jueves, 30 de junio de 2011

LA CIMA DE LA VIDA RELIGIOSA

Aunque el ser humano medio no puede esperar alcanzar la elevada perfección de carácter que adquirió Jesús de Nazaret mientras permaneció en la carne, al creyente  le es totalmente posible desarrollar una personalidad fuerte y unificada según el modelo de perfección de la personalidad  de Jesús. La característica incomparable de la personalidad del Maestro no era tanto su perfección como su simetría, su exquisita unificación equilibrada. La presentación más eficaz de Jesús consiste en seguir el ejemplo de aquel que dijo, mientras hacía un gesto hacia el Maestro que permanecía de pie delante de sus acusadores: “¡He aquí al hombre!”

La constante amabilidad de Jesús conmovía el corazón de los hombres, pero la firmeza de su fuerza de carácter asombraba a sus seguidores. Era realmente sincero; no había nada de hipócrita en él. Estaba exento de simulación. Era siempre reconfortantemente auténtico. Nunca fingió. Vivía la verdad tal como la enseñaba. Él era la verdad. Estaba obligado a proclamar la verdad salvadora a su generación, aunque esta sinceridad a veces causara sufrimiento. Era incondicionalmente leal a toda verdad.

Pero el Maestro era tan razonable, tan accesible. Era tan práctico en todo su ministerio, mientras que todos sus planes se caracterizaban por un sentido común santificado. Estaba libre de toda tendencia a lo extravagante, a lo errático y excéntrico. Nunca era caprichoso, antojadizo o histérico. En todas sus enseñanzas y en todas las cosas que hacía siempre había un discernimiento exquisito, asociado a un extraordinario sentido de la corrección.

El Hijo del Hombre siempre fue una personalidad bien equilibrada. Incluso sus enemigos le tenían un gran respeto; temían incluso su presencia. Jesús no tenía miedo. Estaba lleno de entusiasmo divino, pero nunca se dejó llevar por el fanatismo. Era emocionalmente activo, pero nunca caprichoso. Era imaginativo pero siempre práctico. Se enfrentaba con franqueza a las realidades de la vida, pero nunca era insulso ni prosaico. Era valiente pero nunca temerario; prudente, pero nunca cobarde. Era compasivo pero no sensiblero; excepcional pero no excéntrico. Era piadoso pero no beato. Estaba tan bien equilibrado porque estaba perfectamente unificado.

Jesús no reprimía su originalidad. No estaba atado a la tradición ni obstaculizado por la esclavitud a los convencionalismos. Hablaba con una confianza indudable y enseñaba con una autoridad absoluta. Pero su magnífica originalidad no le inducía a pasar por alto las perlas de verdad contenidas en las enseñanzas de sus predecesores o de sus contemporáneos. Y la más original de sus enseñanzas fue el énfasis que puso en el amor y la misericordia, en lugar del miedo y el sacrificio.

Jesús tenía un punto de vista muy amplio. Exhortaba a sus seguidores a que predicaran el evangelio a todos los pueblos. Estaba exento de toda estrechez de miras. Su corazón compasivo abarcaba a toda la humanidad e incluso a un universo. Su invitación siempre era: “Si alguien quiere venir en pos de mí, sígame”.

De Jesús se ha dicho en verdad: “Confiaba en Dios”. Como hombre entre los hombres, confiaba de la manera más sublime en el Padre que está en los cielos. Confiaba en su Padre como un niño pequeño confía en su padre terrenal. Su fe era perfecta pero nunca presuntuosa. Por muy cruel o indiferente que la naturaleza pareciera ser para el bienestar de los hombres en la Tierra, Jesús no titubeó nunca en su fe. Era inmune a las decepciones e insensible a las persecuciones. Los fracasos aparentes no le afectaban.

Amaba a los hombres como hermanos, reconociendo al mismo tiempo cuánto diferían en dones innatos y en cualidades adquiridas. “Iba de un sitio para otro haciendo el bien”.

Jesús era una persona excepcionalmente alegre, pero no era un optimista ciego e irracional. Sus palabras constantes de exhortación eran: “Tened ánimo”. Podía mantener esta actitud convencida debido a su confianza inquebrantable en Dios y a su fe férrea en los hombres. Siempre manifestaba una consideración conmovedora a todos los hombres porque los amaba y creía en ellos. Pero siempre se mantuvo fiel a sus convicciones y magníficamente firme en su consagración a hacer la voluntad de su Padre.

El Maestro siempre fue generoso. Nunca se cansó de decir: “Más bienaventurado es dar que recibir”. Y también: “De gracia recibisteis, dad de gracia”. Y sin embargo, a pesar de su generosidad ilimitada, nunca fue un despilfarrador. Enseñó que tenemos que creer para recibir la salvación. “Pues todo aquel que busca, hallará”.

Era sincero, pero siempre amable. Decía: “Si no fuera así, de otra manera os lo hubiera dicho”. Era franco, pero siempre amistoso. Expresaba claramente su amor por los pecadores y su odio por el pecado. Pero en toda esta franqueza sorprendente, era infaliblemente equitativo.

Jesús siempre estaba alegre, a pesar de que a veces bebió profundamente de la copa de las tristezas humanas. Se enfrentó con valentía a las realidades de la existencia humana y, sin embargo, estaba lleno de entusiasmo por el evangelio del reino. Pero controlaba su entusiasmo, y éste nunca le dominó. Estaba consagrado sin reservas a “los negocios de mi Padre”. Este entusiasmo divino condujo a sus hermanos no espirituales a pensar que estaba fuera de sí, pero era el modelo de la cordura y el arquetipo de la suprema devoción humana a los criterios más elevados de la vida espiritual. Su entusiasmo contenido era contagioso; sus compañeros se veían obligados a compartir su divino optimismo.

Este hombre de Galilea no era un hombre de tristezas; era un alma de alegría. Siempre estaba diciendo: “Regocijaos y sed llenos de alegría”. Pero cuando el deber lo exigía, estaba dispuesto a atravesar valientemente el “valle de la sombra de la muerte”. Era alegre pero al mismo tiempo humilde.

Su valor sólo era igualado por su paciencia. Cuando le presionaban para que actuara prematuramente, se limitaba a responder: “Mi hora aún no ha llegado”. Nunca tenía prisa; su serenidad era sublime. Pero a menudo se indignaba contra el mal, no toleraba el pecado. Con frecuencia se sintió impulsado a oponerse enérgicamente a aquello que iba contra el bienestar de sus hijos terrenales. Pero su indignación contra el pecado nunca le condujo a enojarse con los pecadores.

Su valor era extraordinario, pero nunca temerario. Su lema era: “No temáis”. Su valentía era altiva y su coraje a menudo heroico. Pero su coraje estaba unido a la discreción y controlado por la razón. Era un coraje nacido de la fe, no de la temeridad ciega. Era realmente valiente pero nunca osado.

El Maestro era un modelo de veneración. Su oración comenzaba por: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”. Respetaba incluso  las forma de adoración errónea de sus semejantes. Pero esto no le impedía luchar contra las tradiciones religiosas o enfrentarse a los errores de las creencias humanas. Veneraba la verdadera santidad y, sin embargo, podía apelar con razón a sus semejantes, diciendo: “¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?”.

Jesús era grande porque era bueno y, aún así fraternizaba hasta con los más pequeños. Era amable y modesto en su vida personal y, sin embargo, era un hombre perfecto. Sus compañeros le llamaban Maestro por propia iniciativa.

Jesús era una persona humana unificada en perfección. Y hoy, como en Galilea, continúa unificando la experiencia de los seres humanos y coordinando sus esfuerzos. Unifica la vida, ennoblece el carácter y simplifica la experiencia. Entra en la mente humana para elevarla, transformarla y transfigurarla. Es literalmente cierto que: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas..”

domingo, 19 de junio de 2011

ENSEÑANZAS QUE NOS ENRIQUECEN: LA MORAL, LA VIRTUD Y EL SER PERSONAL

La inteligencia por sí sola no puede explicar la naturaleza moral. La moralidad, la virtud, es inmanente al ser personal humano. La intuición moral, la cognición del deber, es un componente de la dote de la mente humana y está vinculada con otros elementos inalienables de la naturaleza humana: la curiosidad científica y la percepción espiritual. La mentalidad del hombre trasciende en mucho la de los animales con los que está emparentado, pero es su naturaleza moral y religiosa la que le distingue del mundo animal.

La respuesta selectiva de un animal se limita al nivel motor de la conducta. La supuesta percepción de los animales más elevados está en un nivel motor y generalmente aparece tan sólo después de la experiencia motora de la prueba y el error. El hombre es capaz de ejercer una percepción científica, moral y espiritual con anterioridad a cualquier exploración o experimentación.
Tan sólo un ser personal puede reconocer lo que hace antes de hacerlo; tan sólo los seres personales poseen el conocimiento previo a la experiencia. Un ser personal puede observar antes de saltar y puede por tanto aprender de la observación al igual que de la acción de saltar. Un animal no personal generalmente aprende sólo saltando.
Como resultado de la experiencia, un animal puede examinar las diferentes formas de conseguir una meta y de optar por un enfoque basado en la experiencia acumulada. Pero un ser personal también puede examinar la meta misma y juzgar su importancia, su valor. La inteligencia por sí sola puede discernir la mejor manera de conseguir fines indiscriminados, pero un ser moral posee la percepción que le permite discernir entre los fines al igual que entre los medios. Y un ser moral, al optar por la virtud, es sin embargo inteligente. Él sabe lo que hace, por qué lo hace, adónde va y cómo va a llegar a allí.
Cuando el hombre no consigue discernir los objetivos de sus luchas terrenales, se encuentra obrando en el nivel animal de la existencia. No ha conseguido aprovechar sus ventajas superiores de esa perspicacia material, discernimiento moral y  percepción espiritual que son parte integral de su dote de mente cósmica como ser personal.
La virtud es rectitud: conformidad con el cosmos. Nombrar las virtudes no quiere decir definirlas, pero vivirlas es conocerlas. La virtud no es mero conocimiento ni siquiera sabiduría sino más bien la realidad de la vivencia progresiva de poder lograr niveles ascendentes de alcance cósmico. En la vida diaria del hombre mortal, la virtud se realiza como la elección uniforme del bien sobre el mal, y dicha capacidad de elección es prueba de la posesión de una naturaleza moral.
La elección del hombre entre el bien y el mal está influida, no solamente por la conciencia de su naturaleza moral, sino también por influencias como la ignorancia, la inmadurez y la ilusión. El sentido de la proporción también tiene parte en el ejercicio de la virtud porque el mal puede producirse cuando se elige lo  menor en lugar de lo mayor como resultado de la distorsión o del engaño. El arte de la valoración relativa o de la evaluación comparativa entra en la práctica de las virtudes del ámbito moral.
La naturaleza moral del hombre sería impotente sin el arte de la evaluación, del discernimiento englobado en su capacidad de estudiar los contenidos de las cosas. Del mismo modo, la elección moral sería inútil sin la percepción cósmica que produce la conciencia de los valores espirituales. Desde el punto de vista de la inteligencia, el hombre asciende al nivel de un ser moral porque está dotado de la cualidad del ser personal.
La moralidad nunca se puede promover ni por la ley ni por la fuerza. Es un asunto de libre elección personal que debe diseminarse mediante el contagio por contacto de las personas moralmente atrayentes con aquellas que reaccionan con menos moralidad, pero que también tienen en cierta medida el deseo de hacer la voluntad del Padre.
Las acciones morales constituyen aquellas actuaciones humanas que se caracterizan por la inteligencia más elevada, se dirigen mediante un discernimiento selectivo en la elección de los fines superiores al igual que en la elección de los medios morales para conseguir esos fines. Esta conducta obra en la virtud. La virtud suprema, por tanto, es elegir de todo corazón hacer la voluntad del Padre en los cielos. 

domingo, 5 de junio de 2011

ASCENSIÓN...

A pesar de que todas las criaturas tenemos que morir y regresar a la tierra, el espíritu del hombre noble se va para desplegarse en las alturas y ascender a la luz gloriosa del resplandor final tal como hizo Jesús.

miércoles, 1 de junio de 2011

VIGÉSIMO PRIMER PASO Y ÚLTIMO: AMAR A DIOS



Crecemos en nuestro conocimiento del Padre celestial y le amamos y adoramos. Él es la fuente de ese infinito amor que nos ha creado y nos sustenta.

La humanidad se agita como zarandeada por un mar picado. Parece que incluso se deleita en sus propias debilidades; la tierra parece gemir al ritmo de una imaginación exacerbada y perturbada; se abren grietas por las que podemos caer; hay unos ojos que nos acechan para robarnos lo poco que tenemos. Y cuando pensamos en el final de nuestra vida, nuestro cuerpo se estremece. Pero ahí está nuestro Padre celestial, que conoce nuestros nombres y nuestros caminos, dispuesto para llevarnos completos a su reino y para darnos la paz que tanto ansían nuestros corazones.

Ayúdanos a sumergir nuestros maltrechos remos en el océano de tu amor y desaparecer en tu infinitud para emerger, de nuevo, ya rehechos. Te amamos, Padre, y anhelamos tu amor cada vez más. Eres el principio y el fin; tú riges las idas y venidas de todas las cosas. Danos tu paz, Padre celestial, para que podamos sentirnos seguros mientras nos afanamos por hacer tu voluntad en este agitado mundo. Ayúdanos a seguirte tanto en los momentos de alegría como en el estruendo de la tormenta. Ayúdanos a darte las gracias tanto en los momentos de felicidad como de abatimiento. Depositamos en ti todos los deseos de nuestras almas; concede claridad a nuestras débiles y desordenadas mentes. ¡Ven en poder a los que buscamos tu espíritu! Que los cielos revelen tu poder soberano y que tu espíritu descienda para inspirar a aquellos que te buscan.

Con los ojos del espíritu percibimos la belleza en las cosas comunes como si buscáramos pepitas de oro en el lodo de un río. Vemos la excelencia de tu plan y la sabiduría de tu llamada. Tu paz descansa sobre nosotros. Estamos por fin aprendiendo a conocer tu voluntad. Las ataduras que tanto nos limitaban se deshacen con el sol que empieza a calentar temprano las laderas de las montañas. Ya no nos sentimos aprisionados por las cosas de este mundo, sino que nos sentimos libres para seguir el destino que tú has dispuesto para nosotros, y no nos es posible seguir ningún otro camino, amado Padre, tras haber descubierto, en el sendero que conduce hacia tu presencia, tu belleza y tu bondad.

Disfrutamos de las cosas más comunes de la vida sabiendo que fuiste tú quien le diste forma. Somos incluso capaces de ver inmensas praderas de paz y realización personal tras la enfermedad y la falta de armonía del mundo. Te vemos en las sombras, tras esa puerta que abrimos, y cabalgamos al viento de tu amor. Te seguiremos para siempre, cada vez más allá, más cerca de ti, hasta que el mal y el pecado se disipen en la nada. Tú consuelas nuestros corazones, compartes nuestras alegrías y luchas con nosotros en todas nuestras batallas. Tú eres el único Dios verdadero; tú nos conoces bien y nos mantienes a salvo.

Amar al creador es el principio mismo de la vida. Al amar a Dios llegamos a conocerle y a sentirnos como sus hijos e hijas. Adorar a nuestro Hacedor nos hace levantarnos sobre las adversidades de la tierra y llegar hasta las orillas del Paraíso, en pensamiento ahora, pero realmente después. Al adorar a Dios unimos nuestros corazones sedientos a la Fuente infinita de todas las cosas, y en esa comunión nos deleitamos.

Nuestro Padre es misericordioso y majestuoso, infinitamente sabio, poderoso y omnisapiente. Él nos observa tras las nubes y conoce el fin desde el principio. La vida que estamos ahora viendo no es sino un mero preludio, un atisbo de nuestra andadura eterna, donde las aparentes coincidencias se ven con luz diáfana, dando un propósito a nuestras vivencias. Es el propósito eterno que Dios ha establecido para nosotros en su plan divino antes de que el mundo tuviera su comienzo, en cuya realización nos deleitamos y nos encontramos a nosotros mismos.

Amamos a Dios no sólo por sus atributos, sino porque quiso crearnos y porque nos sostiene día a día. Él responde a nuestras oraciones, nos cuida en las dificultades de la vida, nos proporciona moradas en las que vivir tras nuestra estancia en la tierra. Dios nos da seguridad cuando la duda cruza por nuestros corazones humanos, haciendo que su caudal de amor nutra nuestros espíritus. Él nos da cobijo en el terror de la noche y nos alienta cuando desfallecemos. Él conoce nuestros caminos y nuestros nombres. Él es el Padre perfecto. Su plan divino nos provee en la necesidad de ahora y en la futura, porque en Él vivimos, nos movemos y somos.

El Señor de luz es una fuerza que se mueve, una llama divina que barre a todos los que se yerguen con orgullo ante Él, pero que reúne en su seno al manso y al humilde. Dormimos acunados en su amor e infundidos de su poder de lo alto seguimos adelante para seguir su misericordioso mandato. Su imagen inspira nuestras mentes porque nos hace ver un propósito tras nuestros afanes en la vida. Renacidos, de día vemos su imagen en cada flor, y por la noche descansamos en el conocimiento de su afecto. Cuando todo lo demás en la tierra falla, seguimos sus pasos a través de las dunas inexploradas del desierto. Su casa está cerca, y tenemos la llave. El nombre del Eterno está escrito en nuestros corazones y está atento a nuestro pensamiento para salvarnos con su poder.

Ayúdanos a oír tus palabras y a seguir tu espíritu, Padre nuestro. Muéstranos los misterios de la vida para ser capaces de concebir todo tu profundo amor. Danos más de ti mismo y guíanos cuando estemos en la oscuridad del camino. Te adoramos cruzando las murallas del tiempo y el espacio, y en tu presencia gozamos de un poco de Paraíso estando en la tierra. Te alabamos por salvarnos de todo lo que hemos dejado atrás. Eres la fuente de la vida y de la sonrisa, de todo lo bueno, lo bello, lo verdadero, y te serviremos hasta el fin, y más allá.

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--Bien, Maestro, verdad has dicho, que uno es Dios y no hay otro fuera de él; 33 y amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios. (Mc 12, 32-33)

Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él. (1 Jn 3,1)