miércoles, 1 de junio de 2011

VIGÉSIMO PRIMER PASO Y ÚLTIMO: AMAR A DIOS



Crecemos en nuestro conocimiento del Padre celestial y le amamos y adoramos. Él es la fuente de ese infinito amor que nos ha creado y nos sustenta.

La humanidad se agita como zarandeada por un mar picado. Parece que incluso se deleita en sus propias debilidades; la tierra parece gemir al ritmo de una imaginación exacerbada y perturbada; se abren grietas por las que podemos caer; hay unos ojos que nos acechan para robarnos lo poco que tenemos. Y cuando pensamos en el final de nuestra vida, nuestro cuerpo se estremece. Pero ahí está nuestro Padre celestial, que conoce nuestros nombres y nuestros caminos, dispuesto para llevarnos completos a su reino y para darnos la paz que tanto ansían nuestros corazones.

Ayúdanos a sumergir nuestros maltrechos remos en el océano de tu amor y desaparecer en tu infinitud para emerger, de nuevo, ya rehechos. Te amamos, Padre, y anhelamos tu amor cada vez más. Eres el principio y el fin; tú riges las idas y venidas de todas las cosas. Danos tu paz, Padre celestial, para que podamos sentirnos seguros mientras nos afanamos por hacer tu voluntad en este agitado mundo. Ayúdanos a seguirte tanto en los momentos de alegría como en el estruendo de la tormenta. Ayúdanos a darte las gracias tanto en los momentos de felicidad como de abatimiento. Depositamos en ti todos los deseos de nuestras almas; concede claridad a nuestras débiles y desordenadas mentes. ¡Ven en poder a los que buscamos tu espíritu! Que los cielos revelen tu poder soberano y que tu espíritu descienda para inspirar a aquellos que te buscan.

Con los ojos del espíritu percibimos la belleza en las cosas comunes como si buscáramos pepitas de oro en el lodo de un río. Vemos la excelencia de tu plan y la sabiduría de tu llamada. Tu paz descansa sobre nosotros. Estamos por fin aprendiendo a conocer tu voluntad. Las ataduras que tanto nos limitaban se deshacen con el sol que empieza a calentar temprano las laderas de las montañas. Ya no nos sentimos aprisionados por las cosas de este mundo, sino que nos sentimos libres para seguir el destino que tú has dispuesto para nosotros, y no nos es posible seguir ningún otro camino, amado Padre, tras haber descubierto, en el sendero que conduce hacia tu presencia, tu belleza y tu bondad.

Disfrutamos de las cosas más comunes de la vida sabiendo que fuiste tú quien le diste forma. Somos incluso capaces de ver inmensas praderas de paz y realización personal tras la enfermedad y la falta de armonía del mundo. Te vemos en las sombras, tras esa puerta que abrimos, y cabalgamos al viento de tu amor. Te seguiremos para siempre, cada vez más allá, más cerca de ti, hasta que el mal y el pecado se disipen en la nada. Tú consuelas nuestros corazones, compartes nuestras alegrías y luchas con nosotros en todas nuestras batallas. Tú eres el único Dios verdadero; tú nos conoces bien y nos mantienes a salvo.

Amar al creador es el principio mismo de la vida. Al amar a Dios llegamos a conocerle y a sentirnos como sus hijos e hijas. Adorar a nuestro Hacedor nos hace levantarnos sobre las adversidades de la tierra y llegar hasta las orillas del Paraíso, en pensamiento ahora, pero realmente después. Al adorar a Dios unimos nuestros corazones sedientos a la Fuente infinita de todas las cosas, y en esa comunión nos deleitamos.

Nuestro Padre es misericordioso y majestuoso, infinitamente sabio, poderoso y omnisapiente. Él nos observa tras las nubes y conoce el fin desde el principio. La vida que estamos ahora viendo no es sino un mero preludio, un atisbo de nuestra andadura eterna, donde las aparentes coincidencias se ven con luz diáfana, dando un propósito a nuestras vivencias. Es el propósito eterno que Dios ha establecido para nosotros en su plan divino antes de que el mundo tuviera su comienzo, en cuya realización nos deleitamos y nos encontramos a nosotros mismos.

Amamos a Dios no sólo por sus atributos, sino porque quiso crearnos y porque nos sostiene día a día. Él responde a nuestras oraciones, nos cuida en las dificultades de la vida, nos proporciona moradas en las que vivir tras nuestra estancia en la tierra. Dios nos da seguridad cuando la duda cruza por nuestros corazones humanos, haciendo que su caudal de amor nutra nuestros espíritus. Él nos da cobijo en el terror de la noche y nos alienta cuando desfallecemos. Él conoce nuestros caminos y nuestros nombres. Él es el Padre perfecto. Su plan divino nos provee en la necesidad de ahora y en la futura, porque en Él vivimos, nos movemos y somos.

El Señor de luz es una fuerza que se mueve, una llama divina que barre a todos los que se yerguen con orgullo ante Él, pero que reúne en su seno al manso y al humilde. Dormimos acunados en su amor e infundidos de su poder de lo alto seguimos adelante para seguir su misericordioso mandato. Su imagen inspira nuestras mentes porque nos hace ver un propósito tras nuestros afanes en la vida. Renacidos, de día vemos su imagen en cada flor, y por la noche descansamos en el conocimiento de su afecto. Cuando todo lo demás en la tierra falla, seguimos sus pasos a través de las dunas inexploradas del desierto. Su casa está cerca, y tenemos la llave. El nombre del Eterno está escrito en nuestros corazones y está atento a nuestro pensamiento para salvarnos con su poder.

Ayúdanos a oír tus palabras y a seguir tu espíritu, Padre nuestro. Muéstranos los misterios de la vida para ser capaces de concebir todo tu profundo amor. Danos más de ti mismo y guíanos cuando estemos en la oscuridad del camino. Te adoramos cruzando las murallas del tiempo y el espacio, y en tu presencia gozamos de un poco de Paraíso estando en la tierra. Te alabamos por salvarnos de todo lo que hemos dejado atrás. Eres la fuente de la vida y de la sonrisa, de todo lo bueno, lo bello, lo verdadero, y te serviremos hasta el fin, y más allá.

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--Bien, Maestro, verdad has dicho, que uno es Dios y no hay otro fuera de él; 33 y amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios. (Mc 12, 32-33)

Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él. (1 Jn 3,1)

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