martes, 30 de marzo de 2010

Triduo Pascual: Jueves Santo, recuerdo de la Última Cena y del Lavatorio de los pies.


“Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22, 5), dice Jesús a sus discípulos al comienzo de su última cena. En verdad, para Jesús es un deseo de siempre, y aquella tarde quiere estar también con los suyos, los de ayer y los de hoy, incluidos nosotros. Se trata de su último día de vida, su última tarde, la última vez que está con sus discípulos. Los había elegido, cuidado, amado, defendido. Esta tarde el Señor ansía estar con nosotros, ¿y nosotros? ¿Deseamos estar junto a él, aunque sea sólo un poco? ¿Sabemos ofrecerle ese poco de compañía y amor del que es capaz nuestro corazón? Si miramos cara a cara a la realidad hay que decir que ha sido siempre él quien ha hecho de todo por estar cerca de nosotros, por unirnos al Evangelio. Esta tarde, la última de su vida, Jesús, en un supremo impulso de amor, sigue uniéndose definitivamente a los discípulos.

Hemos escuchado en el Evangelio que Jesús se sentó a la mesa con los Doce, tomó el pan, y se lo distribuyó diciendo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Lo mismo hizo con el cáliz de vino: “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros”. Son las mismas palabras que repetiremos dentro de poco sobre el altar, y será el Señor mismo quien invitará a cada uno de nosotros a alimentarse del pan y del vino consagrados. Podríamos decir que Jesús ha ‘inventado’ lo imposible (además, ¿no sabe el amor verdadero crear cosas imposibles?) para quedarse con nosotros, para continuar cerca de los discípulos de todo tiempo. No sólo cerca sino dentro de los discípulos: se hace alimento por, nosotros, carne de nuestra carne. Ese pan y ese vino son el alimento descendido del cielo para nosotros, hombres y mujeres peregrinos por los caminos de este mundo. Ese pan y vino son medicina y apoyo para nuestra pobre vida, curan las enfermedades, nos libran del pecado, nos sacan de la angustia y la tristeza. Y no sólo eso, nos hacen más parecidos a Jesús, nos ayudan a vivir como él vivía, a desear lo que deseaba. Ese pan y vino hacen surgir en nosotros sentimientos de bondad de servicio, de afecto, de ternura, de amor, de perdón: los mismos sentimientos de Jesús.

La escena evangélica del lavatorio de los pies que esta tarde se nos ha anunciado, muestra qué significa para Jesús ser pan repartido y vino derramado por nosotros y por todos. Durante la cena Jesús se levanta de la mesa, se despoja de las vestiduras y se ciñe la cintura con una toalla; después toma un lebrillo lleno de agua, se dirige hacia uno de los Doce, se arrodilla ante él y le lava los píes.


Lo mismo hace con cada discípulo, incluso con Judas, que está a punto de traicionarle. Jesús lo sabe bien, pero se arrodilla igualmente y le lava los pies. Pedro es quizá el último. Apenas ve llegar, a Jesús junto a él reacciona: “Señor, ¿tu lavarme a mí los pies?”. ¡Pobre Pedro, aún no ha entendido nada! No ha comprendido que a Jesús no le interesa la dignidad que el mundo desea y busca de forma compulsiva. Jesús una vez más se lo explica: “¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el qué está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el qué sirve” (Lc 22,27). Jesús ama a sus discípulos y a cada uno de nosotros con un amor ilimitado, en el sentido literal del término: verdaderamente sin fin. La dignidad para Él no está en quedarse de pie, erguido delante de los suyos; su dignidad está en amar a sus discípulos hasta el fin, en arrodillarse a sus pies. Es su última gran lección en vida: ”¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?” -dice al final del lavatorio-. “Vosotros me llamáis 'el Maestro' y 'el Señor', y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 12-15).

El mundo educa a quedarse de pie y exhorta a todos a permanecer así. Y si falta espacio, justifica los empujones que echan fuera a quien nos obstaculiza o a quien constituye un impedimento. El Evangelio del Jueves Santo lleva a los discípulos a inclinarse y lavarse los pies los unos a los otros. Es un mandamiento nuevo. No lo encontramos entre las costumbres de los hombres, no nace de nuestras tradiciones, todas ellas sólidamente contrarias a ello. Tal mandamiento viene de Dios, es un gran don que recibimos esta tarde. Jesús es el primero que lo pone en práctica. ¡Dichosos nosotros si lo comprendemos! En la santa liturgia de esta tarde el lavatorio de los pies es solo un signo, una indicación del camino a seguir: lavarnos los pies unos a otros, empezando por los más débiles, los enfermos, los ancianos, los más pobres, los más indefensos. El Jueves Santo nos enseña cómo vivir y por dónde comenzar a vivir: la vida verdadera no es estar de pie, erguidos, firmes en nuestro orgullo; la vida según el Evangelio es inclinarse hacia los hermanos y las hermanas, comenzando por los más débiles. Es un camino que viene del cielo, y sin embargo es el camino más humano que podemos desear. Todos, de hecho, necesitamos amistad afecto, comprensión, acogida, ayuda. Todos necesitamos a alguien que se incline hacia nosotros, como nosotros necesitamos inclinarnos hacia los hermanos y las hermanas.

El Jueves Santo es verdaderamente un día humano: el día del amor de Jesús, que baja hasta los pies de sus amigos. Y todos son sus amigos, incluso quien lo va a traicionar. Por parte de Jesús ninguno es enemigo. Lavar los pies no es un gesto, es un modo de vivir. Acabada la cena Jesús se encamina hacia el Huerto de los Olivos. A partir de este momento no sólo se arrodilla a los pies de los discípulos, sino que desciende más aún si es posible para demostrar su amor. En el Huerto de los Olivos se arrodilla de nuevo, es más, se postra en tierra y suda sangre por el dolor y la angustia. Dejémonos arrastrar al menos un poco por este hombre que nos ama con un amor nunca visto en la tierra. Y mientras nos detenemos delante del sepulcro manifestémosle nuestro afecto y nuestra amistad. ¡Qué amargas son las palabras que dijo a los tres que estaban con Él en el huerto: “¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?” (Mt 26,40). Hoy es el Señor, más que nosotros, quien tiene necesidad de compañía y de afecto.

Escuchemos su súplica: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26, 38). Inclinémonos sobre Él y no le hagamos echar de menos el consuelo de nuestra cercanía. Señor, en esta hora no te daremos el beso de Judas, sino que como pobres pecadores nos inclinamos a tus pies, e imitando a la Magdalena, continuamos besándolos con afecto.

sábado, 27 de marzo de 2010

DOMINGO DE RAMOS: FIESTA DE LA ENTRADA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO EN JERUSALÉN

El domingo antes de la gran fiesta de la Santa Pascua y al comienzo de la Semana Santa, la Iglesia Ortodoxa celebra una de sus más gozosas fiestas del año litúrgico. El Domingo de Ramos es la conmemoración de la entrada de nuestro Señor en Jerusalén después de su glorioso milagro de resucitar a Lázaro de los muertos. Tras conocer su llegada y haber oído de aquel milagro, la gente sale al encuentro del Señor y le recibe con honores y expresiones de alabanza. En este día, nosotros también recibimos y adoramos a Cristo en ese mismo sentido, reconociéndole como nuestro Rey y Señor.

La historia bíblica del Domingo de Ramos se narra en los cuatro Evangelios (Mateo 21,1-11, Marcos 11,1-10, Lucas 19, 28-38 y Juan 12:12-18). Cinco días antes de la pascua, Jesús llega a Jerusalén desde Betania, y tras haber enviado a dos de sus discípulos para que le trajeran un pollino de asno, Jesús se sentó sobre él y entró en la ciudad.

La gente, que se había reunido en Jerusalén para la Pascua, buscaba a Jesús, por sus grandes obras, sus enseñanzas y porque había oído hablar del milagro de la resurrección de Lázaro. Cuando oyeron que él iba a entrar en la ciudad, salieron a recibirle con palmas y tendían sus mantos en el camino delante de él, aclamándole "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el Nombre del Señor, el Rey de Israel!"

En el comienzo de su ministerio público Jesús proclamó el reino de Dios y anunció que ya se estaban dando signos de su poder (Lucas 7:18-22). Sus palabras y obras poderosas se habían realizado para el arrepentimiento como respuesta a su llamada, una llamada a un cambio interior en la mente y en el corazón que daría lugar a cambios concretos en la vida de cada uno, una llamada a seguirle y aceptar su destino mesiánico. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén es un acontecimiento mesiánico, a través del cual se declaró su autoridad divina.

El Domingo de Ramos nos llama a contemplar a nuestro rey: el Verbo de Dios hecho carne. Estamos llamados a mirarle no simplemente como el que vino a nosotros una vez montado en un pollino, sino como el que está siempre presente en su Iglesia, llegando incesantemente a nosotros en poder y gloria en cada Eucaristía, en cada oración, en los sacramentos y en cada acto de amor de bondad y de misericordia.

Jesús viene a liberarnos de todos nuestros temores e inseguridades para tomar posesión solemne de nuestras almas, y para ser entronizado en nuestro corazón. Viene no sólo para liberarnos de nuestra muerte con su muerte y resurrección, sino también para hacer que seamos capaces de alcanzar la más perfecta comunión o unión con él. Él es el Rey, que nos libera de las tinieblas del pecado y de la esclavitud de la muerte. El Domingo de Ramos nos convoca a contemplar a nuestro Rey: el vencedor de la muerte y el dador de la vida.

El Domingo de Ramos nos llama a seguir las reglas del Reino de Dios como la meta de nuestra vida cristiana. Basamos nuestra identidad en Cristo y en su reino. El Reino es Cristo: su poder indescriptible, su misericordia infinita y sus inmensos dones otorgados libremente al hombre. El reino no se encuentra en ningún punto o lugar en un futuro lejano. En las palabras de la Escritura, el Reino de Dios se ha acercado (Mateo 3:2, 4:17), está dentro de nosotros (Lucas 17:21). El reino es una realidad presente, así como una realización futura (Mateo 6:10). Teófanes el Recluso escribió las siguientes palabras acerca de la reglas internas de Cristo Rey:

"El Reino de Dios está dentro de nosotros cuando Dios reina en nosotros, cuando el alma en sus profundidades confiesa a Dios como su Maestro, y es obediente a él en todas sus facultades, entonces, Dios actúa en ella como maestro tanto en ‘el querer como el hacer, por su buena voluntad’ (Filipenses 2:13). Este reinado comienza tan pronto como estemos decididos a servir a Dios en nuestro Señor Jesucristo, por medio de la gracia del Espíritu Santo. Entonces, los cristianos ofrecen a Dios su conciencia y la libertad las cuales comprenden el contenido esencial de nuestra vida humana, y Dios acepta el sacrificio. De esta manera, se alcanza la alianza del hombre con Dios y Dios con el hombre. Y la alianza con Dios, que se rompió por la caída y sigue estando rota por nuestros pecados, se restablece”.

El reino de Dios es la vida de la Santísima Trinidad en el mundo. Es el reino de la santidad, la bondad, la verdad, la belleza, el amor, la paz y la alegría. Estas cualidades no son obras del espíritu humano. Proceden de la vida de Dios y de revelar a Dios. Cristo mismo es el reino. Él es el Dios-hombre, que trajo a Dios a la tierra (Juan 1:1,14). "Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de él, pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron" (Juan1:10-11). Fue vilipendiado y odiado.

El Domingo de Ramos nos llama a contemplar a nuestro Rey --el Siervo doliente. No podemos entender la realeza de Jesús fuera de su Pasión. Lleno de amor infinito por el Padre y el Espíritu Santo, y por la creación, en su inefable humildad, Jesús aceptó la humillación infinita de la Cruz. Llevó nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores; Fue herido por nuestras rebeliones y se hizo ofrenda por el pecado (Isaías 53). Su glorificación, que se hizo realidad por la resurrección y la ascensión, se logró a través de la Cruz.

En los momentos fugaces de la gran entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, el mundo recibió a su rey, el rey que estaba en camino a la muerte. Su pasión, sin embargo, no era un deseo morboso por el martirio, sino cumplir la misión para la que el Padre le envió.

"El Hijo y Palabra del Padre, como Él, sin principio y eterno, ha llegado hoy a la ciudad de Jerusalén, sentado sobre un pollino. Por temor, los querubines no se atreven a poner su mirada sobre él, sin embargo, los niños le honran con palmas y ramos, y místicamente cantan un himno de alabanza: "¡Hosanna en las alturas, Hosanna al Hijo de David, que ha venido a salvarnos de los errores de la humanidad."(Himno de la Luz.)

"Con el alma limpia y en espíritu llevando ramos, con fe, cantemos alabanzas a Cristo como los niños, aclamando con alta voz al Maestro: Bendito eres Tú, oh Salvador, que has venido al mundo para salvar a Adán de la antigua maldición, y en tu amor por la humanidad, has tenido el placer de ser espiritualmente el nuevo Adán. Oh Verbo, que has ordenado todas las cosas para nuestro bien, gloria a ti." (Himno del período de sesiones de laudes)

miércoles, 10 de marzo de 2010

ANTE LA SOLEDAD Y EL ABANDONO


Hay momentos en los que el mundo nos parece cruel, desolado, y en los que la vida no tiene sentido; momentos en los que creemos que nuestras tremendas dificultades parecen no importar ni incluso a nuestros seres queridos, momentos en los que nos sentimos abandonados, solos, sin fuerzas para solucionar los problemas que tanto nos acucian; momentos sin esperanzas en los que los pilares de nuestras vidas, se debilitan, se resquebrajan y comienzan a tambalearse.

La soledad es como un pozo sin fondo al que caemos sin posibilidad de poder aferrarnos a nada, a ningún asidero. La soledad puede llegar a helarnos la sangre en las venas, a hacernos débiles, vulnerables; puede llevarnos a sentir hastío por la vida y a paralizarnos, a dejarnos sin iniciativa. Sólo la fe es capaz de descorrer las cortinas para que percibamos el mundo espiritual y podamos convencernos de que no estamos solos, de que veíamos la vida a través de un cristal opaco que nos impedía discernir la verdad, el plan de eternidad que tiene Dios para nosotros.

A menudo la vida con sus vaivenes nos hacen sentirnos solos. Hay circunstancias dolorosas que nos pueden provocar ese sentimiento como la pérdida de un trabajo, el fracaso de un proyecto que habíamos anhelado por mucho tiempo o la dolorosa ruptura con algún ser querido. El alma dedicada a Dios no es inmune al dolor, pero nuestro Padre celestial sí nos hace un regalo muy preciado, la serenidad interior frente a las caprichosas circunstancias de la vida.

Antiguamente, abuelos, hijos y nietos vivían juntos, en la misma casa. Se veían caras conocidas y amables en la vecindad, los hijos de nuestros amigos volvían del colegio o jugaban en la calle con los nuestros forjándose amistades para años venideros. Había mayor unidad y cohesión. Todos parecían saber cuál era su lugar dentro de la misma sociedad. Pero hoy en día hay mucha movilidad y la gente vive ajena a lo que le rodea. No es raro sentirse desplazados, solos, en la sociedad actual. Muchos añoran volver a aquellos tiempos, a lo estable, a esas relaciones duraderas de las que tanto oímos hablar a nuestros padres y abuelos, pero esos días se fueron, y no volverán. Y sólo encontraremos esa tan necesaria estabilidad, esa tan necesaria cura para nuestra soledad, si nos dejamos acompañar de Dios, si pertenecemos a esa otra comunidad, a la comunidad del reino.

El sentimiento de soledad se hace si cabe más insoportable cuando sólo se busca lo placentero, lo temporal del mundo. Hay quienes se distraen participando en actividades sociales o tratando de hacer amistades nuevas sentados en un bar. Pero en la ausencia de una compañía espiritual, por muchas personas y cosas que pasen por nuestras vidas, jamás encontraremos algo que verdaderamente nos llene. Es posible que tengamos miedo a sentirnos solos si dejamos esta búsqueda de lo temporal y de lo placentero, pero sólo encontraremos satisfacción si comenzamos otro tipo de búsqueda, una búsqueda de lo espiritual, de una relación duradera en el amor a Dios. Sólo el sentimiento espiritual puede complacer a un corazón necesitado que se encuentra vacío ante las cosas materiales.

Nuestro vacío y nuestro sentimiento de soledad y aislamiento desaparecen una vez que conocemos el amor y el poder del Padre. Con tan sólo pedirlo, el Padre nos proveerá de lo que necesitemos, pondrá a nuestra disposición la Fuente eterna de todo consuelo, una Fuente que siempre ha estado ahí dispuesta para colmar nuestras agotadas almas de esperanza y fe abundantes para vivir en la perfecta voluntad del Padre.

El amor del Padre va con nosotros ahora y a lo largo del interminable círculo de la eternidad de los tiempos. Cuando se reflexiona sobre la naturaleza amorosa de Dios, sólo hay hacia ella una respuesta lógica y natural de la persona: amar cada vez más al Hacedor; depositar en Dios un afecto semejante al que siente un niño por su padre terrenal; porque, como un padre, un padre verdadero, un auténtico padre, ama a sus hijos, así nos ama el Padre Universal y por siempre procura el bienestar de todos sus hijos e hijas.

Al hombre mortal le es imposible conocer la infinitud del Padre celestial. La mente finita no puede concebir tal verdad o hecho absoluto. Pero este mismo ser humano finito puede en realidad sentir --experimentar en un sentido literal-- el efecto pleno y sin disminución del AMOR de ese Padre infinito.

El Padre desea que todas sus criaturas estén en comunión personal con él. Él tiene un lugar en el Paraíso para recibir a todos aquellos cuya condición de supervivencia y cuya naturaleza espiritual les posibilite tal logro. Por tanto, fijad en vuestra filosofía de una vez y para siempre lo siguiente: para cada uno de vosotros y para todos nosotros, Dios es accesible, el Padre es alcanzable, el camino está abierto; las fuerzas del amor divino y los caminos y medios divinos están implicados en un esfuerzo conjunto para facilitar el avance a cualquier ser, que sea digno, hasta la presencia en el Paraíso del Padre Universal.

El amor del Padre distingue de forma absoluta a toda persona como hijo único del Padre Universal, un hijo que no tiene igual en el infinito, una criatura de voluntad irremplazable para toda la eternidad. El amor del Padre glorifica a cada hijo de Dios, iluminando a cada miembro de la familia celestial. El amor de Dios representa vivamente el valor trascendente de cada criatura de voluntad, inequívocamente revela el alto valor que el Padre Universal otorga a todos y cada uno de sus hijos.

No dejéis que la magnitud de la infinitud, la inmensidad de lo eterno y la grandeza y gloria del carácter incomparable de Dios os sobrecojan, os hagan vacilar u os desalienten; porque el Padre no está muy lejos de ninguno de nosotros; mora en nosotros, y en él todos nosotros literalmente nos movemos, realmente vivimos y verdaderamente tenemos nuestro ser.

Y cuando se acepta con franqueza e inteligencia esa vida bajo la guía del espíritu, se desarrolla, de forma paulatina, en la mente humana una inequívoca conciencia de contacto divino y de certeza en la comunión espiritual; tarde o temprano el Espíritu mismo da testimonio a tu espíritu interior de que eres hijo de Dios.

La religión es una eficaz cura para el sentido de aislamiento irrealista o de soledad espiritual del hombre; otorga al creyente la condición de hijo de Dios, de ciudadano de un universo nuevo y significativo. La religión asegura al hombre que, al seguir el destello de la rectitud que percibe en su alma, llega a identificarse con el plan del Infinito y el propósito del Eterno. Un alma así liberada de inmediato comienza a sentirse como en casa en este nuevo universo, en su universo.

Cuando experimentes tal transformación por la fe, ya no serás una parte servil del cosmos matemático sino un hijo del Padre Universal, libre, con voluntad. Un hijo así liberado ya no luchará solo contra el inexorable destino del fin de la existencia temporal; ya no pugnará contra toda la naturaleza, con las probabilidades de ganar irremediablemente en su contra; ya no sentirá el temor paralizante de haber, tal vez, depositado su confianza en un fantasma sin esperanzas o haber puesto su fe en un descabellado error.

En cambio, ahora, los hijos de Dios se aúnan para luchar por una realidad que triunfe sobre las parciales sombras de la existencia. Por fin todas las criaturas toman conciencia de que Dios junto con las huestes divinas del casi ilimitado universo están a su lado en el sublime afán de conseguir la vida eterna y la condición divina. Estos hijos que la fe ha hecho libres de cierto participan en las luchas temporales del lado de las fuerzas supremas y de los seres personales divinos de la eternidad; incluso en su curso luchan las estrellas por ellos; por fin contemplan el universo desde dentro, desde la perspectiva de Dios y toda incertidumbre de aislamiento material se transforma en la seguridad del eterno progreso.

De Dios, la más ineludible de todas las presencias, el más real de todos los hechos, la más vital de todas las verdades, el más amoroso de todos los amigos y el más divino de todos los ideales, tenemos derecho a estar más ciertos que de cualquier otra vivencia en el universo.

Se te ha dotado de un guía perfecto; por tanto, si continúas con sinceridad en la andadura temporal hasta conseguir la meta final de la fe, se te concederá la recompensa de los tiempos; te unirás para la eternidad con tu espíritu interior. Empezarás entonces tu vida real, la vida de ascensión, de la que tu actual estado mortal no es sino el preámbulo.

Pero ningún mortal que conoce a Dios puede estar nunca solo en su viaje a través del cosmos, porque sabe que el Padre camina a su lado a cada paso del camino, mientras que el camino mismo que está atravesando es la presencia del Supremo.

Hombres y mujeres marginados y en desesperación acudían a escuchar a Jesús, y él nunca rechazó a ninguno de ellos.

En cuanto al reino y a vuestra convicción de ser aceptados por el Padre celestial, dejad que os pregunte ¿qué padre, que sea bondadoso y merecedor de llamarse padre, dejaría a un hijo suyo en la angustia o en la duda sobre su situación familiar o sobre el lugar afectivo que ocupa en su corazón de padre? ¿Acaso un padre terrenal disfruta torturando a sus hijos creándoles incertidumbre sobre el amor que les profesa en su  corazón humano? Tampoco deja nuestro Padre en el cielo a sus hijos espirituales por la fe en la incertidumbre de no saber cuál es su posición en el reino. Si recibimos a Dios como nuestro Padre, entonces de cierto y en verdad seremos hijos de Dios. Y si somos sus hijos, entonces encontraremos certitud de posición y estado en todo lo que se refiera a nuestra filiación eterna y divina. Como Jesús dijo que si creíamos en sus palabras, creeríamos de ese modo en Aquel que le envió; y al creer así en el Padre conseguiríamos nuestra condición como ciudadanos del cielo. También nos dijo que si hacíamos la voluntad del Padre en el cielo, nunca dejaríamos de alcanzar una vida de eternidad y de perfección en el reino divino.

El Señor igualmente no nos dijo, ¿Acaso no se venden dos gorriones por un céntimo? Y sin embargo yo os declaro que ninguno de ellos está olvidado a los ojos de Dios. ¿Acaso no sabéis que hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados? No temáis pues; vosotros sois de más valor que muchos gorriones.

La experiencia de separarse de sus apóstoles debió ser un gran pesar para el corazón humano de Jesús; su dolor por el amor hacia ellos le oprimiría el corazón y le haría más difícil poder enfrentarse a la muerte que sabía muy bien que le aguardaba. Se daría cuenta de lo débiles e ignorantes que eran sus apóstoles y temería dejarlos. Sabía bien que había llegado la hora de su partida, pero su corazón humano ansiaría encontrar una salida legítima por la que escapar de un sufrimiento y una congoja tan terribles. Y al buscar así una salida, y fracasar, se dispuso a beber de la copa. La mente divina de Jesús sabía que había hecho todo lo posible por los doce apóstoles, pero el corazón humano de Jesús desearía haber podido hacer más por ellos, antes de dejarlos solos en el mundo. El corazón de Jesús estaría deshecho; en verdad amaba a sus hermanos. Estaba aislado de su familia en la carne; le estaba traicionando uno de sus mismos apóstoles. El pueblo de su padre José le había rechazado, por lo que se había cerrado a su destino como pueblo con una misión especial en la tierra. Su alma estaría dolida por el desprecio hacia su amor, por el rechazo a su misericordia. Fue uno de esos terribles momentos humanos en el que todo parece desmoronarse con una aplastante crueldad y una tremenda agonía.

La parte humana de Jesús no era insensible a esta situación de soledad personal, de vergüenza pública y del aparente fracaso de su causa. Todos estos sentimientos tendrían un indescriptible peso sobre él. En este gran pesar, su mente regresaría a los días de su infancia en Nazaret y a su temprana labor en Galilea. En medio de este gran padecimiento, volverían a su memoria muchas escenas placenteras de su ministerio terrenal. Y sería con estos viejos recuerdos de Nazaret, Capernaum, el Monte Hermón y de los atardeceres y amaneceres en el reluciente mar de Galilea, en que se serenaría dándole fuerzas y preparando a su corazón humano para encontrarse con el que tan pronto le traicionaría.

Antes de que llegaran Judas y los soldados, el Maestro ya habría recobrado plenamente su habitual compostura; el espíritu había triunfado sobre la carne; la fe se había reafirmado sobre la tendencia humana a temer o albergar duda. La prueba suprema de la realización plena de la naturaleza humana había sido superada con creces. Una vez más, el Hijo del Hombre estaba preparado para enfrentarse a sus enemigos con ecuanimidad y con la plena certeza de que, como hombre mortal dedicado sin reservas a hacer la voluntad de su Padre, nada podría vencerle.