosto de 2010

DÉCIMO PASO: ORAR

Mediante la oración, la meditación, la adoración y la comunión espiritual mejoramos nuestro contacto consciente con Dios y compartimos con Él nuestra vida interior. Cuando realizamos en Dios un compromiso de vida creamos los cimientos para la oración y comenzamos un camino en el que llegaremos a conocer al Padre celestial.

Dios, siendo Dios, puede comunicarse con nosotros de la manera que desee. Si en tan raras ocasiones durante la historia lo ha hecho de manera que se pudiesen oír sus palabras, se debe a la importancia que otorga a nuestro crecimiento en la fe. Si seguir la guía del espíritu consistiera simplemente en oír una voz o leer unas instrucciones escritas en una pizarra, ¿qué valor tendría vivir en la fe? El plan de Dios nos pide que confiemos en nuestros sentimientos más profundos cuando no veamos el camino con claridad. Superar la incertidumbre de la presencia de nuestro guía interior es un ejercicio de fe. A un padre le preocupa menos que su hijo comprenda un determinado pasaje escrito que el hecho mismo de que aprenda a leer. De igual manera, lo importante ante los ojos de Dios no es que seamos perfectamente conscientes de su respuesta a nuestra oración, sino el hecho de que sigamos adelante en nuestro intento de hacer su voluntad. En el primer caso, damos importancia a los detalles; en el segundo, a nuestra relación con Él.

Lo verdaderamente importante es que percibamos en nuestras almas la tenue y serena voz del Padre; pero para oír sus delicados tonos con nuestros torpes oídos materiales, necesitamos poner mucha atención. El alma tiene, de forma natural, esta capacidad, pero lo mismo que se necesita práctica para distinguir el canto de un pájaro en medio de los ruidos de la ciudad, también se necesita perseverancia para poder distinguir la guía de Dios en medio de los sonidos disonantes de nuestros dispersos pensamientos. El Padre tiene mucho que decirnos, y nuestro bienestar espiritual depende del tiempo que nos tomemos en escuchar.

La oración se aprende con la práctica, no en los libros. Orar es comunicarse con el Hacedor; no depende de nuestra habilidad para emplear un lenguaje florido que impresione a alguien cuya mente abarca las galaxias. El tiempo, el lugar o la forma de orar es lo de menos, sólo importa nuestra sincera disposición para escuchar la respuesta de Dios. Nos hacemos amigos de nuestro Padre al igual que lo hacemos con otras personas, pasando tiempo con Él, hablando, escuchando y compartiendo con Él cosas de nuestras vidas.

Se comparten con Dios esas cosas que día a día llevamos en la mente, porque cualquier cosa que nos preocupe le preocupará a Él también. Pero nuestras oraciones no pueden desembocar en un continuo y egoísta lamento por nuestros problemas personales; no podemos olvidarnos de las necesidades de los demás, que muchas veces sobrepasan con mucho las nuestras. Tampoco debemos pedir en nuestras oraciones que Dios nos haga la vida más fácil o que nos prefiera sobre otras personas. Para poder poner nuestras propias dificultades en su justa perspectiva, tenemos que aprender a tener una actitud de agradecimiento y de reconocimiento, sin olvidarnos de dar gracias a Dios por el bien que nos hace cada día.

La oración tiene el efecto de crear nexos entre nuestras vidas y el mundo espiritual, y nos hace capaces de afrontar los retos y las dificultades tal cuales son en realidad y no como creemos que son en nuestro mundo de sueño e irrealidad. Cuando tenemos problemas, la oración es una guía que nos permite examinar la situación exacta en la que nos encontramos, qué ha sucedido para que estemos en ese aprieto y cómo puede acabar si no tomamos alguna medida que cambie la dinámica de esa situación.

La oración no es un substituto de la acción, sino que mueve a ella. El Padre nos pone en este mundo para que participemos en la vida y fortalezcamos nuestro carácter mientras vencemos las inevitables vicisitudes con las que nos encontraremos. Esto no sería así, y se recompensaría la indolencia, si Dios concediera peticiones de cosas que están al alcance del ser humano. Dios diseñó este mundo para que tuviésemos que esforzarnos por alcanzar nuestros objetivos, y aunque le pidamos fuerzas al Padre para poder conseguirlos, nunca debemos esperar que Él haga por nosotros lo que Él ya nos ha capacitado para hacer por nosotros mismos.

Para que nuestras peticiones tengan algún efecto, hay que expresarlas con claridad y exactitud. ¿Cómo queremos exactamente que cambie la situación? A veces, tan sólo pensar en esa pregunta ya nos desvela una respuesta lógica, que hace que podamos con nuestros propios esfuerzos lograr una solución. Nuestra actitud general hacia la vida puede que sea “Padre, que se haga tu voluntad”, pero en la oración somos tan generales que ésta se disipa como el vapor de agua de una olla a presión. Al haber analizado la situación de la mejor manera que sabemos y haber llegado sinceramente a la conclusión de cuál debe ser el mejor resultado, debemos entonces pedir al Padre sin vacilar que nos ayude a llevarlo a cabo. Nuestra misma fe da por sentado que Dios resolverá nuestro problema de la mejor manera, ya sea o no del modo que tenemos previsto; pero para que la oración sea eficaz, no podemos tener una actitud tibia, vaga o indefinida, porque Dios desea que nos enfrentemos de lleno y de forma creativa a los problemas de la vida. Debemos pedir mucho para que se solucionen nuestras dificultades, y procurar de nuestra parte, con la misma intensidad, solucionarlas.

Nuestras oraciones no son ahora dubitativas, tímidas o sensibleras, sino valerosas reafirmaciones de lo que es lo correcto y lo mejor. Venimos ante Dios como ante un buen padre terrenal, le expresamos con exactitud la situación en la que nos encontramos o el problema que nos embarga, le explicamos las razones por las que pensamos que esa solución sería la mejor para nosotros y le exponemos lo que hemos hecho hasta ahora para encontrar por nosotros mismos esa solución. Si no hay nada más que podamos hacer para mejorar la situación, tenemos derecho a pedir a Dios con total confianza que nos conceda ese resultado que estamos convencidos es el mejor para nosotros.

Si parece que Dios no responde a nuestras oraciones, no es porque Él no nos haya oído, porque no le importemos o porque esté demasiado ocupado. Una oración que queda al parecer sin respuesta debería indicarnos que quizás no hayamos agotado nuestra capacidad humana para solucionar el problema que nos aflige, que, por razones que no comprendemos, sería pernicioso para nosotros conseguir lo que queremos, al menos de la forma deseada, que dar una respuesta a nuestras oraciones signifique limitar la expresión de la libre voluntad de otras personas o que su momento aún no haya llegado; pero puede que incluso, sin nosotros saberlo, la oración ya haya tenido respuesta. En todo caso, debemos siempre vivir en la certidumbre de que Dios da respuesta a todas nuestras plegarias.

La oración, la fe y la acción están espiritualmente vinculadas entre sí. La oración genera fe, la fe nos lleva a la oración y ambas nos llevan a actuar con decisión de acuerdo con la guía del Padre. Cuando actuamos bajo la guía espiritual del Padre, se nos otorga a cambio más fe y se nos alienta a seguir en la oración, a medida que experimentamos la satisfacción de la victoria en la vida espiritual.

La oración es algo real y, como antiguamente los ejércitos usaban los arietes para echar abajo las puertas de las ciudades enemigas, debemos emplearla para vencer las barreras que encontremos. La oración, unida a la fe y a la acción, hace que los problemas sin solución se desvanezcan, hace que podamos superar las dificultades y trae más plenamente el reino de Dios a nuestro atribulado planeta.

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Porque tú, Dios mío, revelaste al oído de tu siervo que le has de edificar casa; por eso ha hallado tu siervo motivo para orar delante de ti. (1 Cr 17,25)

Cuando ores, no seas como los hipócritas, porque ellos aman el orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa. (Mt 6,5)

Y al orar no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. (Mt 6,7)

Después de despedir a la multitud, subió al monte a orar aparte; y cuando llegó la noche, estaba allí solo. (Mt 14,23)

¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? (Mt 26,53)

Aconteció que estaba Jesús orando en un lugar y, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: --Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos. (Lc 11,1)

También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desmayar… (Lc 18,1)

Por lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual. (Col 1,9)

Cumplidos aquellos días, salimos. Todos, con sus mujeres e hijos, nos acompañaron hasta las afueras de la ciudad, y puestos de rodillas en la playa, oramos. (Hch 21,5)

Por lo cual nos gozamos de que seamos nosotros débiles, y que vosotros estéis fuertes; y aun oramos por vuestra perfección. (2 Co 13,9)

Siempre que oramos por vosotros, damos gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo… (Col 1,3)

Por esta razón también oramos siempre por vosotros, para que nuestro Dios os tenga por dignos de su llamamiento y cumpla todo propósito de bondad y toda obra de fe con su poder. (2 Ts 1,11)

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