sábado, 17 de marzo de 2012

LA CERTEZA DE LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL

El hecho de que el Padre Universal exista por si mismo conlleva también el hecho de que no necesita explicación. El Padre además vive en nosotros, pero no podemos estar seguros de Dios a menos que lo conozcamos. La única vivencia que asegura su paternidad es sentirnos hijos suyos. Vivimos en un universo cambiante y, por lo tanto, no puede ser una creación final ni absoluta. El universo es finito y por tanto no es equivalente a Dios; uno es la causa y el otro el efecto. La causa es absoluta, infinita, eterna e invariable; el efecto es espacio-temporal y trascendental, pero siempre cambiante, siempre en crecimiento.

En el universo Dios es el único hecho que se causa a sí mismo. Él es el secreto del orden, del plan y del propósito de toda la creación de seres y cosas. Nuestro cambiante universo está a su vez regulado y estabilizado por unas leyes absolutamente invariables, reflejos de un Dios invariable. El hecho de Dios, la ley divina, no cambia; la verdad de Dios, su relación con el universo, es una revelación relativa que siempre se adapta a un universo en constante evolución.

Intentar inventar una religión sin Dios es como cosechar frutos sin árboles o tener hijos sin padres. No puede haber efectos sin causas; sólo el YO SOY carece de causa. El hecho de la experiencia religiosa implica un Dios, y este Dios de la experiencia personal debe ser una persona, un ser personal. No podemos orar a una fórmula química, suplicar a una ecuación matemática, adorar a una hipótesis, confiar en un postulado, comulgar con un proceso, servir a una abstracción o mantener una amistad con una ley.

Es verdad que muchas características aparentemente religiosas pueden tener su origen en raíces no religiosas. Un hombre puede, por ejemplo, negar a Dios intelectualmente y, sin embargo, ser moralmente bueno, leal, filial, honrado e incluso idealista. El hombre puede injertar rasgos puramente humanistas a su naturaleza espiritual, y querer demostrar que puede haber religión sin Dios, pero una experiencia así carece de valores de supervivencia, de conocimiento de Dios y de camino de ascenso a Dios. En una experiencia humana de este tipo sólo se producen frutos sociales, no espirituales. El injerto determina la naturaleza del fruto, a pesar de que el alimento vivo se extraiga de las raíces de nuestra dote divina originaria tanto mental como espiritual.

La marca distintiva intelectual de la religión es la certeza; su característica filosófica es la coherencia; sus frutos sociales son el amor y el servicio. La persona que conoce a Dios no es alguien que no vea las dificultades o que no piense en los obstáculos que se alzan en el camino para encontrar a Dios en el laberinto de las supersticiones, de las tradiciones y de las tendencias materialistas de los tiempos modernos. Ha hallado todos estos impedimentos, pero ha triunfado sobre ellos, los ha superado mediante la fe viva, y ha logrado llegar a las tierras elevadas de la experiencia espiritual. Pero es cierto que hay muchas personas que, aunque interiormente están seguras de Dios, temen afirmar estos sentimientos de certeza debido a la cantidad y la habilidad de aquellos que acumulan objeciones y exageran las dificultades del hecho de creer en Dios. No se necesita una gran profundidad intelectual para encontrar errores, hacer preguntas o poner objeciones, pero sí hace falta una mente brillante para dar respuesta a esas cuestiones y resolver esas dificultades; la certeza de la fe es el mejor método para tratar todas esas opiniones superficiales.

Si la ciencia, la filosofía o la sociología se atreven a volverse dogmáticas en su enfrentamiento con los profetas de la verdadera religión, entonces los hombres que conocen a Dios deberían replicar a ese dogmatismo injustificado con el dogmatismo más clarividente de la certeza de la experiencia espiritual personal: “Sé lo que he experimentado porque soy un hijo del YO SOY”. Si la experiencia personal de una persona que tiene fe se pone en duda por un dogma, entonces ese hijo que ha vivenciado al Padre y que ha nacido de la fe, puede contestar con este dogma indiscutible: la declaración de su filiación real con el Padre Universal.

Sólo una realidad indefinible y absoluta puede ser coherentemente dogmática. Y esto no sucede con los que pretenden ser dogmáticos. No tienen en cuenta la verdad universal ni el amor infinito; les falta coherencia. 

Si se pone en duda la certitud de la fe porque no se puede demostrar, entonces aquel que experimenta el espíritu puede recurrir también a poner en tela de juicio los retos dogmáticos de los hechos de la ciencia y de las creencias de la filosofía razonando de que estos hechos tampoco están demostrados, ya que se trata igualmente de vivencias que tienen lugar en la conciencia del científico o del filósofo.

Dios es la más ineludible de todas las presencias, el más real de todos los hechos, la más viva de todas las verdades, el más afectuoso de todos los amigos y el más divino de todos los valores; de Dios tenemos derecho a estar más seguros que de cualquier otra experiencia universal.

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