viernes, 22 de enero de 2010

ANTE EL SENTIMIENTO DE CULPABILIDAD


Hay momentos en los que obramos mal o hemos dejado de hacer algo que tendríamos que haber hecho, y la culpa, que se nos clava en el cuerpo como si fuese una astilla, nos embarga y nos hace saber que hemos transgredido nuestros propios códigos morales. Con este sentimiento nos sentimos apartados de Dios creyendo que le hemos fallado. A veces, al igual que el dolor que sentimos tras haber extraído la astilla, la culpa sigue ahí durante muchos años o incluso durante toda la vida, llegando a extenuar inútilmente nuestras almas. Con la culpa, el alma se hunde en la oscuridad. Pero tenemos que comprender que ésta ya ha cumplido su propósito de avisarnos del mal que hayamos cometido u ocasionado, y si deseamos recobrar la paz, debemos erradicarla de nosotros.

Nos podemos sentir culpables de muchas maneras. Hay veces en las que la culpa surge por no seguir los dictados de las normas sociales como por ejemplo asistir a los servicios religiosos de nuestra comunidad o por ser homosexual. En casos como éstos, la culpa debe rechazarse sin más. Jesús vino al mundo para proclamar la libertad espiritual de todos, sin exclusión alguna, y nos abrió el camino para el seguimiento de la voluntad de Dios, y esto tiene preferencia sobre cualquier obediencia ciega a costumbres, ritos o prejuicios creados por el hombre. Además, Jesús nos mostró un Dios que perdona y que es incapaz de crear en sus hijos sentimiento alguno de culpa.

Hay casos en los que la culpa surge por haber hecho una deliberada trasgresión de lo que sabemos que es lo correcto. El remedio más fácil en este caso es admitir nuestro fallo y arrepentirnos junto al intento sincero de no volver a errar. Al hacerlo así, Dios abre las puertas de su perdón y nos sana el alma. El mal que no se reconoce se graba en los más recónditos lugares de nuestra alma, pero cuando se le hace frente y se admite, Dios lo borra para siempre. Es entonces cuando tenemos que sacar coraje y perdonarnos a nosotros mismos. Incidir sobre nuestros defectos no hace sino dar a éstos más fuerzas. Debemos, por el contrario, repudiarlos porque el pasado ya pasó. Dios nos ha restaurado y nos ha preparado para afrontar sin carga los retos que la vida futura nos ofrece.

Sin embargo, a veces, no aceptamos el perdón y continuamos reprochándonos a nosotros mismos el mal que hayamos podido cometer. Aquí quizás más que la falta de arrepentimiento es la falta de conocimiento de la naturaleza comprensiva y perdonadora de Dios. Los que ven a Dios como un juez severo tienen un gran problema con la culpa. Todos y cada uno de nosotros tenemos defectos, pero si no entendemos la paternidad y el amor de Dios, la culpa persiste envenenando nuestras vidas espirituales y privándonos de la alegría. Isaías nos dice que nos volvamos a nuestro Dios, a un Dios misericordioso “amplio en perdonar” (Is.33, 7). La siguiente parábola sobre la oveja perdida nos muestra la alegría que se da en el reino celestial por aquel que vuelve de nuevo su mirada a Dios:

Entonces Jesús les contó esta parábola: “¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las otras noventa y nueve en el campo y va en busca de la oveja perdida, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra la pone contento sobre sus hombros, y al llegar a casa junta a sus amigos y vecinos y les dice: ‘¡Felicitadme, porque ya he encontrado la oveja que se me había perdido!’ Os digo que hay también más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. (Mt. 15, 3-7)

El sentimiento de culpa por omisión es quizás el más difícil de sobrellevar, y surge a menudo debido a que no podemos llegar a las metas que nos propusimos en nuestros ideales morales. Pero tenemos que comprender que éstos no son necesariamente sinónimos con la voluntad de Dios. Como personas, no podemos esperar vivir siempre de acuerdo con los más altos ideales, pero si podemos ser fieles a nuestro propósito de buscar a Dios y ser cada vez como Él es. No podemos olvidar de que el Padre nos creó totalmente inmaduros, y esta claro que esto nos impide vivir una vida perfecta en la tierra. No podría ser de otra manera. Es cierto que, como humanos, debemos aspirar a los más altos ideales espirituales, pero al mismo tiempo hay que evitar que éstos se conviertan en un grave problema cuando no podamos alcanzarlos. La parábola de la mostaza nos da a entender esa inmadurez y, al mismo tiempo, la progresiva meta espiritual del ser humano:

Otra parábola les refirió, diciendo: “El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo. Esta es a la verdad la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas”. (Mt.13, 31-32)

Poner las cosas en perspectiva aligera el dolor de la culpa. ¿Quién puede vivir siempre a la luz del ideal que se ha trazado para su vida? A veces el mal es inevitable. No es resultado de la mano del diablo como todavía se proclama en algunas iglesias, sino el resultado natural del hecho de haber sido creados libres y, al mismo tiempo, inmaduros. Es parte del hecho de ser humano. Lo importante es poner fin al mal que nos provocó la culpa, considerarlo como un aprendizaje útil y mantenernos en guardia para que no se repita en el futuro.

Tenemos que darnos cuenta de que todos obedecemos a un doble impulso, al animal, fruto de la herencia de nuestra evolución, que nos incita al egoísmo, a la ira, a la inacción (la voluntad egoísta), y al más elevado impulso del don espiritual que el Padre nos efunde (la voluntad altruista). Durante nuestra existencia en la tierra estos dos impulsos no llegarán jamás a armonizarse o reconciliarse. Ello no quita para que el Padre nos ayude constantemente a que sigamos la guía de su Espíritu y a que podamos escapar de la esclavitud material y de los impedimentos finitos y conseguir un equilibrio. Pero no hay que confundir esa esclavitud a lo material o los impedimentos finitos con el impulso intrínseco de la naturaleza física, con los apetitos naturales del cuerpo, porque éstos no entran en conflicto ni siquiera con la más alta realización espiritual excepto en la mente de las personas ignorantes, mal instruidas, mal intencionadas o extremadamente escrupulosas. Los apetitos del cuerpo no pueden ser la vara de medir de los valores del alma.

Tan solo una persona provista de una personalidad bien unificada puede triunfar en la compleja disputa entre los deseos del ego y la conciencia social. Tanto nuestro prójimo como nuestro yo tienen sus derechos y ninguno ha de centrar nuestra exclusiva atención. No se trata de estar en contienda con nuestra parte material sino de ir progresivamente modelando nuestra alma a medida que hacemos la voluntad del Padre de los cielos, de ir buscando el triunfo de lo que es verdadero, bello y bueno. El mal se vence con la fuerza del bien

El Padre no desea que sus hijos vivan en la culpa. No hay que ver en la culpa sino un recordatorio, válido para nuestras almas, de que tenemos que lograr ser mejores en comportamiento y actitud. Si se lo permitimos, la culpa nos puede llegar a hostigar de tal manera que nos extenuará e impedirá nuestro viaje espiritual hacia ese estado en el que el mal es algo imposible… Y nuestras almas deben fundirse con el espíritu del Padre que habita en nuestro interior. De nuestro Padre brota una luz que borra nuestro pasado, tal como debemos hacer nosotros en la seguridad de poder construir nuestro camino hacia la perfección. “Yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Is. 43, 25).

Todo lo que tenemos que hacer es esforzarnos sinceramente por vivir según la luz de nuestro más alto entendimiento espiritual, sin dejar que el mal consciente exista en nuestras vidas. El mal que se hace de forma involuntaria no tiene ningún efecto en la vida espiritual, pero si lo cometemos con frecuencia es un veneno para el alma y tenemos que desecharlo si no queremos retroceder en el camino espiritual. Debemos con gozo acercarnos a la mirada de Dios en nuestra relación personal con él. Él se encargará del resto. Dios es divinamente bondadoso con el que yerra porque nos ama de manera suprema, nos envuelve de nuevo en su misericordia, conoce nuestros límites y obra para ayudarnos a cumplir el destino que estableció para nosotros como hijos suyos antes de que comenzaran los mundos. En 1 Juan leemos: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él” (1 Juan 3, 1). Dios siempre nos sacará de nuestra aflicción cuando le busquemos de todo corazón y, como a Jonás, Él nos arrojará desde el abismo del mar a la tierra firme de una nueva oportunidad

El Padre, que sabe lo difícil que le resulta al hombre romper con su pasado nos ha perdonado incluso antes de que hayamos pensado en pedírselo, pero dicho perdón no es accesible a nuestra experiencia religiosa personal hasta que no perdonemos a nuestros semejantes. Esto nos dice Jesús:

Por tanto, si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis sus ofensas a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas. (Mt. 6, 14-15) 

El amor divino no simplemente perdona los pecados, sino que los absorbe y los destruye, y el perdón de Dios de hecho no depende de que perdonemos a nuestros semejantes, pero como experiencia depende justo de esto.

No nos podemos desanimar al descubrir que somos humanos. Es cierto que nuestra naturaleza puede tener tendencia al mal, pero no es intrínsecamente pecaminosa. Tampoco debemos sentirnos desalentados ante nuestra incapacidad para olvidar por completo algunas de nuestras experiencias más negativas y lamentables. Los errores que no podamos olvidar en el tiempo se olvidarán en la eternidad. Y aquí en la tierra, si queremos olvidar el lastre de nuestras culpas, tenemos que colocar nuestro destino en el amplio horizonte de la eternidad, en el progresivo avance y perfección del camino al Paraíso, hacia la morada eterna del Padre.
 Ángel F. Sánchez Escobar (+Claudio)

sábado, 16 de enero de 2010

ANTE EL DOLOR Y EL SUFRIMIENTO


Cuando vemos a millones de inocentes, entre ellos muchos niños, sufrir, enfermar y fallecer a causa de las fuerzas desatadas de la naturaleza (terremotos, ciclones, sunamis, aludes), a causa de enfermedades, de guerras, de genocidios, no solo cuestionamos la existencia de Dios sino también su amor. Pero hemos de tener la seguridad de que el Padre ama a todos sus hijos, de que nos da fuerzas y cobijo, y de que no quiere que suframos, ni que se atribule nuestro corazón:

Él da esfuerzo al cansado y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. (Is. 40:29-31)
No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare… (Is. 42:3)
Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. (Is. 43, 2)
Me ha enviado a predicar buenas noticias a los pobres, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos. (Is. 61, 2)
 …pues no se complace en afligir o entristecer a los hijos de los hombres. (Lam 3, 33)

Dios no hace descender sobre sus hijos la tribulación o el sufrimiento; sin embargo, la existencia misma de éstos nos hace pensar que Dios nos ha colocado en el mundo para que seamos capaces de desarrollar nuestra fuerza de carácter, en el que nuestras acciones tengan sus consecuencias, y en el que podamos aprender y madurar en contacto con la verdadera realidad.

Sólo cuando nos enfrentamos con las dificultades y reaccionamos ante las decepciones, podemos desarrollar el coraje, la fuerza de carácter; sólo podemos ser altruistas cuando existe desigualdad social, sólo podemos sentir esperanza, confianza, fe cuando nos enfrentamos a incertidumbres e inseguridades, sólo podemos amar la verdad cuando el error y la falsedad tienen cabida, sólo podemos ser idealistas cuando la belleza y la bondad sean relativas y nos sintamos motivados a cosas mejores, sólo podemos experimentar la lealtad cuando se dé la posibilidad de incumplimiento y deserción; sólo podemos olvidarnos de nosotros mismos cuando se vive en un mundo de reconocimientos y honores, sólo podemos sentir el placer y la felicidad cuando hay dolor y sufrimiento. Es sin duda un duro aprendizaje, pero no por ello es menos válido porque nos hace personas fuertes, personas de fe, que creen en los valores espirituales en medio de todo lo que parece contrario a lo bueno, a lo bello, a lo verdadero.

Entonces, ¿cómo nos podemos enfrentar a la enfermedad, a las privaciones, a la muerte, que inevitablemente han de llegar? Nos podemos convertir en fatalistas que difícilmente se decepcionan porque siempre esperan lo peor, en apesadumbradas personas que se quejan continuamente y andan siempre buscando culpables de sus problemas, o en exagerados optimistas, en personas que sueñan con un mundo irreal. Pero también podemos enfrentarnos a la vida simplemente con la fe en la voluntad de que el Padre nos dará fuerzas para resolver y vencer los problemas de la vida, con la confianza de poder sacar lo mejor de cada situación. El Padre hace bien del mal y hemos de estar expectantes en la fe y con la férrea determinación de que podemos prevalecer sobre cualquier circunstancia. Nuestras desilusiones, nuestras penas, forman parte del Plan divino de superación personal. Todas las cosas ayudan a la gloria de Dios y a la salvación de los hombres

Muchas personas se preguntan por qué Dios no cura las enfermedades, controla las fuerzas desatadas de la naturaleza o evita las guerras. Dios, por supuesto, puede, pero al hacerlo quizás transgrediese las leyes físicas que el mismo ordenó o el libre albedrío, el mayor don del universo, e incluso así, no haría que nadie entrara en el Reino de Dios. Los milagros no conllevan el avance en los valores espirituales. ¿Se puede pensar que las cinco mil personas que Jesús alimentó a orillas de Galilea o todas las personas que curó consiguieron este progreso espiritual? Creo que no. Jesús se queja de esta urgencia de señales, de milagros de la gente:

Apiñándose las multitudes, comenzó a decir: “Esta generación es mala; demanda señal, pero señal no le será  dada, sino la señal de Jonás, porque así como Jonás fue señal a los ninivitas, lo será también el Hijo del hombre a esta generación.” (Lucas 11, 29-32)

Los hombres de la pagana Nínive se convirtieron por la predicación de Jonás, y Jesús espera que la conversión proceda de sus palabras y de su ejemplo de vida en el Padre no de sus milagros.

Mientras que la ciencia progresa y paulatinamente busca formas de curación de las enfermedades, debería confortarnos el saber que el Padre conoce nuestras aflicciones y nos da refugio y amparo:

El eterno Dios es tu refugio, Y acá abajo los brazos eternos. (Dt. 33, 27)
Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo. (Sal. 18, 9-14)
El sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas. (Sal. 147, 3)
Porque fuiste fortaleza al pobre, fortaleza al menesteroso en su aflicción, amparo contra el turbión, sombra contra el calor: porque el ímpetu de los violentos es como turbión contra frontispicio. (Is. 25, 4)

Cuando hemos hecho todo lo posible por mejorar nuestra situación, deberíamos aceptar nuestras circunstancias y recordar que toda nuestra aflicción es temporal y que puede guiarnos a construir nuestras almas eternas si la aceptamos con dignidad, fe y sumisión a la voluntad del Padre. Tras ello, podemos descansar en la seguridad de que el Padre nos ama. Es cierto que la vida entraña sufrimiento, pero tenemos que ver el propósito eterno del Padre tras nuestras circunstancias. Él es el origen de la paz duradera con la que nos podemos enfrentar a cualquier privación. Él es compasivo y misericordioso por naturaleza y nos conoce:

Mas tú, Señor, Dios misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad, mírame y ten misericordia de mí. (Sal 86,15-16)
Bien he visto la aflicción de mi pueblo... y he oído su clamor a causa de sus opresores, pues he conocido sus angustias. (Ex. 3, 7)
Desde los cielos miró Jehová; vio a todos los hijos de los hombres; desde el lugar de su morada miró sobre todos los habitantes de la tierra. (Sal. 33,13-14)
Mas él conoce mi camino: si me prueba, saldré como el oro. (Job 23:10)
Tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme. Has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos. (Sal 139, 2-3)
Hablando del Dios vivo, Jesús dice: …vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le pidáis (Mt. 6:8)

Y tras todo sufrimiento nos queda la vida eterna:

De cierto, de cierto os digo que el que guarda mi palabra nunca verá muerte. (Jn. 8,51-52)
pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. (Gá 6, 8)

No perdamos nunca esta perspectiva de la eternidad en nuestras aflicciones. En la eternidad no habrá más lágrimas:

Ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los pastorearán y los guiará a fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos. (Ap. 7,16-17)
Debemos vivir como Moisés, que “se sostuvo como viendo al Invisible” (He. 11, 27).

Nuestro mundo es imperfecto; nosotros somos imperfectos. La perfección es nuestra meta, no nuestro origen. El espíritu del Padre que mora en nuestro interior nos prepara para ese último viaje a la eternidad, un viaje lleno de incertidumbres, pero también de seguridad en la compasión divina y el infinito amor del Padre:

[Abraham] Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció por la fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido. Por eso, también su fe le fue contada por justicia. (Ro 04,20-22)

El Padre nos hará ascender de morada en morada, tras como Jesús anunció:

En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. (Jn. 14,2)

Nunca conocemos los verdaderos significados de las circunstancias de la vida. A veces la sonrisa de la buena suerte, de una fortuna no merecida, puede resultar en la mayor aflicción humana; sin embargo, la mayor aflicción puede resultar en una bendición porque es capaz de templarnos y transformar el hierro dulce de la personalidad inmadura en el acero templado del verdadero carácter. Toda conquista de nuestro carácter conlleva un sacrificio, el sacrificio del orgullo y del egoísmo, y el saber liberarse de rencores, resentimientos, ira, egoísmo y venganza.

No, no podemos culpar a Dios por la aflicción, porque ésta no es sino el resultado natural de la vida tal como se vive en este mundo. Somos nosotros, con su ayuda, los que tenemos que trabajar con firmeza y perseverancia para mejorar nuestra situación en la tierra. Nunca nos compadezcamos de nosotros mismos porque nunca llegaremos a desarrollar un carácter fuerte. Tampoco ofrezcamos consuelo a otros para que a su vez se compadezcan de nosotros.

Aquellos que entran en el Reino no se hacen inmunes a los accidentes del tiempo ni a las catástrofes de la naturaleza. El creer en el evangelio no evitará encontrarse con problemas, pero sí nos asegurará que no tendremos miedo cuando nos acucien los problemas. Jesús nos dice, “No temas, solamente cree.”

Recordad que la vida golpeó a Jesús con la mayor dureza, crueldad y amargura que podamos conocer, pero supo enfrentarse a estas vicisitudes no con la desesperación, sino con fe, coraje, y la inquebrantable decisión de hacer la voluntad del Padre. No usó la religión para escapar de la vida sino para ennoblecerla. Y su Espíritu, en Pentecostés hizo que apóstoles y discípulos lograran mantener la dulzura en medio de las más grandes injusticias, a permanecer inamovible ante el más acuciante peligro, a enfrentarse con valentía, amor y tolerancia al mal, al odio, a la ira.

La religión no evita o destruye los problemas humanos, pero de cierto que los disuelve, los absorbe, los ilumina y los transciende.

domingo, 10 de enero de 2010

LA FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR


La fiesta del bautismo de Jesús continúa la serie de manifestaciones del Señor. El 25 de diciembre Jesús se manifestó a María, a José y a los pastores; el 6 enero a los Magos; hoy, a orillas del Jordán, se manifiesta a Juan y al pueblo de Israel. Jesús abandonó Nazaret y se fue al sur de Palestina, a la región del río Jordán, donde el Bautista reunía a un gran número de personas que acudían a él para recibir un bautismo de penitencia. Aquel día Ia escena se salió de lo común. Lucas escribe que todo el pueblo “estaba expectante” (3. I5), a la espera de un mundo nuevo, de una palabra verdadera. Muchos iban a aquel lugar para escuchar al Bautista. También lo hizo Jesús.

Tenía treinta años y llegó en medio de aquella multitud que escuchaba al Bautista. Se puso en fila como todos, esperando su turno para aquel bautismo de penitencia. Juan, con el corazón ya purificado por la oración y con los ojos entrenados en leer las Escrituras, en cuanto le vio acercarse intuyó quién era, y que no era digno ni de desatarle las correas de las sandalias. Según la narración de Mateo, Juan se resistió a bautizarle, pero tuvo que ceder ante la insistencia de Jesús. Jesús, el Hijo de Dios, se pone en fila y se deja bautizar en un acto de humildad suprema, como lo había hecho al nacer en un pesebre.

Y recogido en oración, Jesús se sumerge en el agua hasta desaparecer de la mirada de los presentes y, de repente, los cielos se abren. Es el momento esperado por multitud de profetas. Isaías lo había aclamado: “¡Ah! Si rompieses los cielos y descendieras” (63. I 9). Lucas nos dice también: “Se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo (Lc 3. 21-22). Nuestro cielo humano se abre, y se puede mirar más allá. Se ve un nuevo horizonte y se oyen unas palabras nunca antes oídas: “Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy” (Sal. 2.7). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden en medio de los hombres y muestran su amor. El cielo ya no está cerrado.

Aquellos cielos abiertos a orillas del Jordán se abren ahora también para nosotros para que podamos emprender una vida más feliz, más bella, más solidaria. En esta fiesta del bautismo de Jesús también nosotros queremos acercarnos a la predicación del profeta Juan para revivir la gracia del bautismo. Que se abran los cielos también hoy y descienda sobre nosotros el Espíritu Santo para que seamos transformados en lo profundo de nuestro corazón. También nosotros escucharemos la voz del padre que nos llama a formar parte de su familia, como sus hijos predilectos.

jueves, 7 de enero de 2010

EL IDEAL ASCÉTICO Y LOS PADRES DE LA IGLESIA


Ciñéndose a las enseñanzas de las Escrituras, muchos Padres de la Iglesia intentaron ardientemente seguir el mandato de Dios: "Sed perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (Mt. 5.48).” En un espíritu de oración, de lucha contra las cosas del mundo y de abnegación los Padres se embarcaron en una aventura eterna por la búsqueda de Dios y de la perfección y, como “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Gn.1.27)”, con la esperanza de experimentar el hecho místico de la deificación. Fue una gran aventura a lo largo de todas sus vidas.

Aunque se dieron cuenta de que nunca podrían ser perfectos en un sentido absoluto, sí comprendieron que era del todo posible para los hombres alcanzar la meta suprema y divina que el Dios infinito ha establecido para todos los seres humanos mediante el modelo de Jesús como la encarnación de sí mismo. Así, comenzaron a ser imitadores de Cristo.

Los Padres lucharon ascéticamente para acercarse a la perfección divina, para lograr una especie de auto-realización mística, en su propia esfera temporal y finita tal como Dios lo era en su esfera de la eternidad y de la infinitud. Sin embargo, estimaron que su aspiración a la perfección y a la deificación era una realidad sobrenatural, que quedaba para siempre misteriosamente oculta. Y la suya era una aspiración mística, un fuerte deseo de comunión con esta realidad oculta.

Muchos padres tenían la certeza de que Dios sólo podía ser demostrado a través de su experiencia mediante la guía del Espíritu Santo. Se dieron cuenta de que sólo en los ámbitos de la experiencia humana y mediante la práctica de la conciencia de la presencia de Dios podían ellos alcanzar el estado de misticismo, de la visión de Dios. Pero dado que muchos se convirtieron en ermitaños continuaron su búsqueda de la perfección aislándose de la sociedad.

Es cierto que la dedicación a la meditación y la contemplación favorece la experiencia mística, pero también lo hace la entrega total y de todo corazón al ministerio desinteresado del prójimo. La verdadera espiritualidad no debe rechazar la experiencia de una vida religiosa en el campo abierto de la sociedad humana.

La verdadera religión no debe excluir la acción. Esto se ve en las primeras comunidades cristianas las cuales se esforzaron por la perfección en la imitación de Cristo luchando por el ideal ascético. Incluso los Padres Apostólicos y muchos pre-Padres de Nicea no tuvieron que retirarse del mundo para vivir su ideal ascético. Se quedaron en la sociedad, y muchos de ellos se enfrentaron al martirio; otros, sin embargo, huyeron a zonas aisladas por miedo a las persecuciones. Pero cuando Constantino institucionalizó el cristianismo como la religión oficial del Estado, muchos buscaron la soledad y la dureza del desierto en busca del auto-martirio y la auto-negación extrema como una nueva forma de llegar a la perfección.

Los medios de los Padres para la realización del ideal cristiano eran la oración, la abnegación en el combate constante entre el espíritu y la carne, el trabajo, el sufrimiento y la virtud. Estos medios también participaban de otras prácticas ascéticas como la pobreza, el celibato, la obediencia a un líder espiritual, el desprendimiento de la familia y otras como el ayuno o el silencio. El objetivo de estas y muchas otras prácticas ascéticas era una relación más intensa con Dios, algún tipo de iluminación personal o el servicio de Dios, no sólo a través de la oración, meditación y la vida interior en un claustro o ermita, sino también a través de las buenas obras tales como la enseñanza o la enfermería. De gran importancia fue también la batalla espiritual contra los malos espíritus.

Para los Padres el ascetismo no era un fin en sí mismo; su renuncia al mundo era una forma de eliminar todos los obstáculos para poder amar a Dios y alcanzar la perfección cristiana. Jesús como Dios encarnado en la tierra era el modelo a seguir e imitar. Así que lógicamente ellos muy a menudo se referían a sí mismos como "imitadores de Cristo" y para ellos la palabra “cristianismo” era equivalente a una forma ascética de vida, una filosofía de vida. Fue a través de la práctica de la ascesis, de una renuncia completa de la vida del mundo,por lo que la vida monástica buscaba su objetivo esencial de unión con Dios. El ascetismo cristiano no fue una batalla contra el cuerpo, sino por él. La persona completa se arrepiente —cuerpo y alma— buscando la pureza de mente y alma.

Como imitadores de Cristo, nosotros también podemos hacer un viaje espiritual al interior de nuestros corazones. Podemos iniciar en nuestra finitud un camino de perfección y alcanzar la senda infinita de la deificación. Es cierto que cualquier esfuerzo para alcanzar la perfección divina en la tierra no es final en nuestra experiencia, sin embargo, puede ser, en efecto final y completa sobre los aspectos finitos de la perfección de la motivación de la persona, de la divinidad de la voluntad y de la conciencia de Dios. La oración, la oración silenciosa del corazón, y un ministerio de amor pueden ser instrumentos de divinización para el monje de hoy.  + Claudio y +Esteban

sábado, 2 de enero de 2010

LA VIRGEN MARÍA



“Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones”. (Lc. 1.48)

Durante dos mil años la Iglesia ha preservado la memoria de la Virgen María como el prototipo de todos los cristianos --el modelo de lo que vamos a ser en Cristo. María fue realmente pura e incondicionalmente obediente a Dios. La tradición de la Iglesia mantiene que María permaneció virgen toda su vida (Mat. 12. 46-50). Mientras que el celibato de por vida no es un modelo a seguir para todos los cristianos, la pureza espiritual de María y su devoción incondicional a Dios, es sin duda a imitar.

María es también nuestro modelo porque ella fue la primera persona en recibir a Jesucristo; dado que María llevó a Cristo en su seno físicamente, todos los cristianos ahora tienen el privilegio de llevar a Dios dentro de ellos espiritualmente. Mediante la gracia y la misericordia somos purificados y capacitados para ser como Él.

El honor que damos a María significa también nuestra visión de quién es Jesús. Desde el principio la Iglesia la ha llamado Madre de Dios (Theotokos, lit. Madre de Dios), un título que implica que su Hijo es plenamente hombre y Dios. Como madre, María fue la fuente de la naturaleza humana de Jesús y, al mismo tiempo, el que llevó en su seno fue también el Dios eterno.

Por lo tanto, debido a su carácter y sobre todo por su lugar en el plan de salvación de Dios, es justo que los cristianos demos honor a María como la primera entre los santos. El Arcángel Gabriel inició este honor cuando se dirigió a ella diciéndole, “¡Salve muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tu entre las mujeres (Lc. 1.28).” Este saludo indica claramente que Dios mismo la tuvo en gran honor al elegirla. Su privilegiada situación se confirmó cuando fue a visitar a su prima Isabel, que entonces estaba embarazada de seis meses de Juan el Bautista. Isabel saludó a María con estas palabras: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc. 1.42- 43 ).Y María misma, mediante la inspiración del Espíritu Santo predijo el honor que se le tributaria a través de la historia: “Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones”(Lc. 1.48).

Por tanto, en obediencia a la clara intención de Dios, la Iglesia Ortodoxa rinde honores a María en iconos, himnos y días festivos especiales. Nosotros le rogamos a ella, como el ser humano que más intimó con Cristo, que interceda ante su Hijo por nosotros. Le pedimos, como la primera creyente y Madre de la Iglesia que es, que nos guie y proteja. Nosotros la veneramos, pero no la adoramos porque solo a Dios le debemos adoración.

En maitines, vísperas y en todos los servicios de las horas de oración, cantamos este himno que expresa el lugar único de María en la creación.

“Es verdaderamente justo bendecirte a ti, oh Theotokos, la siempre bendita y purísima Madre de nuestro Dios, más honorable que los querubines, mucho más gloriosa que los serafines, sin mancha, diste a luz a la Palabra de Dios. Verdadera Theotokos, te magnificamos.

viernes, 1 de enero de 2010

ACCIÓN DE GRACIAS AL TERMINAR Y COMENZAR UN NUEVO AÑO


Nuestro buen Dios y Padre Celestial te damos las gracias, Señor, por todo lo que en este año nos diste. Gracias por los días de sol y por los nublados tristes.

Gracias por las noches tranquilas y las inquietas horas oscuras.

Gracias por la salud y la enfermedad y por las penas y las alegrías.

Gracias por todo lo que nos prestaste y que después no nos pediste.

Gracias, Señor, por la sonrisa amable y la mano amiga.

Por el amor y todo lo hermoso y dulce.

Por la belleza de tu creación, las flores y las estrellas, y por la existencia de los niños y de las almas buenas.

Gracias por la soledad, por el trabajo, por las dificultades y las lágrimas.

Por todo lo que nos acercó a ti más íntimamente.

Gracias por el gozo de tu presencia en la Eucaristía y la gracia de tus Sacramentos.

¡Gracias por habernos dejado vivir….!

Y al comenzar el año y dar la vuelta a otra hoja del libro de nuestra vida. ¿Qué traerá el año que empieza? ¡Lo que tú quieras, Señor!

pero te pedimos fe para mirarte e imitarte en todo, esperanza para no desfallecer, caridad perfecta en todo lo que hagamos, pensemos y queramos.

Danos paciencia y humildad.

Danos desprendimiento y un olvido total de nosotros mismos.

Danos, Señor, lo que tú sabes que nos conviene y que nosotros no sabemos pedir.

Que podamos amarte cada vez más y hacerte amar por todos los seres que nos rodean.

Que seamos grandes en lo pequeño.

Que siempre tengamos el corazón alerta, el oído atento, las manos y la mente activas, los pies dispuestos.

Derrama Señor tu gracia sobre todos aquellos que amamos y queremos.

Tu amor abarca y circunda a todo el mundo y aunque somos muy pequeños, sabemos que todo lo colmas con tu bondad inmensa.

Por todo esto y mucho más te damos las gracias, en el nombre de tu muy amado hijo Nuestro Señor Jesucristo. Amén.