El bien y el mal son simplemente unos términos que simbolizan los niveles
relativos de comprensión humana del universo observable. Si eres éticamente perezoso
y socialmente indiferente, puedes tener como modelo del bien las costumbres
sociales ordinarias. Si eres espiritualmente indolente y moralmente estático,
puedes tener como modelo del bien las prácticas y tradiciones religiosas de tus
contemporáneos. Pero el alma, que sobrevive al tiempo y emerge en la eternidad,
debe efectuar una elección viva y personal entre el bien y el mal, tal como estos
se determinan por los verdaderos valores de las normas espirituales
establecidas por el espíritu divino que el Padre, que está en los cielos, ha
enviado a residir en el corazón del hombre. Este espíritu interior es la guía de
la supervivencia de nuestro ser personal.
La bondad, lo mismo que la verdad, siempre es relativa y contrasta
infaliblemente con el mal. La percepción de estas cualidades de bondad y de verdad
es lo que permite a las almas evolutivas de hombres y mujeres efectuar esas
decisiones personales que son esenciales para la supervivencia eterna.
La persona espiritualmente ciega que sigue la lógica de los dictados de la
ciencia, las costumbres sociales y los dogmas religiosos se encuentra en el
grave peligro de sacrificar su independencia moral y de perder su libertad
espiritual. Un alma así está destinada a convertirse en un papagayo
intelectual, en un autómata social y en un esclavo de la autoridad religiosa.
La bondad siempre está creciendo hacia nuevos niveles de mayor libertad
para la autorrealización moral y para alcanzar el ser personal espiritual — el
descubrimiento del espíritu interior y nuestra identificación con él—. Una
experiencia es buena cuando eleva la apreciación de la belleza, aumenta la
voluntad moral, realza el discernimiento de la verdad, engrandece la capacidad
para amar y servir a nuestros semejantes, exalta los ideales espirituales y
unifica los supremos motivos humanos del tiempo con los planes eternos de este
espíritu interior. Todo esto conduce directamente a un mayor deseo de hacer la
voluntad del Padre, fomentando así el anhelo divino de encontrar a Dios y de
parecerse más a él.
A medida que ascendemos en la escala universal de desarrollo de las
criaturas, encontraremos una bondad creciente y una disminución del mal, en
perfecta conformidad con nuestra capacidad para experimentar la bondad y
discernir la verdad. La capacidad de mantener el error o de experimentar el mal
no se perderá por completo hasta que el alma humana ascendente alcance sus niveles
espirituales finales.
La bondad es viva, relativa, siempre en progreso; es invariablemente una
experiencia personal y está por siempre correlacionada con el discernimiento de
la verdad y de la belleza. La bondad se encuentra en el reconocimiento de los
valores positivos de la verdad espiritual, que deben contrastar, en la
experiencia humana, con su contrapartida negativa —las sombras del mal
potencial—.
Hasta que no alcancemos los niveles del Paraíso, la bondad siempre será más
una búsqueda que una posesión, más una meta que una experiencia lograda. Pero
cuando se tiene hambre y sed de rectitud, se experimenta una satisfacción
creciente cuando se alcanza parcialmente la bondad. La presencia del bien y del
mal en el mundo es, en sí misma, una prueba positiva de la existencia y de la
realidad de la voluntad moral del hombre, del ser personal, que identifica así
estos valores y también es capaz de escoger entre ellos.
Cada vez que nuestro ser personal se espiritualiza más, nuestra capacidad
para identificar nuestro yo con los verdaderos valores espirituales se ampliará
hasta conseguir la posesión perfecta de la luz de la vida. Un ser personal espiritual
así perfeccionado se unifica tan completa, divina y espiritualmente con las
cualidades supremas y positivas de la bondad, de la belleza y de la verdad, que
no queda ninguna posibilidad de que un espíritu así lleno de rectitud pueda
arrojar alguna sombra negativa de mal potencial cuando es expuesto a la
luminosidad penetrante de la luz divina de la Trinidad, de nuestros soberanos
infinitos. Cuando nuestra persona se espiritualiza, la bondad deja de ser
parcial, contrastante y comparativa; se vuelve divinamente completa y espiritualmente
plena; se acerca a la pureza y a la perfección del Ser Supremo.
La posibilidad del mal es necesaria para la elección moral, pero no
así su realidad. Una sombra solo tiene una realidad relativa. El mal real no es
necesario como experiencia personal. El mal potencial puede actuar como
estímulo para tomar decisiones en el ámbito del progreso moral, en los niveles
inferiores del desarrollo espiritual. El mal solo se vuelve una realidad de la
experiencia personal cuando la mente moral lo escoge de forma deliberada.
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