sábado, 8 de octubre de 2011

NUESTRO ACERCAMIENTO A DIOS

          La incapacidad de la criatura finita para acercarse al Padre infinito es consustancial, no a una actitud distante del Padre, sino a la finitud y a las limitaciones materiales de los seres creados.  Resulta inconcebible que haya una diferencia espiritual tan inmensa entre la Persona más elevada que existe en el universo y los órdenes más modestos de inteligencias creadas. Si nos fuera posible transportarnos al instante hasta la presencia misma del Padre, no nos daríamos cuenta de que estábamos allí. Estaríamos tan ajenos a la presencia del Padre Universal como lo estamos donde nos encontramos ahora. El hombre mortal ha de recorrer un largo, largo camino antes de que pueda, de manera consecuente y dentro de lo posible, conseguir el privilegio de poder estar ante la presencia del Padre Universal del Paraíso.

         Nuestro Padre no está oculto ni se encuentra recluido de forma arbitraria. Él ha puesto en ejecución los medios disponibles a su sabiduría divina en un interminable esfuerzo por revelarse a sus hijos. Hay una grandeza infinita y una generosidad inexpresable relacionadas con la majestuosidad de su amor que le hace anhelar la vinculación con todos los seres creados capaces de comprenderle, amarle o acercarse a él; y son, por tanto, nuestras propias limitaciones, inseparables de nuestro ser personal finito y de nuestra existencia material las que determinan el momento y el lugar y las circunstancias en que podremos lograr el objetivo final: encontrarnos en la presencia del Padre, en el centro de todas las cosas.

Aunque para acercarnos a la presencia del Padre en el Paraíso tenemos que esperar a alcanzar, en nuestro progreso espiritual, los más elevados niveles finitos, debe regocijarnos saber que tenemos siempre presente la posibilidad de comunión inmediata con el espíritu otorgado por el Padre, que tan íntimamente está vinculado con la interioridad de nuestra alma y con nuestro yo, con un yo en camino de su espiritualización.
 Como mortales, podemos diferir enormemente en cuanto a nuestras capacidades innatas y a nuestra dote intelectual, podemos disfrutar de entornos excepcionalmente favorables para avanzar socialmente y progresar moralmente, o bien podemos sufrir la carencia casi total de asistencia humana para cultivarnos y presumiblemente avanzar en las artes de la civilización; pero las posibilidades para progresar espiritualmente son iguales para todos; es posible alcanzar niveles crecientes de percepción espiritual y de significados cósmicos con independencia de cualquier diferencia sociomoral debida a los diversos ambientes materiales en los que nos desarrollamos.
Cualesquiera que sean las diferencias entre nosotros en cuanto a oportunidades y dotes intelectuales, sociales, económicas e incluso morales, no olvidemos que la dote espiritual es uniforme y única. Todos disfrutamos de la misma presencia divina del don procedente del Padre y todos tenemos igual privilegio para perseguir una comunión personal íntima con este espíritu interior de origen divino, del mismo modo que todos igualmente disponemos de la posibilidad de aceptar su dirección espiritual.
Si el hombre mortal está espiritualmente motivado y consagrado con todo su corazón a hacer la voluntad del Padre, entonces, puesto que está tan cierta y efectivamente dotado por el espíritu que habita en su interior, no puede dejar de materializarse en la vivencia de ese ser la conciencia sublime de conocer a Dios y la excelsa seguridad de sobrevivir con el propósito de encontrarle al hacerse progresivamente cada vez más semejante a él.
En el hombre mora espiritualmente una parte de Dios. Si la mente de este hombre está sincera y espiritualmente motivada, si su alma humana desea conocer a Dios y parecerse a él, si con franqueza desea hacer la voluntad del Padre, no existirá nada que impida que dicha alma, así motivada de forma divina, ascienda con seguridad hasta las puertas del Paraíso.
 El Padre desea que todas sus criaturas estén en comunión personal con él. Él tiene un lugar en el Paraíso para recibir a todos aquellos que lo busquen desde el corazón. Debemos, por tanto, fijar en nuestra  filosofía de una vez y para siempre lo siguiente: Dios es accesible, el Padre es alcanzable, el camino está abierto; las fuerzas del amor divino y los caminos y medios bajo la dirección divina están implicados en un esfuerzo conjunto para facilitar el avance a cualquier ser digno hasta la presencia del Padre Universal en el Paraíso.
Mientras conserve su facultad de elegir, el hombre mortal puede acercarse a Dios o bien puede, repetidas veces, no aceptar la voluntad divina. La suerte final del hombre no acontece hasta que éste haya perdido la facultad de elegir la voluntad del Padre. Jamás se cierra el corazón del Padre a la necesidad y solicitud de sus hijos. Sólo  aquellos que cierran su corazón para siempre al poder de atracción del Padre son los que, finalmente y para siempre, pierden el deseo de hacer su divina voluntad: conocerle y semejarse a él. Asimismo, el hombre se asegura su eterno destino cuando ha hecho la elección final e irrevocable de vivir la voluntad del Padre.
Dios, en su grandeza, hace contacto directo con la mente del hombre mortal y le da una parte de su infinito, eterno e incomprensible ser para que viva y more dentro de él. Dios se ha embarcado con el hombre en la aventura eterna. Si nos rendimos a las fuerzas espirituales que están en nosotros y a nuestro alrededor, alcanzaremos, sin temor al fracaso, el elevado destino establecido por un Dios amoroso: estar en su Presencia.

¿PARA QUÉ VINO JESÚS?

El Maestro vino para crear un nuevo espíritu en el hombre, una nueva voluntad,  — para conferirle una capacidad nueva para conocer la verdad, vivenciar la compasión y elegir la bondad — la voluntad de estar en armonía con la voluntad de Dios, unida al impulso eterno de hacerse perfecto como el Padre que está en los cielos es perfecto.