lunes, 23 de enero de 2012

DIOS ES ACCESIBLE...

Para todos y cada uno de nosotros, Dios es accesible, el Padre es alcanzable, el camino está abierto...

viernes, 13 de enero de 2012

LA PERCEPCIÓN DE LA CONCIENCIA HUMANA

Los seres humanos, en los que mora una fracción de Dios, poseemos una facultad innata para reconocer y comprender la realidad material, la realidad mental y la realidad espiritual. Como criaturas de voluntad estamos, por tanto, equipados para percibir la acción, la ley y el amor de Dios. Aparte de estas tres prerrogativas inalienables de la conciencia humana, toda experiencia humana es en realidad subjetiva excepto que la comprensión intuitiva de lo que es válido asegura la unificación de estas tres respuestas a la realidad del universo, resultantes del reconocimiento cósmico.
La persona que percibe a Dios es capaz de sentir el valor unificador de estas tres cualidades cósmicas en la evolución del alma que sobrevive: la empresa suprema del hombre en el tabernáculo físico en el que la mente moral colabora con el espíritu divino interior para cocrear al alma inmortal. Desde sus más tempranos comienzos el alma es real; tiene cualidades cósmicas de supervivencia.
Si el hombre mortal no logra sobrevivir a la muerte natural, los verdaderos valores espirituales de su experiencia humana tendrían que sobrevivir como parte de la vivencia continuada del espíritu interior que lo habita. Estas cualidades persistentes del ser personal estarían privadas de identidad, pero no de los valores vivenciales que habrían acumulados durante su vida mortal en la carne. Parecería lógico asumir que nuestra identidad sobreviviría al  sobrevivir el alma.
La conciencia que tiene el ser humano de sí mismo conlleva el reconocimiento de la realidad de los yo distintos del yo consciente y conlleva con posterioridad una mutua conciencia de sí mismos; que el yo sea conocido tal como él conoce (1). Esto se ilustra en una forma puramente humana en la vida social del hombre. Pero se puede estar tan absolutamente seguro de la realidad de otro ser como se puede estar de la realidad de la presencia de Dios que vive dentro de nosotros (2). La conciencia social no es inalienable como la conciencia de Dios; es un desarrollo cultural y depende del conocimiento, de los símbolos y de las contribuciones y de las dotes constitutivas del hombre: la ciencia, la moralidad y la religión. Esos dones cósmicos, socializados, constituyen la civilización.
Las civilizaciones no son estables, porque no son cósmicas; no son innatas a los seres de una raza. Deben nutrirse con la contribución combinada de los factores constitutivos del hombre: la ciencia, la moralidad y la religión. Las civilizaciones aparecen y desaparecen, pero la ciencia, la moralidad y la religión siempre sobreviven a la destrucción.
Jesús no sólo reveló Dios al hombre (3), sino que también hizo una nueva revelación del hombre para sí mismo y para los otros hombres. En la vida de Jesús nosotros vemos lo mejor del hombre. El hombre se vuelve así tan hermosamente real por lo mucho que había de Dios en la vida de Jesús, y la cognición (reconocimiento) de Dios es inalienable y constitutiva de todos los hombres.
Aparte del instinto paterno, la falta de egoísmo no es totalmente natural; no se ama a las demás personas de forma natural ni se les sirve socialmente. Se requiere la luz de la razón, la moralidad y el impulso de la religión, esto es el conocimiento de Dios, para generar un orden social altruista y sin egoísmo. La conciencia del propio ser personal del hombre, la conciencia de sí mismo, depende también de forma directa del mismo hecho de la conciencia innata de los otros, esta facultad innata para reconocer y captar la realidad de otros seres personales, desde el ámbito humano hasta el divino.
Una conciencia social sin egoísmos debe ser, en el fondo, una conciencia religiosa, si ha de ser objetiva; si no lo es, es una abstracción filosófica meramente subjetiva y por tanto carente de amor. Sólo un ser que conoce a Dios puede amar a otra persona como se ama a sí mismo.
La conciencia de sí mismo es en esencia una conciencia comunal: Dios y el hombre, Padre e hijo, Creador y criatura. En la conciencia que tiene el ser humano de sí mismo existen cuatro formas de cognición de la realidad del universo que laten de forma inherente:
1. La búsqueda del conocimiento, la lógica de la ciencia
2. La búsqueda de los valores morales, el sentido del deber
3. La búsqueda de los valores espirituales, la vivencia religiosa
4. La búsqueda de los valores del ser personal, la facultad de reconocer la realidad de Dios como ser personal y de comprender al mismo tiempo nuestra relación fraternal con los demás seres personales
Llegamos a tener conciencia del hombre como nuestro hermano creatural porque ya tenemos conciencia de Dios como nuestro Padre Creador. La paternidad es la relación que nos lleva racionalmente al reconocimiento de la hermandad. La paternidad se vuelve, o puede volverse, una realidad universal para todas las criaturas morales porque el Padre mismo nos ha otorgado el ser personal y nos atrae hacia él porque él es un ser personal y la fuente de todo lo personal. Adoramos a Dios, primero, porque él es, luego, porque él está en nosotros y, por último, porque nosotros estamos en él.
¿Es acaso extraño que la mente cósmica dotada por Dios al ser humano reconozca tener conciencia de su propia fuente, de la mente infinita del Espíritu Infinito y, al mismo tiempo, tenga conciencia de la realidad física del inmenso universo, de la realidad espiritual del Hijo Eterno y de la realidad de la persona del Padre Universal?

(1) 1 Co 13,12.

(2) Job 32,8,18; Is 63,11; Ez 37,14; Mat 10,20; Lc 17,21; Jn 17,21,23; 1 Co 3,16,17; 6,19; 2 Co 6,16; Ro 8,9,11; 1 Jn 3,24; 4,12,15; Gál 2,20; Ap. 21,3. 

(3) Mt 6,1,4,6; 11,25-27; Mc 11,25-26; Lc 6,35-36; 10,22; Jn 1,18; 3,31-34; 4,21-24; 6,45-46; 10,36-38; 14,6-11,20; 15,15; 16,25; 17,8,25-26.


jueves, 5 de enero de 2012

EPIFANÍA DEL SEÑOR


Dios ha manifestado su salvación en todo el mundo.

La misericordiosa providencia de Dios, que ya había decidido venir en los últimos tiempos en ayuda del mundo que perecía, determinó de antemano la salvación de todos los pueblos en Cristo.

De estos pueblos se trataba en la descendencia innumerable que fue en otro tiempo prometida al santo patriarca Abrahán, descendencia que no sería engendrada por una semilla de carne, sino por la fecundidad de la fe, descendencia comparada a la multitud de las estrellas, para quien de este modo el padre de todas las naciones esperara una posteridad no terrestre, sino celeste.

Así pues, que todos los pueblos vengan a incorporarse a la familia de los patriarcas, y que los hijos de la promesa reciban la bendición de la descendencia de Abrahán, a la cual renuncian los hijos según la carne. Que todas las naciones, en la persona de los tres Magos, adoren al Autor del universo, y que Dios sea conocido, no ya sólo en Judea, sino también en el mundo entero, para que por doquier sea grande su nombre en Israel.

Instruidos en estos misterios de la gracia divina, queridos míos, celebremos con gozo espiritual el día que es de nuestras primicias y aquél en que comenzó la salvación de los paganos. Demos gracias al Dios misericordioso quien, según palabras del Apóstol, nos ha hecho capaz de compartir la herencia del pueblo santo en la luz; él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido. Porque, como profetizó Isaías, el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra de sombras, y una luz les brilló. También a propósito de ellos dice el propio Isaías al Señor: Naciones que no te conocían te invocarán, un pueblo que no te conocía correrá hacia ti.

Abrahán vio este día, y se llenó de alegría, cuando supo que sus hijos según la fe serían benditos en su descendencia, a saber, en Cristo, y él se vio a sí mismo, por su fe, como futuro padre de todos los pueblos, dando gloria a Dios, al persuadirse de que Dios es capaz de hacer lo que promete.

También David anunciaba este día en los salmos cuando decía: Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre; y también: El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia.

Esto se ha realizado, lo sabemos, en el hecho de que tres magos, llamados de su lejano país, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del cielo y de la tierra. La docilidad de los magos a esta estrella nos indica el modo de nuestra obediencia, para que, en la medida de nuestras posibilidades, seamos servidores de esa gracia que llama a todos los hombres a Cristo.

Animados por este celo, debéis aplicaros, queridos míos, a seros útiles los unos a los otros, a fin de que brilléis como hijos de la luz en el reino de Dios, al cual se llega gracias a la fe recta y a las buenas obras; por nuestro Señor Jesucristo que, con Dios Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.   (San León Magno, Sermón 3)