viernes, 29 de octubre de 2010

EL MISTERIO DE DIOS

Es tal la infinitud de la perfección de Dios que hace de él un misterio para la eternidad. Y el más grande de todos los misterios impenetrables de Dios es el prodigio de su morada divina en la mente humana. La manera en que reside el Padre Universal con las criaturas del tiempo es el más profundo de todos los misterios del universo; la presencia divina en la mente del hombre es el misterio de los misterios.

Los cuerpos físicos de los mortales son “los templos de Dios” (1). A pesar de que el Hijo de Dios se aproxima a nosotros, sus criaturas, y “acerca hacia sí a todos los hombres” (2); aunque está a la puerta de la conciencia “y llama” (3) y se llena de dicha al entrar en todos los que abren las puertas de sus corazones; aunque sí exista esta comunión personal e íntima entre Jesús y sus criaturas, no obstante, los seres humanos tenemos algo del mismo Dios que en realidad mora en nuestro interior; de quien nuestros cuerpos son templos.

Cuando hayamos acabado aquí, cuando nuestro camino haya concluido (4) en la tierra en su forma temporal, cuando nuestro viaje de tribulación en la carne termine, cuando el polvo del que está hecho el tabernáculo mortal “vuelva a la tierra de dónde provino” (5) entonces, está revelado, el espíritu interior, “volverá a Dios que lo dio” (6). En nosotros reside una fracción de Dios, una parte integrante de la divinidad. Aún no es nuestra por derecho propio, pero está concebida y destinada para hacerse una con nosotros si sobrevivimos a la existencia mortal.

Afrontar este misterio de Dios es una constante en nosotros y se nos hace difícil comprender el despliegue creciente de la verdad de su infinita bondad, de su ilimitada misericordia, de su inigualable sabiduría y de su grandioso carácter.

El misterio divino consiste en la intrínseca diferencia que existe entre lo finito y lo infinito, entre lo temporal y lo eterno, entre la criatura espacio temporal y el Creador Universal, entre lo material y lo espiritual, entre la imperfección del hombre y la perfección de la Deidad del Paraíso. El Dios de amor universal se manifiesta, de manera indefectible, en cada una de sus criaturas según la plena capacidad de que disponemos para alcanzar a comprender espiritualmente la cualidad de la verdad, de la belleza y de la bondad divinas.

El Padre Universal nos revela toda la clemencia y la divinidad de su ser que podamos ser capaces de percibir y comprender. Dios no hace distinción de personas , ni materiales ni espirituales. La divina presencia que un hijo del universo disfruta en un momento dado está determinada solamente por su capacidad para recibir y percibir las realidades del espíritu del mundo supramaterial.

En la vivencia espiritual del ser humano, Dios no es un misterio sino una realidad. Pero cuando se intenta que las realidades del espíritu queden claras para las mentes físicas de orden material, aparece el misterio: misterios tan sutiles y tan profundos que solamente su aprehensión por la fe del mortal conocedor de Dios puede lograr el milagro filosófico del reconocimiento del Infinito de parte del finito, de la percepción del Dios eterno de parte de los mortales que habitamos en el tiempo y el espacio.

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 1. Ro 8,9; 1 Co 6,19; 2 Co 6,16; 2 Ti 1,14; 1 Jn 4,12-15; Ap 21,3.
 2. Jer 31,3; Jn 12,32; 6,44.
 3. Ap 3,20.
 4. 2 Ti 4,7; He 12,1.
 5. Gn 2,7; 3,19; Ec 12,7; 3,20-21; Si 33,10.
 6. Ec 12,7; 3, 21.



viernes, 22 de octubre de 2010

DECIMOTERCER PASO: ADQUIRIR PERSPECTIVA

A medida que comenzamos nuestra ilimitada exploración de la creación de Dios, hemos llegado a valorar tanto los sucesos inevitables como las compensaciones que la vida nos ofrece.

Desde una perspectiva humana, muchas de las cosas que suceden en la vida nos pueden resultar injustas o trágicas: un accidente de tráfico, una carta inesperada; un mínimo giro en el caleidoscopio de la vida y todo cambia. Solo desde una amplia perspectiva espiritual, se es capaz de reconocer que Dios rige el mundo invisible que subyace y sostiene la creación física. Sin embargo, desde nuestra limitada perspectiva espiritual, los caminos de Dios pueden parecernos misteriosos por nuestra incapacidad de entender la verdadera naturaleza de los avatares de nuestra vida. No obstante, aceptaríamos éstos de mejor grado si comprendiésemos que es la mano de Dios la que hace o permite que todo suceda de la manera que sucede.

Nuestros momentos de aflicción no lo serían tanto si llegásemos a esta conclusión, y mucho menos cuando consideramos que nuestro Padre es capaz de transformar nuestro mayor dolor en nuestro mayor bien. Dios nos manda lo bueno y sólo permite aquello que nos hace daño o cuando sabe que hay algo o alguien que se interpone en el desarrollo de nuestras almas y cuando nuestro sufrimiento nos va a ayudar a construir un carácter con el temple del acero. Sí, es verdad que nuestro Padre no evita que suframos, pero soporta con nosotros, con su amorosa compañía, nuestra aflicción.

Efectivamente, Dios no desea la aflicción de sus hijos, pero sí permite que ocurran circunstancias dolorosas cuando necesitamos aprender una lección en la vida, haciendo que este dolor se transforme en un aprendizaje valioso para nuestras almas. Con su ayuda, incluso nuestras más lamentables experiencias se tornan beneficiosas porque las dota de valor espiritual y las incluye, olvidando nuestros errores, como parte del plan universal que ha diseñado para el desarrollo espiritual de la humanidad.

Algunas de las tragedias de la vida suceden a causa de circunstancias físicas que son inevitables en un planeta gobernado por leyes físicas establecidas, como en el caso de un alud que de forma repentina aplasta a un montañero. Las rocas ruedan cuesta abajo debido a la gravedad, una ley física establecida por Dios que arrastra siempre hacia abajo a cualquier objeto que esté en desequilibrio o sin apoyo. La muerte del montañero es una tragedia para él y para los que le amaban o dependían de él, pero la tragedia sería aún mayor si la causante fuese una fuerza caprichosa, a la que no se pudiese aplicar coherentemente ninguna ley. Si miramos este suceso desde otra perspectiva, el montañero, en uso de su libre voluntad, ha elegido escalar por una ruta peligrosa, porque, para poner en práctica nuestra completa, aunque relativa libertad de acción, el plan Dios ha dispuesto que estemos sin protección y en contacto con la realidad para poder crecer espiritualmente.

Otras tragedias sobrevienen como consecuencia de actos de maldad o de falta de consideración de unas personas respecto a otras. Dios permite que esto ocurra porque su respeto por la libre voluntad individual se aplica tanto al bien como al mal, y la auténtica libertad conlleva la posibilidad de equivocarse. Nuestro Padre desea que sus hijos e hijas amen y sirvan a sus semejantes voluntariamente, desde el corazón, y esto precisa de libertad para hacer lo contrario. Pero cuando aquéllos que han dedicado sus vidas a Él reciben algún daño, ya sea por causas físicas o por cualquiera otra causa, el Padre hace que las consecuencias de estos dolorosos sucesos o acciones de maldad se conviertan en un bien para ellos.

¿Quién puede concebir la majestad del Creador o adivinar su omnisciencia o su sabiduría? ¿Quién puede mejor que Él dar un propósito a nuestras vidas? ¿Qué ser de inteligencia es capaz de comprender mejor las causas y efectos que recorren edades y galaxias? El Padre de las luces vive todos los aspectos de su creación en un presente sin tiempo, sosteniendo y manteniendo la existencia de cada ser y cosa mediante la inaccesible sabiduría de su mente infinita. Ver la vida como la ve el Padre es verla en su auténtica dimensión, es descubrir su propósito en la confusa dispersión de los avatares diarios, es adquirir las fuerzas necesarias para vivir como si pudiésemos verle a Él, que es invisible.

El sol deja caer sus últimos rayos. Desde lo alto de una colina vemos cómo las calles de la ciudad se iluminan poco a poco. Muchos regresan a sus hogares en coche después de una agotadora jornada de trabajo. Tras los faros se adivinan distintas vidas, distintos problemas; algunos regresan con sus familias o con sus seres queridos, otros, a la soledad de sus hogares. Es imposible que comprendamos cómo Dios se relaciona de manera personal con cada una de estas personas, pero sabemos que lo hace. Dios vive de forma transcendente en su Paraíso, pero también en cada uno de estos corazones. Su llamada amorosa resuena como un eco por corredores solitarios, mientras su brazo sostiene al herido. Su majestuosidad estremece montañas gigantescas y sus ojos alcanzan a verlo todo. Él recorre el curso de los tiempos y nos encuentra donde quiera que estemos, y nos invita a ocupar el lugar que tiene para nosotros en su universo, un universo que se extiende de forma ilimitada. A medida que caminamos por la senda del espíritu, vamos aprendiendo más del propósito eterno de Dios, adquiriendo una perspectiva cósmica cada vez más amplia. Sentimos en nosotros el amor del Padre, y abrigamos una mayor seguridad de que su presencia está continuamente con nosotros.

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El Señor cumplirá su propósito en mí. Tu misericordia, Señor, es para siempre; ¡no desampares la obra de tus manos. (Sal 138,8)

Con él están el poder y la sabiduría; suyos son el que yerra y el que hace errar. (Job 12,16 )

Dios es grande, pero no desestima a nadie. Es poderosa la fuerza de su sabiduría. (Job 36,5)

Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía. (Stg 3,17)

Si alguno me sirve, sígame; y donde yo esté, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirve, mi Padre lo honrará. (Jn 12,26)

Por esta razón también oramos siempre por vosotros, para que nuestro Dios os tenga por dignos de su llamamiento y cumpla todo propósito de bondad y toda obra de fe con su poder. (2 Ts 1,11)

Sabemos, además, que a los que aman a Dios, todas las cosas los ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. (Ro 8,28)

Pero no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor; (Mc 10,43)

sábado, 9 de octubre de 2010

EL NOMBRE DEL PADRE

A Dios Padre se le conoce con distintos nombres, que dependen, en gran medida, del concepto que tengamos de Él. Dios nunca se ha revelado a sí mismo aludiendo a su nombre, sino sólo a su naturaleza. Si nos consideramos hijos del Creador, resulta muy natural que terminemos por llamarle Padre (1). Pero éste es el nombre que nosotros escogemos, y que nace de nuestra propia relación personal con el Origen y Centro de todo.

El Padre Universal nunca exige forma alguna de reconocimiento arbitrario, de adoración ceremonial o de servilismo a sus seres creados. Desde nuestro corazón, hemos de reconocerle, amarle y adorarle de forma voluntaria. Nuestro Creador no desea la sumisión de nuestra libre voluntad espiritual por coacción o imposición. La ofrenda más especial que el hombre puede hacer a Dios consiste en dedicar, con todo afecto, su voluntad humana a hacer la voluntad del Padre; de hecho, la consagración de nuestra voluntad a Él es la única ofrenda de auténtico valor que el hombre puede ofrecer al Padre del Paraíso. En Dios el hombre vive, se mueve y tiene su ser (2); no hay nada que le pueda ofrecer a Dios a no ser su determinación para dejarse guiar por la voluntad del Padre, y esta decisión constituye la realidad de esa adoración auténtica que tanto satisface a la naturaleza amorosa del Padre Creador.

Una vez que en verdad seamos conscientes de Dios, después de que descubramos realmente al majestuoso Creador y comenzamos a percibir de forma vivencial la presencia interior del sumo y divino Poder, entonces, de acuerdo con nuestra capacidad y de acuerdo con la forma de Jesús de revelar a Dios, encontraremos un nombre para el Padre Universal que expresará, de manera adecuada, nuestro concepto de Él. Cada nombre que le demos representará el grado y la profundidad de su entronización en nuestros corazones.

Podemos conocer al Padre Universal como Origen Primero, como Padre del Cielo de los Cielos, como Sostenedor Infinito y Rector Divino. También se le ha designado Padre de las Luces (3), Don de Vida (4) y Todopoderoso (5).

Una vez que la Palabra vivió su existencia encarnada en nuestro mundo, conocemos a Dios muy especialmente con nombres que indican relación personal, tierno afecto y devoción paternal y le llamamos “Padre nuestro” (6). Podemos también llamarle Padre de Padres, Padre del Paraíso y Padre Espíritu.

Es lógico que en un mundo donde los seres sentimos en nuestros corazones un impulso paternal innato y emotivo, el término Padre aparezca como el nombre más elocuente y apropiado para el Dios eterno. También se le reconoce de forma más universal con el nombre de Dios (7). El nombre que se le dé tiene poca importancia; lo significativo consiste en que debemos conocerle y aspirar a ser como él. Nuestros profetas de la antigüedad en verdad le llamaban “Dios eterno” (8) y hacían referencia a él como el que “habita la eternidad”.

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1 Sal 68,5; 89, 26; 103,13; Mt 6, 9; Lc 11, 2; Ro 1,07.

2 Hch 17,28.

3 Stg 1,17.

4 Hch 17, 25; Ro 6, 23.

5 Ex 9,16; 15,6; Nm 14,17; Dt 9,29; 2 S 22,33; 1 Cr 29,11-12; Neh 1, 10; Job 36,22; 37,23; Sal 106,8; 11,6; 147,05; 59,16; Jer 10,12; 27,5; 32,17; 51,15; Nah 1,3; Mt 28,18.

6 1 Cr 29,10; Is 63,16; 64,8; Si 51,10; Mt 6,9; Mr 14,36; Lc 11,2; Ro 1,7; Gál 1,4; 1 Ti 1,1,2; 3,11; 3,13; 2 Ti 1,1; 1,2; 2,16. En otros pasajes encontramos “mi Padre”, “Oh Padre, “vuestro Padre”, o “Padre” en lugar de “nuestro Padre”.

7 Gn 46,3; Ex 3,14.

8Gn 21,33; Sal 90,2; Is 40,28; Ro 16,26.

viernes, 1 de octubre de 2010

DUODÉCIMO PASO: PERSEVERAR EN LA BÚSQUEDA

Estamos perseverando en nuestra búsqueda, confiando en que se cumpla el tiempo fijado por Dios para nuestro despertar espiritual. Estamos buscando sabiduría para conocer cuál es la voluntad de Dios y paciencia para que se cumpla dicha voluntad en todas las cosas.

El Eclesiastés nos dice que cada cosa tiene su debido tiempo. Las manzanas no maduran tras los primeros fríos porque queramos que sea así, sino porque ha llegado su momento. Sólo raras veces, si es que alguna vez, ocurren las cosas en el momento deseado. Nuestras acciones tienen unas consecuencias que no podemos ni controlar ni predecir por los innumerables factores implicados, y, mientras esperamos el resultado final de estas acciones en nuestra vida, los fracasos y reveses nos van haciendo crecer en la fe. Es posible que tardemos en ver los resultados que esperamos o que éstos no se atengan a nuestras propias acciones. Ante esto, sólo la paciencia nos va a enseñar a hacer lo que en sí mismo es bueno y correcto. Por ejemplo, si ayudar a otra persona nos trajera una inmediata recompensa, puede que este servicio no fuera sino un acto egoísta y premeditado, inaceptable para Dios, que nos pide que sirvamos a los demás por amor, no por el deseo o la expectativa de una gratificación personal.

Dios ha fijado el tiempo perfecto para nuestro despertar espiritual y, sabiendo todas las cosas, de alguna manera teje todas las aparentes circunstancias fortuitas de la vida, nuestras actitudes y acciones como si se trataran de un singular tapiz de ricos matices y simetrías. El Padre con su poder relaciona todas las circunstancias a nuestro alrededor y nos hace crecer en el momento adecuado. Puede que deseemos muy especialmente que las cosas ocurran de la manera que queramos, pero no podemos hacer que las circunstancias y las personas, cuya relación Dios ya ha previsto, se acomoden a nuestras expectativas. No podemos ejercer ningún control sobre el momento en el que las cosas deben de ocurrir. Por mucho tiempo que pasemos con la caña de pescar echada, sólo se dará un determinado momento en el que podamos obtener el fruto deseado, y éste llega en el momento en el que aparece el pez.

No debemos intentar conseguir todo lo que queremos de forma instantánea porque la vida sencillamente no es así, y la impaciencia sólo trae frustración y acritud de carácter. La vida nos muestra día a día que a menudo tenemos que soportar, incluso por largos períodos, situaciones desagradables. La fe nos enseña lo mismo, pero además, nos enseña a comprender la necesidad de la paciencia. Antes, la impaciencia era nuestra única alternativa; ahora, sin embargo, sabemos del gran bien que recibimos cuando esperamos el tiempo que Dios ha fijado. El Padre abre nuestros ojos a su forma de obrar, y estamos de acuerdo con su debido tiempo.

La perseverancia es importante en nuestras oraciones. La respuesta para muchos de los problemas por los que oramos no es fácil, pero no debemos desanimarnos, porque, aunque tarde esa respuesta, cuando se haga realidad, será mucho mejor que la que esperábamos. Pase lo que pase, debemos resistir y nunca renunciar; debemos mantener una inquebrantable confianza en la buena voluntad y misericordia de nuestro Padre, y en su propósito de concedernos los justos deseos que brotan de nuestro corazón.

La paciencia enriquece nuestras vidas. Esperamos en la palabra de Dios y reconocemos que Él se hace cargo de todo. Comprender que nuestras vidas y caminos están seguros en las manos amorosas y todopoderosas del Padre nos llena de satisfacción y de paz interior. Hemos dejado atrás el ejercicio inútil y frustrante de querer que los acontecimientos se acomoden a nuestras expectativas personales o que las vidas de los demás se acomoden a nuestra visión de las cosas. La situación es simplemente así. Tenemos la obligación de obrar conforme a nuestro sentido de la guía de Dios, aceptando el mundo tal como es, sin caer en la perniciosa tentación de querer anticipar los irremediables efectos de nuestras acciones ni de imponer nuestros deseos sobre la libre voluntad de los demás.

La paciencia es un noble rasgo de carácter, aunque pasivo. La verdadera persistencia requiere de paciencia, pero exige además de nuestra activa reafirmación de buscar la voluntad de Dios en lo que hagamos, sin ofrecer resistencia ni dejarnos vencer. Nada, absolutamente nada, puede detener a un alma dedicada por completo a hacer la voluntad del Padre. Dejamos a un lado nuestro desánimo y seguimos adelante, confiando totalmente en que la rectitud acabará por triunfar en nosotros y en el mundo.

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Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas. (Lc 21, 19 )

3 Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; 4 y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; 5 y la esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado. (Ro 3,25)

Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos… (Ro 8,25)

Antes bien, nos recomendamos en todo como ministros de Dios, en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias… ( 2 Co 6,4)

Y habiendo esperado con paciencia, alcanzó la promesa. (Heb 6,15)

pues os es necesaria la paciencia, para que, habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. (Heb 10,36)

el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu Ley está en medio de mi corazón». Sal 40,8

Pero yo a ti oraba, Jehová, en el tiempo de tu buena voluntad; Dios, por la abundancia de tu misericordia, por la verdad de tu salvación, escúchame. (Sal 69,13)

Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios; tu buen espíritu me guíe a tierra de rectitud. (Sal 143,10)

Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. (Ecl 3,1)