viernes, 23 de abril de 2010

LA FE DE JESÚS

Jesús tenía una fe en Dios sublime e incondicionada. Como los demás seres humanos, experimentó altibajos en su estado de ánimo, pero en el sentido religioso jamás tuvo dudas de la certeza del cuidado de Dios y de su guía. Su fe era la consecuencia de vivir la propia presencia divina en él: “el Padre y yo uno somos.” Su fe no era intelectual sino personal y puramente espiritual.

Para el Jesús humano Dios era santo, justo y grande al igual que verdadero, bello y bueno. Para él estos atributos representaban la voluntad del Padre en el cielo: “pues todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre.” Para Jesús, Dios era al mismo tiempo “el Santo de Israel” y “el Padre vivo” y amoroso de los cielos. En su idea de Dios como el Padre, Jesús nos trajo una nueva revelación proclamando que toda criatura es hijo o hija de este Padre de amor.

Jesús no se aferró a la fe en Dios ante el mundo hostil que le rodeaba ni buscando consuelo en las dificultades ni alivio ante la desesperanza; tampoco lo hizo para huir de las realidades desagradables ni de la congoja de vivir. Él supo enfrentarse a las dificultades humanas y a las contradicciones de la existencia mortal con la tranquilidad de su confianza suprema en Dios, sintiendo una tremenda emoción de vivir, por la fe, en la presencia misma del Padre de los cielos. La fe de Jesús era triunfante, viva. La aportación de Jesús a los valores de la experiencia humana no fue solamente que nos enseñó la idea de Dios como Padre amante sino que de forma magnífica y humana nos demostró un concepto renovado y excelso de la fe viva en Dios. Nunca ningún ser humano había experimentado la fe de Jesús en Dios como una realidad viva como él la vivió.

La fe de Jesús estaba basada en su relación personal con Dios; fue una experiencia personal genuina. Su fe no era una reflexión personal ni una meditación mística o teológica. La teología puede fijar, formular, definir y dogmatizar la fe, pero en la vida humana de Jesús la fe fue personal, viva, original, espontánea y puramente espiritual. Dicha fe no brotó de una reverencia por la tradición ni una mera creencia intelectual o un credo sagrado, sino más bien una experiencia sublime y una convicción profunda que lo sostenía firmemente.

Su fe fue tan real y completa que logró erradicar toda duda espiritual y toda contradicción. Nada ni nadie fue capaz de arrancarlo del ancla espiritual de esta fe ferviente, sublime e inamovible. Incluso en la aparente derrota o en las garras del desencanto y de la desesperación. Jesús de Nazaret permaneció en calma ante la presencia divina, libre de temores y plenamente consciente de su invencibilidad espiritual. Jesús disfrutó de la certeza vigorizadora de poseer una fe sin incertidumbres, y en cada una de las difíciles situaciones de la vida, exhibió de forma infalible una lealtad inamovible a la voluntad del Padre. Esta fe viva permaneció inamovible incluso ante la cruel y sobrecogedora amenaza de una muerte ignominiosa.

Muchas veces una poderosa fe espiritual conduce de forma directa al fanatismo extremo, a la exageración del ego religioso, pero esto no le ocurrió a Jesús. No hubo nada negativo en la extraordinaria fe de Jesús ni en el alcance espiritual en su vida ordinaria porque la exaltación espiritual a la que llegó era una expresión totalmente inconsciente y espontánea del alma ante su experiencia personal con Dios.

La fe espiritual indomable y apasionada de Jesús no rayó jamás en el fanatismo porque su fe nunca llegó a afectar su juicio intelectual ante los justos valores de las situaciones sociales, económicas y prácticas morales de la vida. La persona del Hijo del Hombre estaba espléndidamente unificada; era un ser divino de dones perfectos; su persona divina y humana estaban magníficamente unidas y combinadas: eran una sola persona en la Tierra. El Maestro fue siempre capaz de coordinar la fe del alma con el juicio de la sabiduría de la experiencia. Su fe personal, su esperanza espiritual y su devoción moral siempre estuvieron correlacionadas en una unidad religiosa incomparable y armónica con la perfecta comprensión de la realidad y santidad de todas las lealtades humanas —la dignidad personal, el amor familiar, la obligación religiosa, el deber social y la necesidad económica.

La fe de Jesús percibía los valores espirituales tal como se hallaban en el reino de Dios; por lo tanto dijo: “Buscad primero el reino de los cielos”. Jesús vio el desarrollo del reino de los cielos en la Tierra como el logro y la realización de la “voluntad de Dios”. Así se lo enseñó a sus discípulos “venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad”. Habiendo así concebido que el establecimiento del reino era voluntad de Dios, se dedicó a la edificación de éste olvidándose de sí mismo y con un ilimitado entusiasmo, sin fanatismos y sin egocentrismo religioso.

La vida entera del Maestro estuvo constantemente modelada por su fe viva, su experiencia religiosa sublime. Esta actitud espiritual dominaba por completo sus pensamientos y sentimientos, sus creencias y su oración, su enseñanza y su predicación. Dicha fe personal de un hijo en la certeza y seguridad de la guía y protección del Padre celestial le otorgó un profundo don de realidad espiritual a su singular vida. Sin embargo, a pesar de la muy profunda conciencia de relación estrecha con la divinidad, este Galileo de Dios, cuando se le llamó “Maestro bueno”, respondió “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios.” Sólo cuando uno llega a olvidarse de uno mismo en estos términos somos capaces de comprender cómo el Padre Universal pudo manifestarse de una forma tan plena a Jesús y de revelarse a través de él a los mortales.

Jesús llevó a Dios, como hombre del reino, la más grande de las ofrendas: la consagración y dedicación de su propia voluntad al servicio majestuoso de hacer la voluntad divina. Jesús interpretó la religión siempre y constantemente sólo en términos de la voluntad del Padre.

En la vida terrenal de Jesús la religión fue una experiencia viva, un paso directo y personal de la reverencia espiritual a la rectitud práctica. La fe de Jesús rindió los frutos trascendentales del espíritu divino. Su fe no era inmadura y crédula como la de un niño, pero de muchas maneras se asemejaba a la confianza inocente del corazón infantil; Jesús confiaba en Dios como un niño confía en su padre. Tenía una confianza profunda en el universo —como confía el niño en el medio ambiente de sus padres. La fe incondicional de Jesús en la bondad del universo era muy similar a la confianza del niño en la seguridad de su medio ambiente terrenal. Él dependía del Padre celestial, como un niño depende de su padre en la tierra, y su fe ferviente no puso nunca en duda, ni por un momento, la certeza de la preocupación de Padre celestial por él. A Jesús no le llegaron a perturbar seriamente ni los temores, ni las dudas, ni el escepticismo. La duda nunca llegó a inhibir la expresión libre y original de su vida. Combinó el coraje fuerte y sabio de un hombre adulto con el optimismo sincero y confiado de un niño. Su fe llegó a tales niveles de confianza que se encontraba totalmente libre de temor alguno.

La fe de Jesús llegó a la confianza pura de un niño. Su dependencia en lo divino fue tan completa y tan confiada que dio como fruto la felicidad y la certeza de una absoluta seguridad personal. Nunca hubo titubeos en su experiencia religiosa. En este gigantesco intelecto del hombre adulto reinaba de forma suprema la fe de un niño en todos los asuntos relacionados con la conciencia religiosa. No es extraño que dijera cierta vez: “Si no os volvéis como niños, no entraréis en el reino”. Aunque la fe de Jesús era como la de un niño, no era, en ningún sentido, infantil.

Jesús no pedía a sus discípulos que creyeran en él sino más bien que creyeran con él, que creyeran en la realidad del amor de Dios y aceptaran con plena confianza la certeza de la seguridad de la filiación con el Padre celestial. El Maestro deseaba que todos sus seguidores compartieran de forma plena su fe trascendental. Jesús tiernamente retó a sus seguidores, no sólo a que creyeran lo que él creía, sino también a que creyeran como creía él. Éste es el significado pleno de su requisito supremo: “sígueme”.

La vida terrenal de Jesús estuvo dedicada a un gran propósito: hacer la voluntad del Padre, vivir la vida humana con fe y por la fe. La fe de Jesús era confiada como la de un niño, pero estaba totalmente libre de presunción. Tomó decisiones fuertes y varoniles, se enfrentó valientemente a muchas desilusiones, venció de forma resuelta dificultades extraordinarias y llevó a cabo las duras exigencias de su deber. Se necesitaba una voluntad férrea y una confianza infalible para creer lo que Jesús creía, y como él creyó.

domingo, 4 de abril de 2010

Domingo: Pascua de Resurrección

“¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”.

Hemos llegado a la Pascua tras haber seguido a Jesús en sus últimos días de vida. Hemos agitado con alegría las ramas de olivo el domingo pasado para acogerlo cuando entraba en Jerusalén. Le hemos seguido en sus últimos tres días: nos acogió en el cenáculo con un deseo intenso de amistad, hasta el punto de llegar a agacharse para lavar los pies y donarse como pan “partido” y sangre “derramada”.

Después quiso que estuviéramos con él en el Huerto de los Olivos mientras la tristeza y la angustia oprimían su corazón hasta el punto de sudar sangre. La necesidad de amistad se hizo más fuerte, pero sus tres amigos no lo comprendieron y se durmieron, y después, junto a los demás, le abandonaron. Un día después le encontramos en la cruz, desnudo y solo, los guardias le habían despojado de su túnica; en verdad él mismo se había ya despojado de la vida. Verdaderamente se ha dado a sí mismo por completo para nuestra salvación. El sábado ha sido triste, un día vacío también para nosotros. Jesús estaba detrás de aquella piedra pesada, y sin embargo, aunque sin vida, siguió donándola “descendiendo hasta los infiernos”, es decir, hasta el punto más bajo posible. Quiso llevar hasta el límite extremo su solidaridad con los hombres.

El Evangelio de la Pascua parte justamente de este límite extremo de la noche oscura. Escribe el evangelista Juan que “todavía está oscuro” cuando María Magdalena fue al sepulcro. Estaba oscuro fuera pero sobre todo dentro del corazón de aquella mujer (como en el corazón de cualquiera que amara a aquel profeta que “todo lo ha hecho bien”); la oscuridad por la pérdida del único que la había entendido: no sólo le había dicho qué tenía en el corazón, sino que sobre todo la había liberado de lo que más la oprimía (escribe Lucas que había sido liberada de siete demonios). Con el corazón triste, María fue al sepulcro. Quizás recordaba los días anteriores a la pasión, cuando le secaba los pies después de habérselos bañado con ungüento precioso, y también los años, pocos pero intensos, que había pasado con aquel profeta. Con Jesús la amistad siempre es fascinante; se podría decir que no se puede seguir a este hombre de lejos, como ha hecho Pedro estos últimos días. Llega el momento de hacer balance y de elegir una relación definitiva. La amistad de Jesús es de las que llevan a considerar a los demás con más atención que a uno mismo: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,12). María Magdalena lo constata en persona aquella mañana cuando aún estaba oscuro. Su amigo está muerto porque la ha amado a ella y a todos los discípulos, incluso a Judas.

Apenas llega al sepulcro ve que la piedra de la entrada, una losa pesada como toda muerte y toda separación, ha sido apartada. Ni siquiera entra; corre de inmediato hacia Pedro y Juan: “Se han llevado del sepulcro al Señor”, grita jadeando. Piensa que ni muerto lo quieren, y añade con tristeza: “No sabemos dónde lo han puesto”. La tristeza de María por la pérdida del Señor, aunque sea sólo de su cuerpo muerto, es una bofetada a nuestra frialdad y a nuestro olvido de Jesús, incluso vivo. Hoy esta mujer es un gran ejemplo para todos los creyentes. Sólo con sus sentimientos en el corazón podremos encontrar al Señor resucitado. Son ella y su desesperación los que hacen moverse a Pedro y al otro discípulo que Jesús amaba. “Corren” de inmediato hacia el sepulcro vacío; después de haber empezado juntos a seguir al Señor durante la pasión, aunque de lejos (Jn 18, l5-16), ahora se encuentran “corriendo ambos” para no estar lejos de él. Es una carrera que expresa bien el ansia de todo discípulo, de toda comunidad, que busca al Señor. Quizás también nosotros debamos reemprender la carrera. Nuestra forma de andar se ha hecho demasiado lenta, se ha vuelto pesada tal vez a causa del amor por nosotros mismos, del miedo a resbalar y perder algo nuestro, por el temor de tener que abandonar costumbres ya esclerotizadas. Tenemos que intentar volver a correr, dejar aquel cenáculo con las puertas cerradas e ir hacia el Señor. La Pascua también es prisa. Llegó a la tumba en primer lugar el discípulo del amor: el amor hace correr más rápido. Pero también el paso más lento de Pedro lo llevó a las puertas de la tumba; y ambos entraron. Pedro entró primero y observó un orden perfecto: las vendas estaban en su sitio como si se hubiera sacado de ellas el cuerpo de Jesús. Y el sudario estaba “plegado en un lugar aparte”. No se percibía señal alguna de manipulación ni robo: era como si Jesús se hubiera liberado solo. No tuvo, que deshacer, las vendas, como hizo con Lázaro. También el otro discípulo entró y “vio” la misma escena: “vio y creyó”, dice el Evangelio. Habían visto los signos de la resurrección y se dejaron tocar el corazón.

“Hasta entonces -continua el evangelista- no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos”. Ésta es a menudo nuestra vida: una vida sin resurrección y sin Pascua resignada ante los grandes dolores y los dramas de los hombres, cerrada en la tristeza de nuestras costumbres. La pascua ha llegado, la piedra pesada ha sido apartada y el sepulcro se ha abierto. El Señor ha vencido la muerte y vive para siempre. No podemos mantenernos cerrados como si no hubiéramos recibido el Evangelio de la resurrección. El Evangelio es resurrección, es renacer a una vida nueva. Y tenemos que gritarlo a los cuatro vientos, comunicarlo a los corazones, para que se abran al señor. Por tanto, esta pascua no puede pasar en vano, no puede ser un rito que con mayor o menor cansancio se repite igual todos los años; debe cambiar el corazón y la vida de cada discípulo, de cada comunidad cristiana. Se trata de abrir la puerta al Resucitado que viene en medio de nosotros, como leeremos en los próximos días durante la aparición a los discípulos. Él deposita en los corazones el soplo de la resurrección, la energía de la paz, la potencia del Espíritu que renueva. Escribe el apóstol pablo:” Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (col 3, 3). Nuestra vida ha sido unida a Jesús resucitado y hecha partícipe de su victoria sobre la muerte y el mal. Junto al Resucitado entrará en nuestros corazones el mundo entero con sus esperanzas y dolores, como él manifiesta a los discípulos las heridas presentes aún en su cuerpo, para que podamos cooperar con él en el nacimiento de un cielo nuevo y una tierra nueva, donde no hay luto ni lágrima, ni muerte ni tristeza, porque Dios será todo en todos.

jueves, 1 de abril de 2010

Triduo Pascual: Sábado Santo, la sepultura de Jesús

Una persona buena y justa no secundó la decisión de matar a Jesús; de esta negativa nace un gesto de piedad hacia aquel muerto. Es José de Arimatea. Otro José llega al final de la vida de Jesús, lo baja de la cruz y lo envuelve en una sábana, depositándolo en un sepulcro nuevo. A él se unen también las mujeres que habían seguido a Jesús. Ante el sepulcro, ante el dolor de este mundo, ante la muerte, ante el sueño de los discípulos, ante el sufrimiento, queda sólo la fe en las palabras de Jesús que se ha abandonado al Padre. Escribe Lucas: “Era el día de la Preparación y apuntaba el sábado “. Quizá no eran sólo las luces de una ciudad que se despertaba sino también las de una nueva hora, de un nuevo día para aquel hombre y para el mundo. Ante la plaga de dolor, quien no se suma a la decisión de matar y de oprimir al hombre no está llamado sólo a llorar, sino también a creer, a orar y a tener esperanza en una hora diferente. La tradición de la Iglesia -basándose en los pasajes de la Escritura que hablan de la bajada a los infiernos por parte de Jesús- sostiene que este día Jesús descendió a los “infiernos”, el lugar donde habitan los muertos, para tomarlos consigo y llevarlos al Paraíso, comenzando por Adán y Eva. Es el icono de la Pascua, venerado en la tradición ortodoxa. Es a partir de aquí que comienza la resurrección. Y todavía hoy Jesús continúa descendiendo a los “infiernos” de este mundo para arrancar de las manos de la muerte a todos los que han sufrido la violencia del mal y conducirlos al cielo. También a ellos les dice: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Triduo Pascual: Viernes Santo, recuerdo de la muerte de Jesús en la cruz

La liturgia de la pasión prescribe que los celebrantes se postren ante el altar nada más llegar a él: es la invitación a imitar a Jesús, postrado en tierra en el huerto de los olivos por la angustia de la muerte. Además, ¿cómo permanecer insensibles ante un amor tan grande que llega hasta la muerte? "Todos nosotros -escribe Isaías- como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros... Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba... Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras, culpas" . El profeta nos da la razón de esa postración en tierra, y como si no bastase añade: "Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda". Jesús es el cordero que ha cargado con el pecado del mundo, que ha entablado la lucha contra el mal, entregando incluso su vida para devolvernos la vida. Jesús no quería morir: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú” .Y Jesús sabía bien cuál era la voluntad de Dios; lo dice, incluso: "Y esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado". La voluntad de Dios era evitar que el mal nos sofocara, que la muerte nos arrastrase. Jesús no la ha evitado, la ha tomado sobre sus hombros para que no nos aplastara; no quería perdernos.

Ninguno de sus discípulos, ni de ayer ni de hoy, debía sucumbir a la muerte; por esto la pasión continúa, continúa en los numerosos huertos de los olivos de este mundo, donde todavía existe la guerra y donde se hacinan millones de refugiados; continúa allí donde hay gente postrada por la angustia, en los enfermos que son abandonados en su agonía; continúa en cualquier lugar en que se sude sangre por la desesperación y el dolor. La pasión según san Juan que hoy hemos escuchado comienza precisamente en el Huerto de los Olivos, y las palabras que Jesús dirige a los guardias expresan bien su decisión de no perder a ninguno. Cuando llegan los guardias es Jesús quien va a su encuentro; no sólo no huye, sino que parece tomar la iniciativa: "¿A quién buscáis?". A su respuesta: "A Jesús el Nazareno", él replica: "Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos". No quiere que los suyos se vean golpeados, al contrario, quiere salvarlos, preservarlos de todo mal, incluso a costa de su vida. Además, se ha pasado toda su vida reuniendo a los dispersos, curando a los enfermos, anunciando un reino de paz y no de violencia.

Y es precisamente este empeño el motivo de su muerte. ¿De dónde nace la oposición contra él? Del hecho de que era demasiado misericordioso; de su amor por todos, incluso por sus enemigos; frecuentaba demasiado a los pecadores y los publicanos; además perdonaba a todos, incluso con facilidad. Habría bastado con que se quedara en Nazaret para superar los 33 años; o podría haber disminuido las exigencias del Evangelio, o abandonar esa obstinación en defender siempre a los débiles. En definitiva, bastaba con que hubiera pensado un poco más en sí mismo y menos en los demás y ciertamente no habría terminado en la cruz. Pedro -por poner un ejemplo- hizo así: siguió un rato al Señor, después volvió sobre sus pasos, y al interrogatorio insistente de la portera incluso negó conocerlo. Además, ¿qué importaba? Y con aquella muletilla se salvó; Jesús, por el contrario, no quiso renegar ni del Evangelio ni de Pedro ni de los demás. Sin embargo, en cierto momento hubiera bastado muy poco para salvarse: Pilato estaba ya convencido de su inocencia, y le pedía tan sólo alguna aclaración. Pero Jesús callaba. "¿A mí no me hablas? -le preguntó Pilato- ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?". Pedro habló y se salvó; Jesús calló, no quería perder a ninguno de los que le habían sido confiados, y fue crucificado.


También nosotros estamos entre los que el Padre ha confiado en sus manos. Él ha tomado sobre sí nuestro pecado, nuestras cruces, para que todos fuéramos liberados. Ésta es la razón por la que hoy hacemos entrar solemnemente la cruz, nos arrodillaremos ante ella y la besaremos. La cruz ya no es para nosotros una maldición sino Evangelio, fuente de una nueva vida. "Se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo" (Tt 2,14). Sobre esa cruz ha sido derrotada la ley, hasta entonces irresistible, del amor por uno mismo. Esta ley ha sido destruida por aquel que ha vivido por los demás hasta morir sobre la cruz. Jesús ha arrancado de los hombres el miedo a servir, a ser solidarios, el miedo de no vivir sólo para sí mismos. Con la cruz hemos sido liberados de la esclavitud de nosotros mismos, de nuestro yo, para alargar las manos y el corazón hasta los confines de la tierra. No es por casualidad que esta santa liturgia esté marcada de un modo especial por una larga oración universal: es como alargar los brazos de la cruz hasta los confines de la tierra para hacer sentir a todos el calor y la ternura del amor de Dios que todo lo supera, todo lo cubre, todo lo perdona, todo lo salva.