La religión no
es un modo de conseguir una paz mental estática y feliz; es un impulso
destinado a llevar al alma a realizar un servicio dinámico. Es una llamada a la
totalidad del yo para servir y amar con lealtad a Dios y a nuestros semejantes.
La religión nos lleva a utilizar todos y cada uno de nuestros valores para
conseguir la meta suprema: la recompensa eterna. La lealtad religiosa hace que
nuestra consagración sea completa al mismo tiempo que magnífica y sublime. Y esa
lealtad adquiere un nivel social valioso al mismo tiempo que nos hace crecer espiritualmente.
Para una persona
religiosa, la palabra Dios es un símbolo que significa el acercamiento a la
realidad suprema y el reconocimiento del valor divino. Lo que nos agrada o
desagrada no determinan el bien ni el mal; los valores morales no tienen su
origen en la satisfacción de nuestros deseos ni en nuestras frustraciones.
Cuando meditemos
sobre los valores, debemos distinguir entre lo que es un valor
y lo que tiene un valor. Debemos percibir la relación que
existe entre acciones gratificantes en el ámbito religioso y su integración
significativa y creciente en los niveles
más elevados de la experiencia humana.
Nuestra
experiencia añade significado al valor; es la conciencia que nos lleva a
apreciar los valores. Un yo egoísta llevado por la mera gratificación personal puede
llevar a una verdadera desvalorización de los significados; es un disfrute sin
sentido que linda con el mal relativo. Los valores son vivenciales cuando las
realidades son significativas y cuando nuestra mente los reconoce y aprecia
como tal.
Los valores
nunca pueden ser estáticos; la realidad significa cambio, crecimiento. Un cambio
sin crecimiento, sin expansión de los significados y sin exaltación de los
valores, no tiene ninguna validez: es un mal potencial. Cuanto mejor se adapten
nuestros significados a niveles cósmicos más significado poseerán nuestras experiencias.
Los valores no son ilusiones conceptuales; son reales, pero siempre dependen
del hecho de nuestra propia relación con ellos. Los valores son siempre tanto
actuales como potenciales: no representan lo que era, sino lo que es y lo que
será.
La asociación
de los valores actuales con los potenciales lleva al crecimiento, a la
realización vivencial de los valores. Pero el crecimiento no es simplemente
progresar. El progreso siempre es significativo, pero no tiene prácticamente ningún
valor en ausencia de crecimiento. El valor supremo de la vida humana consiste
en el crecimiento de los valores, en el progreso en los significados y en la
realización de la correlación entre estos dos tipos de experiencia. Una experiencia así equivale a
tener conciencia de Dios. Un ser humano así, aunque no es sobrenatural está en
el camino de lograrlo: su alma inmortal
está evolucionando.
El hombre no
puede causar el crecimiento, pero puede aportar las condiciones favorables. El
crecimiento siempre es inconsciente, ya sea físico, intelectual o espiritual.
El amor no se puede comprar ni crear; debe crecer. La evolución es el mecanismo
universal que nos hace crecer. Ni el
crecimiento social ni el moral se puede conseguir mediante una legislación. El
hombre puede fabricar una máquina, pero su valor real debe provenir de la
cultura humana y de su apreciación personal. La única contribución que el
hombre puede hacer al crecimiento es movilizar todas las capacidades de su ser
personal: su fe viva.