viernes, 31 de diciembre de 2010

EN LA ORACIÓN...



Aunque las corrientes de aire sean ascendentes, el águila, a menos que extienda sus alas, no podrá volar sobre las nubes, y, así, todo hombre y mujer, al orar, extienden sus almas para tomar las vías de las corrientes espirituales que les guían hacia el Padre.

viernes, 24 de diciembre de 2010

LA NAVIDAD DEL SEÑOR

"El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos”. Son las palabras del profeta Isaías que anuncian lo que ha sucedido esta noche. Una noche diferente a las demás noches. Una noche que nos ve reunidos aquí, alrededor de un niño recién nacido. El evangelio de Lucas escribe de aquella noche: “Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño”. Son palabras que podríamos aplicar también a nuestra vida.
En efecto, también nosotros nos ocupamos de “nuestros rebaños”, de “nuestras cosas”, ya sean estas consoladoras o duras, simples o complejas, alegres o dolorosas. Ciertamente, en lo más secreto del corazón cada uno tiene quizás un problema, una angustia, una pregunta, o tal vez una oración. Esta noche, como entonces a los pastores, también a nosotros se nos aparece un ángel; se presenta delante de todos nosotros y nos dice: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor”.  
Pero nuestro camino no termina este día de Navidad. Es necesario que nuestro camino continúe todavía. La Navidad no está detrás de la esquina, no está al alcance de la mano como quisieran hacernos creer los adornos y las luces. Hablando del viaje de María y de José, el evangelio lo presenta como un camino en subida: “Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David”. Esto quiere decir que la Navidad no se da por descontado; que comprender Io que sucede esta noche no es algo que se pueda dar por descontado. Es más, existe el riesgo de desviarnos. Necesitamos salir de nuestras casas, quizá de noche, como hizo Nicodemo. Y es necesario tener un corazón atento, vigilante y dispuesto a escuchar la palabra evangélica.
No, la Navidad no se puede dar por descontado. Sobre todo para nosotros que estamos acostumbrados a exaltar la fuerza y a dar crédito solo al poder. ¿Cómo es posible creer que aquel pequeño niño nacido además en un establo sea quien salva al mundo? ¿Cómo es posible creerlo ante los graves problemas del mundo? En este niño frágil, débil e indefenso está nuestra salvación. Es lo que sucedió en Belén, ciudad de fiesta, pero no solo eso. Nosotros recordamos lo sucedido con el pesebre y nos conmovemos. Y hacemos bien, pero en aquella escena está la cruda realidad de una ciudad que no sabe acoger a dos jóvenes extranjeros. Los hombres no saben encontrarles un lugar, todo está ocupado y Jesús debe nacer fuera, en un establo. Es una historia muy antigua pero a la vez muy actual.
Pero es justo conmoverse. Claro, no por la fría indiferencia de Belén y la nuestra; es justo conmoverse por el gran amor de Dios. Él ha venido aunque nosotros no lo hayamos reconocido, como escribe Juan también en su prólogo: “Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron”. Y ni siquiera se ha marchado cuando le hemos dado un portazo. Por esto es justo conmoverse; y por esto es justo venir a ver a este niño. Verdaderamente es grande, verdaderamente es diferente.
Y por ello nos viene también a nosotros aquel deseo irreprimible de Francisco de Asís cuando, en la lejana Navidad de 1223, dijo: “Quiero ver a Jesús”. E inventó el Belén viviente. Cuenta una tradición que Francisco estrechó entre sus brazos a un pequeño recién nacido venido del cielo. La fragilidad de aquel niño tocó el corazón de Francisco y conmovió a todos los campesinos que habían acudido. Así fueron tocados en su corazón los primeros pastores de Belén. Ellos, quizás rudos y embrutecidos por el trabajo, reconocieron en aquel niño el amor del Señor que se había acercado a ellos. Si Jesús hubiera nacido en un palacio no lo habrían encontrado. Aquel niño está ahora delante de nuestros ojos para que también nosotros como Francisco de Asís, lo abracemos, lo estrechemos en nuestro corazón para que permanezca siempre con  nosotros.

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Isaías 62, ll-12; Salmo 96; Tito 3, 4-7; Lucas 2, 15-20

miércoles, 8 de diciembre de 2010

DECIMOQUINTO PASO: SENTIR SEGURIDAD

Nos damos más cuenta de que Dios se preocupa constantemente de nuestro crecimiento espiritual. Comenzamos a sentirnos mucho más seguros del amor incondicional del Padre y a experimentar una paz interior que no alcanzamos a comprender.


Interiormente nos encontramos agotados; nuestros hombros se desploman como si estuvieran cargando un gran peso. Cuando el miedo o la culpa acechan nuestra mente no nos es posible actuar con eficacia y decisión, pero cuando nuestro interior está en armonía con el universo, poco nos puede detener: se abren senderos por los que caminar con firmeza, un ejército invisible nos apoya en la batalla, los grandes problemas se reducen, los pequeños problemas desaparecen, los fantasmas de nuestro interior huyen y nuestra mente se torna más clara a la hora de tomar decisiones.
El amor de Dios es incondicional, y siempre hemos tenido la seguridad de su amor. Como un agricultor que siembra la tierra con sus semillas, el Padre continuamente siembra nuestras poco receptivas mentes de semillas espirituales de fe y de amor, esperando que al menos algunas de ellas echen raíces. Él conoce el momento de la siembra, cuándo regar y cuándo fertilizar; siempre hace lo mejor de lo que le damos. El consuelo y la seguridad que sentimos, cada vez con más fuerzas, nos muestran que, al menos, algunas de esas semillas han empezado a germinar. Sentimos esa paz cuando ya la tenemos, pero resulta más intensa cuando nos hemos visto privado de ella, cuando en algún momento hemos creído que estaba fuera de nuestro alcance.
Existe un ritmo en la vida y en los asuntos de los seres humanos; no siempre es posible conseguir una paz duradera y profunda. Con las circunstancias, nuestras emociones nos hacen vacilar, como si sólo de vez en cuando pudiéramos sintonizar con nuestro Hacedor. Sin embargo, Dios no quiere que nos apartemos de la vida para evitar sus inevitables turbaciones y confusiones; todo lo contrario, Él desea que llevemos esa seguridad en nosotros cuando participamos activamente en ella, como si nos vistiéramos de un reluciente traje de cordura contra los conflictos de este mundo y los viésemos desde una perspectiva nueva, con una nueva serenidad.
Puede que el resultado sea incierto, pero no así los objetivos. Percibimos el mundo a través de un cristal oscuro, pero la paz infunde e invade nuestras almas de confianza. No sabemos hacia dónde nos lleva el camino, sino sólo que tenemos en nosotros el amor de Dios para darnos la mayor recompensa de los tiempos. Es posible que sintamos el polvo del camino, pero nuestro interior estará limpio.
Todo parece ir bien cuando de repente el día se oscurece y se acercan tormentas que hacen temblar la tierra como si una artillería pesada la estuviese bombardeando. De los negros nubarrones , salen cientos de rayos que abrasan la tierra. Una lluvia de granizo comienza a caer sobre nosotros. La tormenta hace de los árboles añicos; los relámpagos iluminan de vez en cuando el terrible escenario; los cristales de las ventanas explotan en mil pedazos muy cerca de nuestra familia, que casi no ha tenido tiempo de resguardarse a nuestro lado; el viento se lleva los aleros de la casa y los pilares comienzan a crujir; el revestimiento exterior y las tejas se desprenden y se los lleva el viento como plantas rodadoras. Nos abrazamos a nuestros asustados hijos y pedimos a Dios que en su voluntad los proteja, pero ni las heridas ni incluso la muerte nos estremecen, porque las circunstancias están fuera de nuestro control, en las manos de Dios, y tenemos seguridad de su amor y de su poder.
Cuando una multitud sin piedad ataca las puertas de la ciudad; cuando los dientes de miles de engranajes hacen polvo nuestros planes; cuando la virulencia del temporal en el mar inunda nuestra endeble cabaña; cuando la familia nos rechaza, los amigos nos abandonan y el enemigo se regodea de nuestros fracasos; cuando nuestras deudas nos llevan a la ruina; cuando el teléfono no trae sino noticias desagradables y todas las cosas de la tierra se tambalean, hay un lugar en el que todavía podemos estar a salvo; hay Alguien que consuela nuestras sufridas almas.
Padre, te amamos por quien eres y por lo que haces por nosotros. Necesitamos tu ayuda cuando estamos heridos, y sabemos que tú das respuesta a nuestras súplicas incluso antes de que te pidamos nada. Nos diste la vida, pero también la gracia para poder soportar su adversidad. Deseamos sentir con mayor plenitud tu presencia de espíritu. Tú respondes a las oraciones de nuestras almas y nos cuentas sin palabras los secretos de los mundos. Otros gritan pero tú susurras, bañando nuestras almas de tu luz eterna. Tú hablas el lenguaje de los corazones, extiendes los confines de lo inconmensurable hasta más allá del conocimiento humano. Tú enseñaste a volar a las gaviotas, modelaste el álamo y el sauce, y creaste la hierba y el vidrio. Por encima de todo y ante todo te adoramos, Fuente de la vida.
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¡Ayúdanos, Dios de nuestra salvación, por la gloria de tu nombre! (Sal 79,9)
y la esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado. (Ro 5,5)
Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó. Ef 2,4
y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios. (Ef 3,19)
De igual modo, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda uno de estos pequeños. (Mt 18,14)
“No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me envió.” (Jn 5,30)
 Y la voluntad del Padre, que me envió, es que no pierda yo nada de todo lo que él me da, sino que lo resucite en el día final. (Jn 6,39)
Mas él conoce mi camino: si me prueba, saldré como el oro. (Job 23,10)
Mis pies han seguido sus pisadas; permanecí en su camino, sin apartarme de él. (Job 23,11)
Lámpara es a mis pies tu palabra y lumbrera a mi camino. (Sal 119,105)
38 Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, 39 ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro. (Ro 8,38-39)
“Dios les da seguridad y confianza, pero sus ojos vigilan los caminos de ellos.” (Job 24,23)
porque tú, Señor Jehová, eres mi esperanza, seguridad mía desde mi juventud. (Sal 71,5)