miércoles, 23 de diciembre de 2009

TIEMPO DE NAVIDAD


En su evangelio, Lucas nos lleva a una pequeña ciudad del imperio romano. Allí nace la luz del mundo, la luz para el mundo. Y escuchamos la voz del ángel a los pastores que guardaban el rebaño:

“No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.

En estas palabras se resume todo el espíritu genuino de la Navidad: Allí está, un tierno niño, nuestro Salvador, acostado en un pobre pesebre. Dios ha venido a habitar entre nosotros. Es un pequeño débil que llora como los demás niños. Pero hay algo diferente: ese niño es el Creador del cielo y de la tierra. Él nos libra de todo mal y nos da paz y felicidad: Sí, ese niño es “una gran alegría, que lo será para todo el pueblo”, como dice el ángel.

Es una profunda alegría porque ese niño ha venido a amarnos a todos por igual, y muy especialmente a los más débiles, a los más pobres y desvalidos. Pero Jesús ha llegado y está aquí para no abandonarnos nunca. Por ello tenemos que acogerlo en nuestro corazón para siempre, debemos ser ese alberge de amor que no le quisieron dar en Belén a José y Maria. Lucas lo dice “No tenían sitio en el albergue.”

Con su venida, el pequeño Jesús nos trajo la gracia salvadora, como nos dice el apóstol Pablo: “Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres”. Es una gracia que ilumina nuestros corazones. El profeta Isaías lo proclama así: “El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría... porque el yugo que les pesaba... has roto.”

Alejemos toda oscuridad y hagámonos luz blanca, luz alegre del portal, y sintamos en nuestro pecho al pequeño que ha venido para quedarse en nuestros corazones.

Deja,
Jesús de Nazaret,
que tu presencia,
—amorosa, tierna, transparente—
se efunda de nuevo
sobre estas tierras
sobre estos mares.

Más de dos mil años sin ti,
dos mil años de recuerdos,
de ausencias compartidas,
dos mil olas,
dos mil velas,
sobre la Tierra,
esperando tu brisa,
tu fe viva.
(+Claudio)

Pidamos durante estos días de Navidad que Jesús se haga presencia real en nuestra experiencia personal y nos sepamos enfrentar ante las tribulaciones y problemas que nos surgen cotidianamente con suprema tranquilidad, con su fe triunfante y con la inmensa emoción del niño que sabe que el Padre está en el y con él. Que nuestra fe no sea un simple consuelo sino el reflejo de nuestra tierna e indiscutible confianza en Él.

Monjes Urbanitas

domingo, 20 de diciembre de 2009

LA IGLESIA DE LA THEOSIS

La Iglesia Ortodoxa es una iglesia bíblica, apostólica y patrística, que se rige por la Tradición, la experiencia no escrita de muchos hombres que trataron de vivir en Dios. Su base doctrinal y dogmática está en los siete primeros concilios ecuménicos y en el credo niceno-constantinopolitano.

Sin embargo, desgraciadamente, la Iglesia Ortodoxa está herida por divisiones y subdivisiones, por rencillas, por luchas nada cristianas por una canonicidad cristalizada por el poder jerárquico. Nos olvidamos de que la Iglesia Ortodoxa es también la IGLESIA DE LA THEOSIS, de la unión de todo hombre y mujer, sin condición alguna, con las energías divinas de Dios en nosotros: es la iglesia de la DEIFICACIÓN, de la visión de la luz del monte Tabor. Cristo se hizo hombre para que nosotros nos hiciéramos dioses, siguiendo la voluntad del Padre tal como él lo hizo. A través de él, el Espíritu de Dios vive en nosotros.

La Iglesia Ortodoxa ha de acercarse de nuevo a los valores de la theosis, como lo hicieron muchos de sus Padres y monjes, y ser capaz de vivir la Religión del Espíritu, la religión DE Jesús, de su vivencia del Padre, no la religión SOBRE Jesús. Con toda su buena voluntad, los primeros cristianos centraron sus doctrinas en la persona de Jesús (nacimiento, milagros, pasión, resurrección), por supuesto de importancia capital, pero lo hicieron en un cierto olvido de sus enseñanzas, de su mensaje de salvación:

¿No crees que yo soy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre, que vive en mí, él hace las obras. (Juan 14,10)

“Pero no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.” (Juan 17, 20)

“pues no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros.” (Mateo 10, 20)

"porque en él [Dios] vivimos, nos movemos y somos" (Hch 17,28).

El evangelio del Reino tiene sus raíces en la experiencia religiosa personal de Jesús de Galilea, en la religión del espíritu; es la religión de la vivencia de Dios tal como la vivió Jesús. Para ello hemos de creer en los valores eternos de la Verdad (Juan 8,32), la Bondad y la Belleza de Dios (Zac. 9, 17) y tenerlos como meta:

— Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Juan 8; 31-32)

"Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí.” (Jn 15,26)

“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oiga y os hará saber las cosas que habrán de venir.” Jn 16,13

"Este es Jesucristo, que vino mediante agua y sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.” 1 Jn 5,6

Porque ¡cuánta es su bondad y cuánta su hermosura! (Zac. 9, 17)

Y la divina misericordia de Dios, encarnada en Jesucristo, es una consecuencia de su bondad y su amor hacia nosotros:

Jehová pasó por delante de él y exclamó: --¡Jehová! ¡Jehová! Dios fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia y verdad, (Ex 34,6)

La Verdad, la Belleza y la Bondad, con mayúsculas, son la clave de una mutua comprensión, de una mayor unión, a medida que nos hacemos a la imagen de Dios, a medida que alcanzamos la deificación, gracias a nuestro Señor Jesucristo y por medio del espíritu de Dios.

(+Claudio)

THEOSIS, ¿FUSIÓN DEL SER HUMANO CON DIOS?

De acuerdo con la ortodoxia oriental y los Padres de la Iglesia, existen dos ideas principales que definen el complejo concepto de la theosis o la deificación en términos de la salvación del hombre/mujer: por un lado, que Dios, en un acto de su infinito amor inmutable, sale de sí mismo y se otorga al ser humano, habita en éste, y trata de unirse con él, y, por otro, que al ser humano se le da el mandato de ser la perfecta imagen del Padre, literalmente, ser Dios.

La deificación, la restauración del ser humano como verdadero hijo de Dios, se produce por medio de la gracia de Dios o las energías no creadas a través de su Espíritu y en Cristo. En contraste con la Iglesia de Occidente, Dios no es sólo esencia, sino también energía. Si Dios fuera sólo esencia, el ser humano no podría unirse o comunicarse con Él. En el proceso de deificación, tanto nuestra alma —que reside en la mente de acuerdo a Macario el Grande (Homilía 15,20) y que es también morada del Espíritu interior— como nuestro cuerpo experimentan una transformación (Ireneo, Libro V, capítulo 6, 1). Es el ser humano completo el que se glorifica en Cristo a medida que adquiere la gracia del Espíritu Santo.

Para los Padres de la Iglesia, la encarnación de Jesús es la clave para la salvación y la deificación. El Logos de Dios, habiendo tomado un cuerpo humano, hace partícipe a la humanidad de la naturaleza divina. Palamas dice que en el proceso de deificación hay una unión hipostática de la naturaleza humana con el Logos encarnado de Dios.

Pero, ¿hay una transformación ontológica del alma y, por tanto, de toda la persona a medida que se deifica? ¿Existe una participación real del ser humano en la interrelación divina, una fusión real con el Espíritu, en el que el cuerpo se hace incorruptible incluso en la tierra y una glorificación o es simplemente un desarrollo moral, una comunicación de los atributos divinos para el perfeccionamiento de los seres humanos, una visión de Dios cuando la persona se aproxima al conocimiento de la Verdad?

Lo que sí parece ser cierto es que esta unión debe ser personal o pre-personal, no una unión impersonal. Las energías no creadas, vienen directamente de Dios y son de origen personal porque Él es una persona divina —así como Dios Hijo y Dios Espíritu— y fuente y centro de todo ser personal. Y es mediante estas energías increadas por las que el hombre/mujer es capaz de divinizarse y adquirir una alma/persona transformada en su unión con el Espíritu de Dios. Para Palamas la unión entre el ser humano y las energías divinas es enhypostatic, es decir, personal: no puede existir nada fuera de la hipóstasis divina.

Uno se pregunta si el Espíritu de Dios, la Presencia Divina, como Florovski la llama, que mora en el ser humano es el Dios Espíritu (también llamado Espíritu Santo y Tercera Persona de la Trinidad Infinita). La mayoría de los Padres de la Iglesia deben de haber tenido dificultades para contemplar la unión del alma con esta Tercera Persona, ya que esta Persona Divina es absoluta y de similar esencia a la del Padre. Una unión con este Ser infinito estaría cerca del panteísmo, y el ser humano perdería su identidad personal e individual.

Quizás el gran problema de los Padres fuera considerar a este espíritu pre-personal de Dios como la Tercera Persona de la Trinidad en lugar de una parte de Dios, aun no personal. Siendo así todo hombre o mujer puede formar parte de la vía de la energía personal (energías increadas) que provienen del Padre y van a Él por la acción del espíritu de Dios, que mora en el ser humano. Esta parte se personalizaría a medida que el alma se deifica y se fusiona con ellas, convirtiéndose así en un nuevo ser transformado sin perder su identidad personal, ni ser absorbido en la esencia de Dios. La Biblia menciona muchas veces al Espíritu de Dios, sin hacer referencia a la Tercera Persona de la Trinidad, que es un desarrollo teológico posterior. Este Espíritu, según san Pablo, es el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos (Romanos 8,11).

¿Pero cuándo comienza y termina este proceso de transformación? ¿Cuándo comienza la parte pre-personal de Dios a ser personal y a fusionarse con el ser humano? Creo que la deificación es un proceso continuo eterno que puede empezar en este mundo y, muy excepcionalmente, se puede acelerar también en este mundo, como en el caso de Jesús o Juan el Bautista, que según Palamas no habrían muerto si no hubiera sido a causa del martirio (Homilía 40).

En este sentido, el Hieromonje Damasceno dice que "La transformación espiritual, la eterna unión con Dios —la deificación o la theosis— es el propósito final de nuestra vida”. “Pero la deificación —continúa diciendo— no es una condición estática: se trata de un crecimiento que nunca termina, un proceso, una ascenso hacia Dios. Nosotros no alcanzamos el final en esta vida, ni siquiera en la vida futura ("El Camino de Transformación Espiritual ").

Damasceno también cita las palabras de San Simeón el Nuevo Teólogo, de quien se cree que logró lo que podría llamarse el mayor grado posible de unión con Dios en esta vida: "A lo largo de los siglos nuestro progreso espiritual será interminable, porque el cese de este crecimiento hacia el final sin final sería nada más que un aferrarse a lo inalcanzable". Así, nuestra unión con Dios es una transformación continua en la semejanza de El, que es la semejanza de Cristo. También debemos recordar a Enoc y a Elias, cuya dedicación a Dios hizo que no conociesen la muerte física, como dicen las Escrituras y la tradición ortodoxa lo confirma:

Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuera traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios. (Hebreos 11,5)

Aconteció que mientras ellos iban caminando y hablando, un carro de fuego, con caballos de fuego, los apartó a los dos, y Elías subió al cielo en un torbellino. (II Reyes 2, 11)

Es plausible pensar que ambos profetas podrían haber alcanzado la deificación en la tierra. Por otra parte, podemos ver que el fuego mencionado en el Libro de los Reyes sobre Elías se refleja en el trabajo de Simeón, en el que compara nuestra alma con una lámpara encendida por el fuego divino: "Dios es fuego y se llama así en las inspiradas Escrituras. El alma de cada uno de nosotros es una lámpara; ahora bien, una lámpara estaría en total oscuridad aunque estuviese llena de aceite, llevase tea o cualquier otra materia combustible hasta que no recibiese fuego para encenderse.” (Discursos éticos, 339).

Quizás sea la luz la imagen que debamos retener en nuestros todavía ojos terrenales para poder comprender este misterio de la gracia de Dios que se nos otorga y de nuestra eterna deificación y ascensión hacia el Padre. Simeón, este gran maestro de la experiencia humana de la theosis, describe esta luz mística como sigue:

Mediante la gracia he recibido la gracia, por hacer el bien he recibido su bondad, mediante el fuego se me ha correspondido con fuego, mediante la llama con la llama. Al ascender se me concedió ascender todavía más, al final del ascenso se me dio la luz y mediante la luz una luz aún más clara. En medio de ella un sol brillaba intensamente y de él surgió un brillante rayo que llenó todas las cosas. El objeto de mi pensamiento se mantuvo más allá de la comprensión, y en este estado permanecí mientras que lloraba dulcemente y me maravillaba de lo inefable. (Discursos éticos, 205)

Simeón también dice que “el ser humano que es interiormente iluminado por la luz del Espíritu Santo no puede soportar la visión de él, sino que cae de bruces en el suelo y grita con mucho miedo y asombro, porque ha visto y vivido algo que está más allá de la naturaleza, del pensamiento o de todo concepto”. ¿Cómo podemos experimentar algo más allá de la naturaleza y no ser totalmente transformados por ella? El santo starets (o guía espiritual) de Rusia del siglo XVIII, San Serafín de Sarov, también se refiere a esta luz: "La gracia del Espíritu Santo es la luz que ilumina al hombre. Las Sagradas Escrituras hablan de ella.” (“Conversación con Nicolás Motovilov”). También oímos al santo decir:

Entonces el padre Serafín me tomó muy firmemente por los hombros y me dijo: “Hijo mío, ambos estamos en este momento en el Espíritu de Dios. ¿Por qué no me miras?” “No puedo mirar, Padre,” le respondí, “porque sus ojos centellean como un rayo. Su cara se ha vuelto más brillante que el sol y me dañan los ojos el mirarle.” “No tengas miedo”, me dijo. “En este momento, tú mismo has llegado a ser tan brillante como yo. Tú mismo te encuentras ahora en la plenitud del Espíritu de Dios, de lo contrario no serías capaz de verme como me estas viendo ahora mismo.” (“Conversación con Nicolás Motovilov”).

San Serafín también apunta a una salvación cósmica de la humanidad: "Aprende a ser pacífico y miles alrededor de ti encontrarán la salvación". Igualmente dice: "La oración, el ayuno, las obras de misericordia, todo esto es muy bueno, pero representa sólo el medio, no el final de la vida cristiana. El verdadero fin es la adquisición del Espíritu Santo". De hecho, el proceso de deificación, en el que el Espíritu de Dios mora en el alma del ser humano y misteriosamente se une con él, le conduce desde la oración continua al hesicasmo (un descanso consciente en Dios). Esto es lo que Isaac el Sirio, Obispo de Nínive, en el siglo VII, escribe:

Cuando el Espíritu establece su morada en el hombre, éste ya no puede dejar de orar, el Espíritu no cesa de orar en él. Si duerme o está despierto, la oración no se separa de su alma. Mientras come, mientras bebe, mientras que está en la cama o en el trabajo, mientras que se sumerge en el sueño, el perfume de la oración espontánea exhala de su alma. A partir de ese momento, no solo vive la oración en determinados periodos de tiempo sino en todo momento. (Tratados)

Una oración perfumada, incesante, fluye naturalmente de nuestra alma cuando ésta respira su unión con el espíritu de Dios, y rinde culto al Padre en el cielo. La deificación debe ser el objetivo de todos los seres humanos en un cosmos en espiritualización. En este proceso, me atrevo a decir, que el alma no espiritualizada sería como si nunca hubiera existido, no sería una realidad ya que la única realidad sería una espiritual, tal vez podría entrar en un estado panteísta.

Ángel Sánchez Escobar (+Claudio) y Francisco Ortiz Aguilera (+Esteban)

sábado, 19 de diciembre de 2009

BREVE SEMBLANZA DE LA VIDA DE SAN BASILIO


En el siglo IV, en la provincia de la Capadocia, en Asia Menor, surgieron tres grandes hombres, muy unidos entre sí tanto por lazos de sangre como de amistad, que lograron una obra de capital importancia para su tiempo y para toda la historia del cristianismo. Se trata de los tres grandes Padres de la Capadocia: Basilio el Grande, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, hermano menor de Basilio. Estos tres Padres se convirtieron en defensores de la teología de Nicea y contribuyeron a la formulación de la doctrina de la Trinidad. Huerta señala con razón que, dentro de la gran unidad espiritual, que existía entre ellos, hay diferencias profundas de carácter y personalidad. Mientras que Basilio fue fundamentalmente un hombre de acción y pastor de almas; Gregorio de Nacianzo, maestro de oratoria y poeta; y Gregorio de Nisa, pensador y místico.

Se han hecho cientos de semblanzas de San Basilio (329-379) tanto por la singularidad y fuerza de su carácter como por el gran atractivo de su personalidad. Sin embargo, la profundidad de dicha personalidad hace que cualquier semblanza que hagamos de ella puede parecer incompleta. Esto no desdice de la luz que cada cual puede aportar al conocimiento del genuino Basilio. Quasten (II) hace hincapié en el hecho de que de los tres Padres de la Capadocia, solamente se ha distinguido a uno con el sobrenombre de Grande: a Basilio. Para este investigador “justifican la concesión de este título sus extraordinarias cualidades como estadista y organizador eclesiástico, como exponente egregio de la doctrina cristiana y como un segundo Atanasio en la defensa de la ortodoxia, como Padre del monaquismo oriental y reformador de la liturgia” (224).

Este gran Padre griego, llamado “faro de piedad” y “luminaria de la Iglesia”, nació en torno al 329 en Cesarea, capital de Capadocia (la actual Kayseri, en Turquía). Para situar al santo en su contexto histórico-religioso, si tomamos como centro el año de su nacimiento, nos damos cuenta de que nació un año antes de que Atanasio fuese consagrado obispo de Alejandría, diez años antes de la muerte de Eusebio de Cesarea (340), obispo de Cesarea de Palestina, cuatro años después del Concilio de Nicea y un año mas tarde de que Constantino hiciera volver a Arrio de su exilio en Illia (328). Durante su vida, Basilio defendería la fe de Nicea en contra de los seguidores de Arrio, que murió en Constantinopla en el año 336, cuando Basilio era todavía un niño. Campenhausen se expresa así respecto a la Iglesia en la que crece Basilio:

La Iglesia en la que crece se ve a la sazón reconocida y favorecida por el Estado, y las distintas corrientes políticas, sociales y espirituales del “mundo” están en camino de adquirir derecho de ciudadanía. La Iglesia es uno de los factores más importantes en la vida pública. Sus obispos ocupan, por muchos motivos, situaciones brillantes, tienen prestigio, riqueza y disponen de las más amplias posibilidades de acción. Es una época en que hay propensión a pasar al cristianismo por inclinación cultural y hasta por observadores lúcidos, cristianos o paganos, con quejas o con burlas, condenan ese estado de cosas. Todavía no está resuelto el problema del fundamento religioso del Imperio, suscitado por la lucha arriana. (108)


Pero además del momento religioso en el que vivió, que se vería reflejado en muchos de los temas de sus cartas y en su reflexión personal, es indudable que el contexto familiar en el que nació y se crió modelaría su personalidad, su actitud ante la vida y sus valores. Su familia, que disfrutaba de una gran fortuna, tenía un gran arraigo cristiano y de santidad. A ella acudiría para defenderse de las acusaciones de heterodoxia. Los abuelos de Basilio habían sufrido la persecución de Diocleciano que tuvo lugar a comienzos del siglo IV, y durante siete años se habían tenido que refugiar en los bosques salvajes de Ponto, donde la familia tenía posesiones.

Su abuela se llamaba Macrina, que fue canonizada como santa. Su padre fue un hombre rico y un famoso profesor de retórica. Su madre, Emelia, conocida por su belleza, también sería canonizada. De los nueve hermanos que tenía —cuatro hermanos y cinco hermanas—tres varones y tres mujeres fueron santos. El hermano que no lo fue se hizo abogado y consiguió ser un eminente juez (“Monasticism in the East: Basil and Gregory”). De sus hermanas, conocemos a Santa Macrina la Joven, la mayor de los hermanos, que fundó el monasterio de Annesis, cerca del río Iris (en el Ponto), cerca de donde Basilio fundaría el suyo. Su madre se iría con ella al quedar viuda. De sus hermanos santos conocemos al Padre Capadocio, San Gregorio de Nisa, y a San Pedro de Sebaste, el menor de todos, que fue educado por su hermana Macrina. Su mejor amigo fue San Gregorio Nacianceno.

Basilio era todavía joven cuando su padre murió y la familia se mudó a las tierras de su abuela Macrina en Annesi en Ponto, a las orillas del río Iris. En su carta 204 (6), fechada en el año 375 y dirigida a los ciudadanos de Neocesarea, en Ponto, hace referencia a su abuela Macrina, con quien pasó largas temporadas y cuyo ejemplo no olvidaría:

Qué clara evidencia puede haber de mi fe que haber sido criado por una abuela, bendita mujer, nacida de entre vosotros. Quiero hablar de la famosísima Macrina, que nos enseñó las palabras del Santo Gregorio; las cuales en la memoria ha conservado hasta su día; las que ella misma apreciaba y de las que se servía para educar y formar en las doctrinas de la piedad al pequeño que yo era entonces.

Según se desprende, su abuela Macrina era discípula de San Gregorio Taumaturgo, también de Neocesarea, obispo de dicha ciudad y discípulo de Orígenes. San Gregorio había difundido el cristianismo en esta antigua región de la Capadocia, que había sido hitita y posteriormente persa. José María Blázquez Martínez comenta:

Esta región, en el momento de la vida de Basilio y de su amigo Gregorio, estaba ya totalmente helenizada y cristianizada. La calzada que unía Constantinopla, capital del Imperio romano oriental, y Antioquía, capital de la provincia romana de Siria, atravesaba la región Capadocia. Fue cristianizada a mediados del siglo III por obra de Gregorio el Taumaturgo, discípulo de Orígenes, y nacido en este país, en Neocesarea. (2)

Nos cuenta Campenhausen que “Basilio recibió una educación cristiana de a cuerdo con el espíritu de Nicea, aunque también fue instruido en las altas disciplinas características del espíritu” (110). Este investigador dice que “en lo más íntimo de su ser, Basilio era un asceta y un teólogo” (109). Y tiene razón, como se vislumbra en sus cartas; pero tras su ascetismo y su reflexión teológica hay también un hombre real, un hombre bueno, un hombre de acción, un hombre no ajeno a las tempestades ideológicas y vivenciales con las que tendría que lidiar.

Su padre deseaba que estudiara todo el ciclo de las ciencias clásicas y filosóficas. Y como su familia tenía una gran fortuna, con vastos dominios en tres provincias, incluida el Ponto, aquello no sería un problema. A la edad de quince años se le mandó a estudiar a Cesarea de Capadocia, entonces una “metrópolis de las letras”, y en la que llegó a admirar fervientemente al obispo local Dianius. Después fue a Constantinopla, en ese tiempo “distinguida por sus maestros de filosofía y retórica” (McSorley). En Constantinopla, Basilio fue alumno de Libanio de Antioquía, que se encontraba en aquella ciudad durante esos años. Basilio escribió muchas cartas a su amigo y antiguo profesor Libanio (Blázquez, 9-10). Éste en su carta 336, dirigida a Basilio, tras haberle mandado a él a un joven capadocio para seguir estudios, le dice: “Tú crees que te he olvidado. Yo tenía un gran respeto por ti en tu juventud.”

Basilio iría posteriormente a Atenas, donde pasó unos años de gran trascendencia para su vida. En esta ciudad, considerada todavía como la patria de la elocuencia, encontró a su mejor amigo, Gregorio de Nacianzo, hijo del obispo de la misma ciudad, y en realidad su primer biógrafo, y al que sería emperador Juliano. Gregorio y Basilio ya se habían conocido en Cesarea de Capadocia, donde entablaron una gran amistad que duraría, a pesar de diversos avatares, toda su vida. Blázquez Martínez alude a la importancia que tenía para ellos que sus familias les mandasen a estudiar a Atenas:

Fue importante para la formación cultural de ambos capadocios, el hecho de que sus familias respectivas los enviaran a ampliar estudios a Atenas, ciudad que en esos momentos era aún pagana, al igual que las enseñanzas que impartían sus escuelas. En Atenas ambos estudiantes cristianos se encontraron con Juliano, el futuro emperador, pariente a su vez del emperador Constancio. Gregorio Nacianceno había estado antes en Alejandría. La presencia de Basilio y de Gregorio Nacianceno en las escuelas de Atenas y de Alejandría para recibir la mejor educación indica que ambas familias tenían una economía holgada y eran posiblemente terratenientes y criadores de caballos, y que estaban interesados en proporcionar a sus hijos la mejor educación posible, en las escuelas más prestigiosas de Oriente, como la de Libanio en Antioquía. (2)

Blázquez se refiere a algunos puntos de la biografía de ambos y su formación retórica, que también influiría en Gregorio de Nisa.

Los dos amigos habían frecuentado en sus años mozos las escuelas de Capadocia, y Basilio la de Constantinopla. Según una noticia no muy segura, Basilio había oído lecciones del célebre retórico Libanio, amigo de Juliano, que también fue amigo del mejor orador cristiano de toda la Antigüedad, Juan Crisóstomo. Los dos capadocios recibieron buena educación retórica, y Basilio filosófica en Atenas. La educación retórica también influyó en los tres capadocios […] y de ella quedan huellas en sus escritos y en sus pensamientos. (2)

Basilio y Gregorio Nacianceno permanecerían en Atenas entre los años 354-357. Al parecer Basilio había estado en la ciudad ya el año 353.

En su Oratio 43 (14), leída en el funeral de su amigo, a cuyo entierro no había podido asistir, Gregorio dice que Atenas fue una ciudad de oro para él porque allí había llegado a conocer mejor a Basilio:

Atenas, que ha sido para mí, como para cualquiera en mi caso, una ciudad verdaderamente de oro, y la patrona de todo lo que es bueno. Porque me llevó a conocer a Basilio mucho mejor, aunque antes no era un desconocido para mí; y en mi búsqueda de las letras, alcancé la felicidad; y de otra manera la misma experiencia de Saúl, (1 Samuel 9:3) que, buscando las asnas de su padre, se encuentra un reino, y casualmente consiguió algo de mayor importancia que lo que estaba buscando.

En Atenas ambos amigos compartieron sus ilusiones, su amistad y sobre todo su gran interés por el estudio. Evocando esta gran amistad y estima, Gregorio dice también en su panegírico:

En aquel entonces, no sólo yo sentía una auténtica veneración hacia mi gran Basilio por la seriedad de sus costumbres y por la naturaleza y sabiduría de sus discursos, sino que animaba también a otros, que aún no le conocían, a hacer otro tanto […] Nos guiaba la misma ansia de saber. Y esta era nuestra competición: no quién sería el primero, sino quién ayudaría al otro a serlo. Parecía que tuviésemos una sola alma en dos cuerpos” (Oratio 43,16-20).

Son palabras, que de alguna manera, describen el autorretrato de esta relación de afecto y compañerismo. Gregorio también recuerda que Basilio sobresalía por su capacidad de aprender y por la amplitud de su interés, y que así llegó a la cúspide del saber de su tiempo. Decía también que era un hombre que se distinguía por su mente brillante y por la seriedad de su carácter y que se relacionaba solo con los estudiantes más destacados. Era muy trabajador y conocedor de la retórica, de la gramática, de la filosofía, de la geometría y de la medicina. McSorley nombra dos de los profesores de Basilio en Atenas: Prohaeresius, posiblemente cristiano, e Himerius, pagano.

Precisamente en Atenas, todavía en sus veinte años, al término de sus brillantes estudios, comenzó a sentir gran insatisfacción y a la vez una fuerte atracción por una vida entregada al evangelio. Basilio no deseaba los éxitos del mundo y se dio cuenta de que había perdido el tiempo en cosas banales. Él mismo confiesa, en su carta 223 (2-3), que ese buen día vio la luz del evangelio y lloró. En dicha carta, descubrimos al hombre que llora, que quiere enmendar su vida, que incansablemente busca la perfección del evangelio, y la caridad: dar lo que tiene a los pobres. Como nos cuenta, Campenhausen, “parece que Basilio dudó entre la carrera de retórico y su auténtico ideal cristiano vivido en el sentido más riguroso. ‘Nave pesadamente cargada de cultura’” (111). Además, aunque valoraba la filosofía antigua como elemento de educación y formación, Basilio defendía la prioridad de la fe sobre los argumentos filosóficos.

Tras dejar Atenas volvió a Cesarea, ciudad que, según nos cuenta Gregorio, le recibió con alegría “como un fundador y segundo patrón”, y, como el mismo Basilio nos dice, rechazó la petición de los ciudadanos de Neocesarea —los mismos que con posterioridad le acusarían de poco ortodoxo— que deseaban que se encargara de la educación de los jóvenes de la ciudad (carta 210). Parece, de todas formas, que fue profesor de Retórica. Gregorio confirma que del éxito como estudiante y como profesor distinguido, “lo que permanece es su perfección espiritual.” Nos dice McSorley que su hermano Gregorio de Nisa, en su vida de Macrina, da a entender que el éxito de Basilio como estudiante universitario y como profesor dejó rastros de sofisticación y autosuficiencia en el alma del joven hombre.

Afortunadamente, nos sigue contando McSorley, allí entró en contacto de nuevo con Dianius, Obispo de Cesarea, a quien admiraba de muchacho, y quien parece que le bautizó y ordenó Lector. Basilio también estuvo bajo la influencia de su excepcional hermana Macrina, que había fundado una comunidad religiosa en las propiedades familiares de Annesi.

Posiblemente en el año 358, un año después de regresar de sus estudios en Atenas, la vida de Basilio cambiaria radicalmente tras conocer a Eustacio, que después sería nombrado Obispo de Sebaste. Era un hombre asceta y carismático, que influiría en su decisión de tomar la vida ascética. Eustacio ya había introducido la vida ermitaña en Asia Menor. Basilio y su amigo Gregorio se adhirieron a este movimiento monacal, que en su patria se había extendido a amplios círculos bajo la dirección de dicho obispo.

Eustacio, que defendía un ascetismo extremo, ya se había ganado a la hermana y a la madre de San Basilio y, después, al propio Basilio, que se hizo un ferviente seguidor suyo. Llevado del afán por conocer mejor las experiencias monacales, Basilio realizó un viaje por Oriente y Egipto, que relata en su carta 223. Quería conocer más de cerca la vida de los hombres que se habían entregado a la vida ascética. Con viva admiración, visitó a muchos ascetas en Alejandría y en el resto de Egipto, en Palestina, en Coele-Siria y en Mesopotamia. Quería “hallar entre los hermanos a alguien que hubiera escogido este mismo camino de la vida, con el fin de franquear juntos el oleaje de esta vida.” Finalmente, como esa luz que le llega del evangelio, creyó “haber hallado una ayuda para [su] salvación.”

Decidió, pues, entregarse a la vida de anacoreta, y en el 358, se retiró a Annesis, sobre el río Iris, pero en la orilla opuesta de la comunidad de su hermana y funda un monasterio, el primero existente en Asia Menor. En su carta 14, ya mencionada, enviada a su amigo Gregorio para convencerlo, describe la belleza del lugar: “Es una montaña alta, cubierta de espeso bosque y regada al norte por límpidas y frescas aguas.” Como nos afirma en Moralia (80,1), una colección de 8 reglas o instrucciones basadas en el Nuevo Testamento, Basilio se dejó atraer por Jesucristo, y solamente tuvo ojos y oídos para él. En sus cartas 2 y 22, nos cuenta que en su vida monástica se dedicó a la oración, a la meditación de las Sagradas Escrituras y de los escritos de los Padres de la Iglesia y al ejercicio de la caridad, siguiendo a su hermana Macrina. Gregorio de Nacianzo le visitó finalmente y entre ambos prepararon la Philocalia, una antología de las obras de Orígenes. Nunca logró, sin embargo, que se quedase permanentemente.

Pronto se agruparon en torno a él un número de discípulos entre los que se encontraban su hermano Pedro, organizó la vida de los religiosos y enunció su Regla, que desprenden gran bondad y belleza. Esta regla se ha conservado a través de los siglos y gobierna hoy en día la vida de los monjes de la Iglesia Oriental. Basilio, sin embargo, solamente practicó la vida monástica durante cinco años. Como indica Besse, la prudencia y la sabiduría son sus características más destacadas de esta Regla que incita a la pobreza, a la obediencia, a la renunciación y a la auto-abnegación. En el año 360, Basilio acompaña al mencionado Eustacio a Constantinopla, donde se mantienen coloquios sobre el dogma. Es un momento, como nos dice Campenhausen, en el que la política antinicena de los emperadores alcanza el paroxismo” (115)

En el año 364, Eusebio de Cesárea, metropolitano de Cesarea, le convenció para que se ordenase diácono y sacerdote y entró en esta ciudad, al servicio de la Iglesia. Gregorio Nacianceno se refiere a la labor de Basilio con Eusebio como una persona obediente, buen consejero, y un útil ayudante (Oratio 43, 33). Pero como narra Campenhausen, surgieron pronto roces entre ambos y Basilio volvió a Ponto: “El orgulloso y noble campesino no resultó probablemente un subordinado cómodo; también es posible que su celo ascético le hiciera sospechoso. Pronto se produjeron incompatibilidades entre el sacerdote y el obispo, y Basilio, para evitar toda disensión dentro de la comunidad, volvió sin vacilar a su retiro” (115)

Pero este alejamiento duró poco tiempo, ya que el mismo Eusebio buscó la reconciliación y Basilio regresó a Cesárea, donde pronto adquirió una gran popularidad entre las gentes de Cesarea. Allí creó una verdadera red de instituciones benéficas (refugios, asilos, hospitales y barracas para enfermos contagiosos). Se entregó a su ministerio episcopal con una fidelidad incomparable, convirtiéndose, como afirma en Moralia (80, 11-20), en “apóstol y ministro de Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del reino, modelo y regla de piedad, ojo del cuerpo de la Iglesia, pastor de las ovejas de Cristo, médico piadoso, padre y nodriza, cooperador de Dios, agricultor de Dios, constructor del templo de Dios.”

Además Basilio animaba a la comunidad laica a no ser cristianos pasivos sino que los exhortaba a la caridad con sus predicaciones, de gran erudición. En el año 370, al morir Eusebio, Basilio fue elevado a la sede arzobispal de Cesarea de Filipo, asumiendo solo toda la responsabilidad en los asuntos de la Iglesia (Campenhausen, 115-116). Esto sucedió realmente mediante el esfuerzo conjunto de Eusebio, Obispo de de Samosata y de Gregorio Nacianceno. A esta época se remonta también la tierna amistad entre Eusebio y Basilio, atestiguada por las numerosas cartas que Basilio le escribió.

Durante años, hasta el 372, Basilio creyó en Eustacio y le defendía, pero comenzó a criticarle al darse cuenta de que Eustacio era una persona muy inconsistente y lo mismo defendía la fe de Nicea como la criticaba oscilando entre el arrianismo y semiarrianismo, adhiriéndose además a todo tipo de fórmulas heréticas y contradictorias. Eustacio, desde su posición, también orquestó una campaña de calumnias de falta de ortodoxia contra su viejo amigo Basilio, que se abstuvo de responder por un cierto tiempo hasta que lo hace en esta carta 223, que analizaremos. Temía que su silencio se confundiera con la aceptación de su culpabilidad. En el 385 un sínodo en Melitene lo depuso de su cargo. Y puesto en la tesitura de mencionar los nombres de aquéllos que se movían entre la herejía y la estricta ortodoxia nicena, Basilio nombra a Eustacio de Sebaste, en Armenia Menor, junto con Apolinar de Laodicea en Siria, y Paulino en Antioquía.

Con Basilio, la ortodoxia de Nicea empezó a ganar terreno contra el arrianismo, y no tuvo miedo a enfrentarse con el emperador Valente, que le quería arrancar una confesión adhiriéndose a la causa arriana bajo la amenaza del exilio o de la confiscación de sus bienes. Gregorio de Nacianzo, en el oration citado, nos cuenta la valentía de Basilio en este enfrentamiento,

¿Qué me vas a poder quitar si no tengo ni casas ni bienes, pues todo lo repartí entre los pobres? ¿Acaso me vas a atormentar? Es tan débil mi salud que no resistiré un día de tormentos sin morir y no podrás seguir atormentándome. ¿Qué me vas a desterrar? A cualquier sitio a donde me destierres, allá estará Dios, y donde esté Dios, allí es mi patria, y allí me sentiré contento. [ …]

y la airada respuesta del emperador: “es que no tienes miedo a mi autoridad” (49). Finalmente, el emperador, admirado por su actitud resolvió finalmente no intervenir en los asuntos eclesiásticos de Cesarea. Vemos también en los últimos años de vida de Basilio: su enfermedad

Quasten (II) nos dice que la preocupación final del santo fue la unidad de la Iglesia, y lo que le hizo buscar el patronato de Atanasio. Al morir Atanasio, Basilio quedaría como único paladín, luchador sin denuedo, de la ortodoxia en Oriente. Basilio falleció el 1 de enero de 379, a la edad de sólo cincuenta años. Unos 4 años antes, en el 375, en su carta (198), dirigida a Eusebio, Obispo de Samosata, le habla de su dolorosa enfermedad y de su pesimismo hacia la vida, quizás producto de esta misma, y de las batallas que estaba teniendo que entablar en el mundo eclesial. San Gregorio Nacianceno dice en su panegírico: “Basilio santo, nació entre santos. Basilio pobre, vivió pobre entre los pobres. Basilio hijo de mártires, sufrió como un mártir. Basilio predicó siempre con sus labios, y con sus buenos ejemplos y seguirá predicando siempre con sus escritos admirables”. Campenhausen nos da una semblanza general del santo, que achaca a la coyuntura político-eclesial su no haberse entregado totalmente a la espiritualidad:

La verdadera grandeza de Basilio se hace inteligible cuando se le sitúa en el marco de las luchas de su tiempo y el papel exacto que en ellas representó. Como político de la Iglesia, no iguala la vehemencia en el ataque de Atanasio; como teólogo, no alcanza la armonía ni la universalidad de su hermano menor, Gregorio de Nisa; como monje, no posee el refinamiento espiritual de muchos místicos más tardíos. Pero no hay que ver en estas lagunas una incapacidad natural ni una endeblez de carácter. Nada de eso. Fue su sinceridad y dedicación al deber del momento, la necesaria adaptación a las dificultades de la coyuntura, lo que le obligó a una táctica móvil en los asuntos políticos; fueron las contingencias externas las que le impidieron desarrollar en paz sus ricas aptitudes y entregarse, como deseaba, a sus inclinaciones espirituales. (124)

Con su lucha, inteligencia y perspicacia para los asuntos eclesiales, Basilio crearía las bases para que el emperador Teodosio, dos años después de su muerte, convocase el segundo concilio ecuménico, celebrado en Constantinopla, que abrió las puertas a la fe de Nicea. En el cuarto concilio ecuménico, celebrado en Calcedonia (451), se rindió homenaje al santo con estas palabras: “El gran Basilio, el ministro de la gracia quien expuso la verdad al mundo entero indudablemente fue uno de los más elocuentes oradores entre los mejores que la Iglesia haya tenido; sus escritos le han colocado en lugar de privilegio entre sus doctores.” (“San Basilio el Grande”; Quasten II)

Francisco Ortiz Aguilera (+Esteban)

sábado, 12 de diciembre de 2009

Pensamientos matinales sobre la grandeza de Dios.

Ya la hermosa luminaria extendió su brillo sobre la tierra
y reveló las obras Divinas.

¡Oh¡ espíritu mío, con alegría escucha maravillado por tan claros rayos,
¡represéntate como el Creador Mismo!

Si para los mortales tan alto fuese posible volar para acercarse al sol
nuestros ojos perecederos podrían ver cómo de todos lados se abriría
un océano eternamente ardiente.

Allí olas de fuego se precipitan y no encuentran orillas.
Allí olas de fuego giran contendiendo muchos siglos.
Allí las piedras hierven como agua.
Las lluvias ardientes hacen ruido.
Esta magnitud ardiente es como solo un destello ante ti;
¡Oh, cuan preclara lámpara está prendida por ti! ¡Oh Dios,
Para nuestros trabajos cotidianos, que nos ordenaste hacer!

De la lúgubre noche se liberaron campos, colinas, mares y bosques,
y se abrieron a nuestra mirada plenos de tus milagros.
Allí clama todo ser: ¡Grande es nuestro Creador, el Señor!

La luminaria diurna brilla solo sobre la superficie de los cuerpos;
pero tu mirada traspasa el abismo, no conociendo límites ningunos.

Desde la luminosidad de tus ojos se vierte la alegría para toda creación.

¡Creador! A mí, cubierto de tinieblas, extiende rayos de sabiduría –
y lo que es deseable ante ti siempre hacer enseña y,
viendo a tu creación, alabarte, ¡Oh Rey inmortal!

Su rostro esconde el día,
los campos cubrieron la lúgubre noche,
subió a los montes la sombra negra,
los rayos se inclinaron hacia nosotros,
se abrió el abismo pleno de estrellas.
las estrellas son incontables y el abismo
sin fondo.

Como un grano de arena en olas del mar,
como pequeño destello en eterno hielo,
como un polvo fino en potente torbellino,
como una pluma en voraz fuego:
¡Así en este abismo estoy hundido,
me pierdo de pensamientos cansado!

Las bocas de los sabios nos dicen:
allí hay numerosos mundos diferentes,
incontables soles arden allí,
allí hay pueblos y círculo de siglos,
para la común gloria de la Deidad,
allí es igual la fuerza del ser.

Pero ¿dónde está tu ley, naturaleza?
¡Desde el norte se levantó la aurora!

¿No sería que el sol fija allí su trono?
¿No tiran el fuego mares helados?

¡Es que una llama fría nos cubrió!
¡Es que de noche, el día sobre la tierra entró!

Oh, vosotros, cuya rápida mirada atraviesa el libro de leyes eternas,
para quienes el signo de objeto pequeño revela la regla del ser ,
os está conocido el camino de todos los planetas:
Decid ¿qué es lo que nos admira tanto?
¿Qué es lo que manda de noche un claro rayo?
¿Qué es lo que golpea al firmamento con fina llama?
¿Cómo un rayo sin amenazantes nubes se dirige desde la tierra hacia el cenit?
¡Cómo puede vapor congelado generar en invierno un incendio!

Allí discute la espesa niebla con el agua o brillan los rayos del sol,
inclinándose hacia nosotros a través del aire espeso;
o arden las cimas de aguas espesas o en el mar dejó de soplar el zefir.
y olas lisas golpean al éter.

Vuestra respuesta está de dudas llena
sobre lo que está alrededor de lugares cercanos;
decid ¿cuán extenso es el mundo?
¿Y qué hay mas allá de las estrellas menores?
Es desconocido para vosotros el fin de las criaturas:
Decid, aunque sea, ¿cuán grande es el Creador?

M. V. Lomonosov (1712-1765).

Ven Soplo Divino

Ven, Luz verdadera.

Ven, vida eterna.

Ven, misterio escondido.

Ven, Tesoro sin nombre.

Ven, realidad inefable.

Ven, persona que excede a la inteligencia humana.

Ven, exultación perenne.

Ven, Luz que nunca declina.

Ven, verdadera esperanza de la salvación de todos.

Ven, resurrección de los muertos.

Ven, poderoso, que todo haces, cambias y fijas con una sola orden.

Ven, Tú que eres completamente inesperado, intangible, impalpable.

Ven, Tú que siempre permaneces inmóvil, Tú que habitas sobre los cielos, aunque a veces también te trasladas por completo y vienes a nosotros que yacemos en las profundidades.

Ven, nombre deseadísimo y celebérrimo, de quien nos es imposible conocer qué es, quién es, o cómo es.

Ven, eterna alegría.

Ven, corona incorruptible.

Ven, púrpura de gran Dios y Emperador nuestro.

Ven, cíngulo brillante como el cristal y de joyas adornado.

Ven, refugio inaccesible.

Ven, púrpura real y diestra de la augusta majestad.

Ven, Tú a quien deseó y desea mi alma miserable.

Ven, Sol, al sólo; pues estoy sólo, como ves.

Ven, tú que me separaste y quisiste que estuviera sólo en la tierra.

Ven, tú que pusiste en mí el deseo, que me hace desear a Tí, a quien no se puede aspirar.

Ven, soplo y vida mía.

Ven, consuelo de mi despreciable alma.

Ven, alegría, gloria y mi delicia continua. Te doy gracias cuando te haces un espíritu conmigo, sin confusión, sin cambio ni conversión, porque estando Tú, Dios, por encima de todas las cosas, me has hecho todo para todos.

Alimento indescriptible, que de ningún modo puedes ser consumido, Tú te derramas incesantemente en los labios de mi alma, y brotas abundantemente en la fuente de mi corazón. Con tu vestido fulgurante quemas a los demonios.

Lávame con el baño de las continuas y santas lágrimas que derraman en tu presencia los que te reciben.

Te doy gracias porque me has dado un día sin ocaso, y un sol que no se pone: Tú, que no tienes lugar dónde esconderte y que llenas con tu gloria el universo; que nunca te has escondido de nadie, mientras que nosotros siempre nos hemos escondido de Tí, porque no queremos llegar hasta Tí.

¿Dónde te podrías esconder, si no tienes lugar alguno para descansar? O, ¿por qué habrías de esconderte si nadie puede enfrentarse a Tí?

Ahora, por tanto, bondadoso Señor, pon tu tienda en mí y habita en mí; no me abandones hasta la muerte y no te separes de mí, tu siervo, para que te encuentre a la hora de la muerte y después de la muerte, y así pueda reinar contigo, Dios, que reinas sobre todo.

Permanece en mí, Señor, y no me dejes sólo, para que cuando vengan mis enemigos, que continuamente quieren devorar mi alma, te encuentren a Tí dentro de ella. De este modo, huirán completamente, y no podrán vencerme, porque verán que resides en la morada de mi alma humilde y que eres más fuerte que ellos.

Verdaderamente, te has acordado de mí, Señor, cuando estaba en el mundo, y me llamaste sin que me diera cuenta, y me sacaste del mundo, y me pusiste delante de la faz de tu gloria.

De este modo, establecido en mi interior, siempre inmóvil, custódiame por tu inhabitación en mí, para que diariamente te mire, y así, estando muerto, viviré, y al poseerte, siendo pobre, seré siempre rico.

De este modo, seré más rico que muchos reyes, y comiéndote y bebiéndote y revistiéndome de Tí, disfrutaré de estos bienes con delicias inenarrables.

Porque Tú eres completamente bueno, y completamente rico, y en Tí se halla todo gozo, y a Tí corresponde la gloria, santa y consustancial Trinidad, a quien, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, honran, reconocen, adoran y dan culto todos los fieles, ahora y siempre y por los siglos sin fin.

Amén.

[San Simeón el Nuevo Teólogo]

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Los eremitas de hoy viven en la ciudad

Su número crece cada día. Pasan su vida en oración, no temen la pobreza y rechazan cualquier jerarquía. Su fuerza está en contradecir el espíritu del tiempo. La Iglesia ha decidido reintegrarles en el Derecho Canónico. Lo que no quieren es, justamente, ser noticia. Buscan el silencio y la discreción. Su puerta permanecerá cerrada para quien se acerque como periodista, o simplemente como curioso. Tengo el privilegio de conocer a algunos personalmente, pero no tendría acceso alguno a sus escondrijos si violase la promesa de no dar nombres ni direcciones. De todos modos, si alguien quiere buscar su rastro, que no los busque en lugares inhóspitos: es mucho más probable que los encuentre en las buhardillas de los centros metropolitanos. Me refiero a los eremitas. Han regresado por la puerta grande, su número crece cada año, aunque pocos lo saben, como es obvio, dado su empeño en pasar desapercibidos. La Iglesia, en cambio, sí sabe de ellos, y ha decidido volverles a dar un sitio dentro de su estructura, pues el Código de Derecho Canónico de 1917 los había ignorado. No por hostilidad, sino porque parecía que formaban parte de una página cristiana, larga y gloriosa, pero definitivamente cerrada.

Una página que se inició cuando en Oriente miles de creyentes huyeron al desierto o a las montañas: grutas y chozas se llenaron de solitarios que luchaban tanto contra leones y serpientes como contra diablos tentadores. La fama de sus ayunos, de las penitencias, del silencio ininterrumpido provocaba la afluencia de discípulos, y con frecuencia el solitario se veía obligado a acogerlos, creando –a veces contra su voluntad– una comunidad a la que dar una regla. También fue éste el destino de quien en Occidente iba a ser el origen de la forma de monacato que marcaría los siglos siguientes beneficiosamente. Benito de Nursia empezó como eremita pero su misma fama de santidad le sacó de la cueva y le forzó a transformarse en maestro y legislador de cenobios.

La Edad Media se llenó de eremitas, muchos de los cuales encontraban su sustento guardando cementerios, puentes o santuarios. El declive comenzó con el Concilio de Trento, que desconfió de los anacoretas porque eran incontrolables, y concluyó en el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa que persiguió a estos «parásitos asociales» a los que también consideraba «fanáticos oscurantistas». En el siglo XIX el eremita quedará relegado a ser casi un personaje de novela romántica, al estilo Conde de Montecristo. Dentro de la Iglesia, la vocación a la soledad había quedado canalizada desde hacía tiempo a través de órdenes religiosas como las de los cartujos o los camaldulenses, en las que el aislamiento va unido con la comunión con los hermanos en la oración y en la conversación.

Se decía que el silencio de Código eclesiástico de 1917 era significativo: ya no quedan anacoretas, fuera su regulación. Y en cambio, esta vocación –rara, pero insuprimible– desde luego no había desaparecido, sino que se incubaba bajo las cenizas, de modo que el nuevo Código publicado en 1983 ha tenido que levantar acta. En el segundo inciso del canon 603, la Iglesia reconoce oficialmente a los ermitaños como «consagrados» si «mediante voto u otro vínculo sagrado, profesan públicamente los tres consejos evangélicos (pobreza, castidad, obediencia) en manos del Obispo diocesano», y si el mismo Ordinario del lugar les aprueba una regla que ellos mismos hayan redactado. Una legislación light, con requisitos mínimos, pero tal y como es obligado para una elección de vida inspirada por la obediencia a la Iglesia y a la lectura más rigurosa del Evangelio a la vez que por la libertad y la autonomía de los hijos de Dios que siguen una vocación particular y del todo personal.

Las estadísticas son difíciles, por no decir imposibles: aunque se les conoce, muy raramente los ermitaños responden a los cuestionarios. Ahora ha aparecido la investigación de los jesuitas americanos en las páginas de su revista cuatrimestral para consagrados Review for Religious. Hay que reconocer que esos religiosos americanos han tenido cierto éxito, pues de una muestra de 600 eremitas en todo el mundo han conseguido 140 respuestas. Una miseria para cualquier otra categoría social, pero todo un éxito dentro de la anómala categoría de los ermitaños, que si nos atenemos a las valoraciones fiables, contaría en todo el mundo con veinte mil personas. En Italia de mil a mil doscientos, divididos casi igual entre hombres y mujeres. La inmensa mayoría es católica, aunque no faltan otras confesiones cristianas y otras confesiones. Como alguien ha señalado, el anacoreta es el más ecuménico entre los creyentes porque recupera –viviéndolos todos los días– los valores que unen todas las confesiones: oración, penitencia, sacrificio, ayuno, alejamiento, contemplación

Parece que entre los nuevos ermitaños italianos también se cumple lo que revela la investigación americana, según la cual, solamente un dos por ciento ha elegido vivir en cuevas o sitios por el estilo, como galerías subterráneas. Ni la mayoría se encuentra en el campo o en las montañas. En realidad, el mayor número de los ermitaños actuales es «metropolitano». La gran ciudad es el verdadero sitio de la soledad, del anonimato, del combate silencioso contra los nuevos demonios. La mayoría tiene entre cincuenta y sesenta años, y son rarísimos los que están por debajo de los treinta. No hay más que recordar el viejo proverbio: «A joven ermitaño, viejo diablo». Todos los maestros de la vida espiritual han enseñado siempre que una vocación así distingue a una élite de hombres y de mujeres particularmente experimentados. De hecho, en el eremitorio no se tiene el apoyo de una comunidad fraterna; la soledad y el silencio constantes son un gozo sólo para quien realmente ha sido llamado; ni siquiera se cuenta con un hábito o un distintivo. No sólo: la obligada pobreza se convierte muchas veces en miseria, sobre todo para quienes han encontrado en la ciudad su «desierto», dado que el anacoreta buscará huir de toda «dispersión», y por tanto, de los trabajos en fábricas u oficinas, con lo que vivirá de las pequeñas cosas que pueda hacer dentro de sus modestísimas cuatro paredes. Esto casi nunca asegura unos ingresos suficientes para que una vida no se deslice desde la pobreza hasta la indigencia. Ésta es una de las razones por la que muchos esperan a tener una edad suficiente para una pequeña pensión, aunque sea mínima, que les permita cultivar en paz su propia vocación. En general tienen más suerte para el sustento diario aquéllos que tienen su cabaña en el campo.

Todas las experiencias dan fe de que los inicios son difíciles por la desconfianza de los paisanos que se preguntan quién será ese «forastero» extraño que, por lo general, tiene un aire distinto (la mayoría tiene título universitario), que no recibe visitas, que no tiene ni teléfono ni televisor, que se va a la cama con las gallinas y se levanta con el alba y que sólo cruza con los demás –párroco incluido– las mínimas palabras indispensables. De modo que la primera visita, por lo general, es la del policía local, alertado por las observaciones de los vecinos. Después, poco a poco, se acepta al «forastero» como un miembro de la comunidad, algo extraño. Aunque la mayoría son laicos, también son numerosos aquellos sacerdotes, frailes o monjas que llegan a la vida eremita tras muchos años en comunidades tradicionales. Son los más afortunados, pues una vez que se les concede el permiso para dar el paso a esta nueva forma de vida, suelen tener la ayuda de la familia religiosa de la que provienen.

Pero, ¿por qué una elección así? Lo primero que hay que decir es que se trata de una vocación, una llamada, que ha florecido de nuevo por reacción a la borrachera «comunitaria», «social» que ha arruinado muchos ambientes religiosos. El exceso de insistencia en el compromiso con el mundo y el desbordamiento de las palabras, habladas y escritas, han llevado a muchos, por contraste, a redescubrir la fuerza de la oración y el gozo del silencio. El ermitaño da su vida por cosas «inútiles» según el mundo y, desgraciadamente, también según cierto eficientismo cristiano actual. La sencilla regla que él mismo se escribe, y que si quiere somete a la aprobación del obispo, prevé, sobre todo, horas de oración, de lectura espiritual, de meditación. Prevé vigilias, ayunas, penitencias, renuncias. En el ermitaño hay un rechazo radical de la lógica mundana, para la cual sólo la acción, la política, el compromiso social, las inversiones económicas pueden cambiar el mundo para mejor. Él, por su parte, ha respondido a una llamada que le ha hecho comprender hasta el final que sólo quien entrega su vida la salva, y que el modo más eficaz de amar y de ayudar es el de sepultarse bajo el anonimato, el silencio, la impotencia, creyendo hasta el fondo en los misteriosos vínculos de la «comunión de los santos». Creo que esto es lo que quería decir la inscripción que vi en la pared de la habitación de un anacoreta en una casa deteriorada del corazón de Turín: «El que va al desierto, no es un desertor». Nada de un desertor, sino más bien un creyente que, en vez del activismo constructivo sólo en apariencia, ha decidido practicar la forma más alta de caridad en la perspectiva evangélica: la oración ininterrumpida por todos, en la soledad y en el silencio más radicales. (Vittorio MESSORI)

lunes, 7 de diciembre de 2009

Cómo leer la Biblia

Es la misión de todo monje urbanita leer, conocer y meditar sobre la Biblia. Pero la inmensa riqueza espiritual de la Biblia hace que se pueda leer desde distintos puntos de vista. En nuestro ensayo "Lo que nos guía", ya hemos dado algunas indicaciones de cómo la vemos. Observemos ahora algunas facetas de su lectura, tal como nos indica el fallecido Padre Alexander.

Lectura en clave cristiana

Como hemos dicho, Jesucristo es la figura central de la Biblia, situado en el vértice mismo donde culminan el Antiguo y el Nuevo Testamento. Los dos Testamentos tienen en él explicación cumplida, porque, en definitiva, uno y otro se refieren a él únicamente. Todo el Antiguo Testamento hace referencia al Nuevo. No se puede entender en plenitud el Antiguo sin la luz del Nuevo. Y si se ignora el Antiguo, no se podrá entender verdaderamente el Nuevo.

La Biblia entera, desde sus primeras páginas hasta las últimas, nos habla, de múltiples maneras y de forma variada, de Jesucristo, el Señor. Por eso, bien decía San Jerónimo "que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo". Pero, dando a la frase un sentido positivo, bien podemos decir que "conocer las Escrituras es conocer a Cristo."

La lectura de la Biblia debe tener, como norma suprema, la consideración de que la Biblia gravita sobre un tema central: Jesucristo. La Biblia se realiza a sí misma, adquiere su verdadera dimensión, sólo en Jesucristo; tiene como última razón de ser la persona de Jesucristo. Toda la Biblia ha de tener su unidad en Cristo. Esto significa que la lectura de la Biblia tiene que ser una lectura cristiana, es decir, una lectura que descubra la presencia de Cristo en todas sus partes.

Lectura en clave de salvación

La palabra de Dios nos enseña el camino de la salvación. Nos habla de nuestro origen y de nuestro destino. La Biblia contiene palabras de verdad, buena nueva de salvación, "palabra que puede salvar vuestras almas" (Sant 1:21).

La Biblia es la historia de las continuadas intervenciones de Dios en la historia del hombre para sacar al hombre de un estado de sufrimiento y de dolor, de persecución y de esclavitud, de enfermedad y de muerte, a un estado de bienestar y de alegría, de paz y de libertad, de salud y de vida.

En la historia bíblica han intervenido muchos salvadores; pero detrás de ellos, dándoles fuerzas, estaba él, el único salvador. La salvación, que se producía siempre en graves y hasta arriesgadas circunstancias políticas y sociales, era siempre generadora de esperanza. Porque esta salvación, que Dios ejerció siempre en el pasado y que seguirá ejerciendo en el futuro, es la garantía de nuestra esperanza y de nuestra fe, de nuestra salvación final: "Jesucristo no ha venido a condenar, sino a salvar" (Jn 12:47) La Biblia es la revelación y la realización del misterio de la salvación realizado en Cristo. Todo en la Biblia está ordenado y referido directa o indirectamente a este misterio salvífico.

Lectura en clave de amor

La Biblia revela que "Dios es amor" (1 Jn 4:8). Y así lo confirman todas las intervenciones de Dios en la historia humana, hechas siempre por amor. Dios elige al pueblo de Israel por puro amor (Dt 7:7-8). Las relaciones de Dios con su pueblo están descritas bajo el símbolo del matrimonio, en el que Dios es el esposo y el pueblo la esposa (Os 2:16). La época áurea de estas relaciones amorosas es la estancia en el desierto en tiempo de Moisés. La infidelidad de la esposa y la reconciliación en el amor están patéticamente narradas en Os 2:4-23. Dios está siempre con los brazos abiertos para acoger a esta infiel esposa, "su querida" (Jer 11:15), "la amada de su alma" (Jer 12,7), porque su amor es inquebrantable: "Te amo con un amor eterno" (Jer 31:3).

Al amor de Dios, el hombre debe responder con amor a Dios y al hombre, pues en esta doble respuesta está resumida toda la Ley (Mc 12:28-31; Rom 13:8). El amor a Dios debe ser radical, en plenitud. Dios no admite propinas de amor. Lo quiere todo. Hay que amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma (Dt 6:5). Y con esa misma fuerza hay que amar a los hombres (Mt 22:39).

Es más, amar al prójimo es ya amar a Dios; y sin amar al hombre, no es posible amar a Dios (1 Jn 3:14-22;4:20). Hay que amar a todos, incluso a los enemigos (Mt 5:44-48). Todo esto lo concretó Jesucristo en el mandamiento nuevo: "Amaos unos a otros como yo os he amado" (Jn 13:34). Por eso el distintivo del cristiano es el amor (Jn 13:35). Sin el amor no hay valor espiritual alguno; el amor, aparte de dar valor a todo, es el mayor de todos los bienes (1 Crón 13:1-13). La Biblia nos dice que las relaciones de unos con otros y de todos con Dios se tienen que centrar en el amor.

Por esto la Biblia debe ser el libro de meditación y lectura diaria, el libro de cabecera y de oración, el libro de texto de todos los miembros del pueblo de Dios.

La Biblia habla al alma. Para que así sea, el lector debe ponerse bajo la acción del Espíritu Santo, que actuó en otros tiempos como fuerza inspiradora de la Biblia y que sigue actuando en nuestro tiempo para darnos a conocer la plenitud de la verdad bíblica.

La lectura de la Biblia no debe quedarse en la esfera de la inteligencia, tiene que centrarse en el área del corazón. Se trata de conocer el mensaje bíblico y de encarnarlo en nuestra vida.

BELLOS MENSAJES


NO TEMAS, CREE SOLAMENTE
Pero Jesús, luego que oyó lo que se decía, dijo al alto dignatario de la sinagoga: --No temas, cree solamente. (Mc 5, 36)

"No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo." (Jn 14,27)




FORTALEZA ANTE LAS ENFERMEDADES
La persona de genuina fe religiosa exhibe una inexplicable fortaleza y una tranquilidad constante a pesar de la presencia de enfermedades desconcertantes o incluso de un gran dolor físico.






VIDA TRAS LA MUERTE
Le dijo Jesús: --Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. (Jn. 11, 25-26)



LA MÚSICA
Por siempre será la música el lenguaje universal de hombres y mujeres, de ángeles y de espíritus.

Homilía en la ordenación de un presbítero


San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla del siglo cuarto dice que el sacerdote es como un ángel, que no está hecho del mismo material frágil que el resto de los hombres. Y tiene razón, porque ese mismo Espíritu de Dios le arma de valor ante la adversidad y le consagra como testigo del Cristo encarnado y ministro de su gracia, a favor de la Comunidad de fe. A ella se entrega administrando los sacramentos de la gracia —principalmente la Eucaristía—, predicando la Palabra de Dios, y sirviendo a sus hermanos, en especial a los más necesitados.

El sacerdote, al ser testigo del designio salvador de Dios, en su entrega, ha de ser un modelo de vida y un modelo de santidad. San Pedro nos dice: “Ha de ser modelo del rebaño de Cristo, apoyado constantemente en el amor a Jesucristo y a la Iglesia (1Pe 5,3).” Esa santidad conlleva una profundización en el diálogo con Dios, un diálogo que ha de ser constante, una intención decidida de hacer siempre la voluntad del Padre, y un deseo anhelante de ser perfecto tal como el Padre lo es en su esfera celestial. El sacerdocio no es un fin, sino un comienzo en la búsqueda de la perfección del Padre, que sólo alcanzaremos en la eternidad de su amorosa presencia. Es en este anhelo que comenzamos a sentir los frutos del Espíritu: Amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio (Gálatas 5:22).

Ser modelo para la comunidad entraña, pues, servirla desde la coherencia del Espíritu y desde el amor, desde un vaciarse de sí mismo para que Jesús lo ocupe todo. Es entonces cuando ocurren muchas maravillas. Y a través del ejemplo de vida del presbítero, de su ministerio de amor, la comunidad cristiana se edifica como una casa común donde todos los fieles viven unidos en el amor a Cristo. San Juan Crisóstomo nos dice de nuevo: “A todos nos hace falta estar en la Iglesia como en una casa común; debemos mostrarnos en ella amados como si no formáramos más que un solo cuerpo.” (San Juan Crisóstomo. Homilía 18,3; PG: 61, 527).

Esta pregunta de Jesús a Pedro, “Pedro, ¿me amas?” (Jn 21,15), señala el punto de referencia constante para la vida del presbítero y el ejercicio de su ministerio. Es en este amor que hacemos posible la comunión plena con Jesús. El amor a Jesucristo es el centro mismo de la adhesión por la fe. La fuente de ese amor no es otra que el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, manifestado por el Espíritu. San Juan dice “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9). La comunión con Cristo significa permanecer en él y vivir en su amor. El amor incondicional a Cristo, y a todo cuanto Cristo ama y amó en la Tierra, son el origen y centro de la actuación del presbítero. Es el amor el que ha de incitarte a seguir a Cristo y a ejercer tu ministerio apostólico. “Tú, sígueme”, dice Jesús (Jn 21,19). Es pues un ministerio que se efectúa en nombre del Señor, al que se está amorosamente subordinado. San Pedro así lo recuerda: “Sed pastores del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, gobernándolo como Dios quiere” (1Pe 5,2).

El servicio ministerial implica, pues, un testimonio personal auténtico, una identificación con Jesús, un sacrificio de vida. Cuando el presbítero consagra el Pan y el Vino, en la Eucaristía, se asocia, en primera persona al sacrificio de Cristo, identificándose con él en su Pasión, Muerte y Resurrección. El presbítero, dentro de su realidad personal, se ofrece a sí mismo como oblación para la salvación de hombres y mujeres. La vida del presbítero, es, por tanto, un ministerio de amor, realizado desde la compasión y la misericordia, desde la entrega y donación al otro, una misión sublime en la que sin Cristo no puede hacer nada. Y este nuevo milenio necesita presbíteros que sepan llevar a este mundo en crisis un nuevo evangelio, atendiendo más a las necesidades espirituales de las personas que a sus propias idiosincrasias, un nuevo evangelio basado en la fe, en la esperanza y en el amor.

No es fácil ser presbítero en un mundo tan poco solidario y tan materialista, y a veces te puedes sentir solo e incomprendido; sin embargo, desde la oración y desde ese contacto con el Señor descubrirás que no estás solo. Él nos dona su Espíritu y nos asiste en los momentos difíciles. Él acompaña nuestro camino y colma nuestra esperanza. El Señor siempre es fiel y no te abandonará jamás. Afiánzate en Él.

Crisóstomo igualmente nos dice, recordando las palabras de Jesús: “Quién os escucha a vosotros, me escucha a mí”: “Quien honra al sacerdote, honra a Cristo y quien injuria al sacerdote a Cristo injuria”. Los sacerdotes son los dispensadores de la gracia divina; son colaboradores de Dios. Amémosles como ellos nos aman a nosotros, honrémosles como ellos nos honran a nosotros.

“Siéntate a mi derecha”, dice el Salmo 109 (110). Y Jesús en su ascensión se sentó a la derecha del Padre, pero no solo, sino que también lo hizo con los pobres y enfermos, con los pecadores y, también, con aquellos que aceptaron y aceptan su Palabra. Jesús no nos abandona cuando sube al cielo, sino que nos muestra el camino para ascender con Él. Vive el sacerdocio, buscando y guiando a aquellos que tengan sed de espíritu en el camino de la Verdad, de la Belleza y de la Bondad, el camino que llega a la diestra del Padre. QUE ASÍ SEA. +Claudio

Sacramento del Orden Sacerdotal

Con este sacramento la misión confiada por Cristo a sus apóstoles sigue ejerciéndose en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Es, por tanto, un sacramento de ministerio público y está instituido para anunciar la Palabra de Dios y para hacerse cargo de la Eucaristía y la oración.

El presbítero es un mediador entre el Señor y los hombres, trasmitiendo a éstos sus enseñanzas. Pérez Vaquero explica que la relación existente entre la Eucaristía y los demás sacramentos se hace mayor cuando nos referimos al Orden Sacerdotal, ya que es indudable que la misma institución de la Eucaristía por Jesus en la última cena engendra la institución del sacramento del Orden, de manera que, siendo correlativos, no puede entenderse uno al margen del otro. Son dos sacramentos unidos hasta el fin del mundo. Pérez Vaquero continúa:

Así, el sacerdote puede celebrar y presidir la Eucaristía porque ha recibido de Cristo —a través del sacramento del Orden instituido en la Última Cena con los Doce— la capacidad para ello. Por eso, el ministro ordenado —que al igual que los Doce ha sido enviado por Cristo— recibe de la Iglesia, a quien sirve, la misión de realizar, custodiar y distribuir la Eucaristía actuando personalmente en nombre y representación de Jesucristo

Además, este sacramento conlleva que el ordenado realice un compromiso de entrega de su vida a la comunidad y a Cristo. La invocación del Espíritu Santo acompaña a su ordenación para que pueda guiar a los sacerdotes en su importante tarea de dirigir a la comunidad eclesiástica en la búsqueda de Dios. La unción del Espíritu Santo marca a los sacerdotes con un carácter especial y quedan identificados con Cristo Sacerdote de tal manera que actuan como sus representantes.

Los sacerdotes han sentido la llamada de Cristo en su corazón a seguirle, como los demás fieles. Sus ideales consisten en imitar a Cristo a lo que han consagrado su corazón y optan por la vida en obediencia, castidad, si no está casado como en la Iglesia Ortodoxa, y pobreza, al igual que Jesucristo. El sacerdote tiene la fuerza de Espíritu Santo para resistir la tentación y elegir siempre el camino del Señor. San Juan Crisóstomo dice sobre la pureza del sacerdote:

Porque el sacerdocio se ejercita en la tierra, pero tiene la clase de las cosas celestiales, y con razón. Porque no ha sido algún hombre, ni ángel, ni arcángel, ni alguna otra potestad creada, sino el mismo Paráclito el que ha instituido este ministerio. Y el que nos ha persuadido, a que permaneciendo aun en la carne, concibiésemos en el ánimo el ministerio de los ángeles. De aquí resulta, que el sacerdote debe ser tan puro, como si estuviera en los mismos cielos entre aquellas potestades.

Como comenta Crisóstomo, el sacerdote disfruta del honor de la Gracia del Espíritu que le guía, además de en la pureza, en la administración de las cosas celestiales. Esa potestad no se la concedió Dios ni a ángeles ni a arcángeles:

Porque si alguno considerase atentamente lo que en sí es, el que un hombre envuelto aún en la carne y en la sangre, pueda acercarse a aquella feliz e inmortal naturaleza; se vería bien entonces, cuán grande es el honor que ha hecho a los sacerdotes la gracia del Espíritu Santo. Por medio, pues, de éstos se ejercen estas cosas y otras también nada inferiores, y que tocan a nuestra dignidad y a nuestra salud. Los que habitan en la tierra, y hacen en ella su mansión, tienen el encargo de administrar las cosas celestiales y han recibido una potestad que no concedió Dios a los ángeles ni a los arcángeles. Porque no fue a estos a quienes se dijo: “Lo que atareis sobre la tierra, quedará también atado en el cielo, y lo que desatareis, quedará desatado.” Los que dominan en la tierra tienen también la potestad de atar, pero solamente los cuerpos. Mas la atadura de que hablamos, toca a la misma alma y penetra los cielos, y las cosas que hicieren acá en la tierra los sacerdotes, las ratifica Dios allá en el cielo, y el Señor confirma la sentencia de sus siervos. (“Seis sermones sobre el sacerdocio”: “Vida Sacerdotal”)

Nos dice también Crisóstomo que el sacerdote engendra la vida venidera. En primer lugar compara el sacerdocio judío con el cristiano, enfatizando su misión de este último de curar las inmundicias del alma:

Los sacerdotes de los judíos tenían potestad de curar la lepra del cuerpo, mejor diré, no de librar, sino de aprobar solamente a los que estaban libres de ella. Y tú no ignoras con qué empeño era apetecido entonces el estado sacerdotal. En cambio nuestros sacerdotes han recibido la potestad de curar, no la lepra del cuerpo, sino la inmundicia del alma. No de aprobar la que está limpia, sino de limpiarla enteramente.

Y en segundo lugar comparando la potestad que les otorgó Dios en comparación con las que concedió a los padres naturales:

No solamente por lo que toca a castigar sino también para beneficiar, dio Dios mayor potestad a los sacerdotes que a los padres naturales. Y hay entre unos y otros tan gran diferencia como la que hay entre la vida presente y la venidera. Porque aquéllos nos engendran para ésta, y éstos para aquélla. Aquéllos no pueden librar a sus hijos de la muerte corporal, ni defenderlos de una enfermedad que los asalte. Pero estos han sanado muchas veces nuestra alma enferma y vecina a perderse, haciendo a unos la pena más llevadera y preservando a otros desde el principio para que no cayesen. (“Seis sermones sobre el sacerdocio”: “Vida Sacerdotal”)

Pero como nos dice Crisóstomo, la Gracia sacerdotal conlleva una responsabilidad:

Pero si el que toma sobre sí este cuidado necesita tener una gran prudencia, y aun más que ésta, una gracia muy grande de Dios. Rectitud de costumbres, pureza de vida, y mayor virtud que la que puede hallarse en un hombre, ¿me negarás el perdón, porque no he querido sin consejo, y temerariamente, perderme? Porque si uno, conduciendo una nave mercantil, bien pertrechada de remeros y colmada de inmensas riquezas, y haciéndome sentar junto al timón, me mandase doblar el Mar Egeo o Tirreno, yo, al oír la primera palabra, rehusaría semejante comisión. Y si alguno me preguntase, por qué, le respondería, que por no echar a pique el navío. (“Seis sermones sobre el sacerdocio”: “Vida Sacerdotal”)

Hay tres grados de ordenaciones diácono, presbítero y obispo, que se reflejan en el rito de forma general con la imposición de manos del obispo sobre la cabeza del ordenado al igual que por la oración consagratoria que pide a Dios la efusión del Espíritu Santo y de sus dones apropiados al ministerio para el que es ordenado. Nos centraremos en la ordenación de presbítero, que se realiza en el seno de la Iglesia ortodoxa. Ésta suele tener las siguientes partes: presentación del ordenando, petición de la ordenación, imposición de manos y ordenación, letanía, vestición, homilía, salmo 50/51, y oración de despedida del nuevo presbítero.

La presentación de candidato ante el obispo, que es quien tiene la potestad de ordenar, se realiza en el contexto de la Divina Liturgia, tras la lectura del Evangelio. Tras la presentación, el ordenando se inclina ante el obispo y éste lo bendice. Al incorporarse, un diácono lo toma de la mano derecha y gira con él en torno al Altar tres veces. En cada vuelta, el que va a ser ordenado besa los cuatro costados del Altar. Tras la tercera vuelta, arrodillado, apoya sus manos cruzadas sobre el Altar e inclina su cabeza, apoyando la frente sobre sus manos. El obispo se levanta, deja la mitra, coloca su omoforio (o estola episcopal) sobre el ordenando, lo bendice tres veces con el signo de la cruz e impone sus manos sobre la cabeza invocando la Gracia divina del Santísimo Espíritu:
O. La gracia divina que cura todas las enfermedades y suple nuestras deficiencias, ordena presbítero al piadoso diácono__________ (N) Roguemos para que descienda sobre él la gracia del Santísimo Espíritu.

Además, el obispo pide a Dios en voz baja que el nuevo presbítero reciba esta gracia con fe profunda y conciencia pura:

O. Dios Santo, que no tienes principio ni fin, que eres más anciano que toda la creación; que has honrado con el nombre de servidores a los que has juzgado dignos de servir en este grado de la Jerarquía a tu Palabra de Verdad. Tú mismo, Soberano Señor del universo, haz que tu siervo aquí presente, que quisiste fuese ordenado por mí, reciba esta gracia de tu Espíritu Santo con fe profunda y conciencia pura; que sea perfecto, que te agrade en todos sus actos, que proceda siempre de acuerdo a este gran honor del sacerdocio, que le es concedido por el poder de tu Sabiduría eterna.

Tras ello hay una letanía en la que al terminar el obispo pide de otra vez por el nuevo sacerdote y su ministerio:

O. Señor, llena de los dones de tu Santo Espíritu a tu siervo_______(N) aquí presente, que te has dignado ordenar presbítero, para que merezca estar siempre puro ante tu Altar, que te ofrezca dones y sacrificios espirituales, que renueve a tu pueblo con el baño de un nuevo nacimiento, de modo que encuentre así a tu Hijo Unigénito, nuestro gran Dios y Salvador, Jesucristo, en el día de su segunda venida, y reciba de tu inmensa bondad la recompensa por haber cumplido bien con su ministerio.

Posteriormente viene la vestición, en la que el obispo quita al nuevo presbítero el orarión (o estola diaconal) y lo reviste del epitrakelion (o estola sacerdotal), al igual que lo reviste del felonio (o casulla), de los epimanikias (o manguitos o sobremangas) y del ceñidor (o fajín), mostrándolos al pueblo y diciendo tres veces cada vez “¡Axios!” (o “es digno”). Una vez revestido, el obispo y después el clero y los familiares y amigos presentes, dan el beso de paz al nuevo presbítero diciendo. Tras ello hay una homilía en la que el obispo explica al pueblo y al nuevo ordenado el valor y significado del sacerdocio. Más adelante, en el momento de la partición del pan sagrado, el nuevo sacerdote, con la partícula “reino” en la mano, lee el salmo 50/51.

El sacerdote realiza entrega encomiable al servicio de la comunidad Dios, sin importarle la dificultad de tal decisión. Es un gesto de generosidad y, al mismo tiempo, de humildad y de valentía, que demuestra una gran capacidad para el sacrificio y una gran fortaleza, que, como hemos comentado, procede del Espíritu. Éste le da grandeza s su ministerio y que le da fuerzas ante las grandes tempestades. Así se expresa de nuevo San Juan Crisóstomo:

Pues si donde la pérdida se extiende tan solamente a las riquezas, y el peligro a la muerte corporal, ninguno puede acusar a los que usan de la mayor cautela. Cuando a los que naufragan, les espera no caer en este mar sino en un abismo de fuego, y les aguarda una muerte, no la que separa el alma del cuerpo, sino la que envía la una juntamente con el otro a una pena eterna. Te enojarías conmigo, y me aborrecerías, porque precipitadamente no me había arrojado a tan grande ruina; no así, te ruego, y suplico. Conozco bien este ánimo débil, y enfermo, conozco la grandeza de aquel ministerio, y la dificultad grande que encierra en sí este negocio. Son, pues, en mucho mayor número las olas que combaten con tempestades el ánimo del sacerdote que los vientos que inquietan el mar. (“Seis sermones sobre el sacerdocio”: “Vida Sacerdotal”)

El fin sin par del sacerdote es la Palabra, llenarla de contenido en sí mismo y en los demás, guiándoles hacia la vida eterna, Su meta no es solo eclesiástica sino también evangelizadora para convocar y reunir al Pueblo de Dios y humanizadora, en el mismo sentido que lo es el matrimonio y su consecuencia la familia, que civiliza la humanidad en los valores e ideales del amor y la comprensión del otro . +Esteban

LO QUE NOS GUÍA

Creemos que la Tradición es la vida de la Iglesia. Es histórica y, al mismo tiempo, suprahistórica, porque, aunque vive en la historia, la sobrepasa por la misma vida en el Espíritu Santo que conlleva. Además, la Tradición no es inmóvil sino que se recrea con la vida de la comunidad y sus experiencias de Dios.

No nos acercamos a la Biblia de una manera literal o literalista, pero creemos que en ella existen elementos revelados indispensables para la salvación de todo hombre y mujer. La Biblia, como parte de la Tradición, tiene elementos históricos y suprahistóricos o revelados. Creemos que cualquier seria interpretación de la Biblia debe tener en cuenta la influencia del contexto cultural e histórico en el que se escribió.

Creemos que Jesucristo es el centro de las Escrituras, tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento, y que ambos Testamentos han de interpretarse y evaluarse de acuerdo con sus enseñanzas y ministerio.

Para nosotros la humanidad no es inherentemente pecaminosa, aunque no negamos la instintiva y deliberada predisposición a hacer el mal. Por tanto, creemos que todo ser humano, sin exclusión alguna, puede aspirar a la theosis, a su deificación, tal como han predicado muchos Padres de la Iglesia. Dios, nuestro Padre, a través de Jesucristo y por medio del Espíritu Santo, habita en nosotros y nos exhorta a ser perfectos a su imagen y semejanza, a hacer su Voluntad: “porque en él vivimos, nos movemos y somos” (Hch 17,28). Creemos que Jesucristo se hace hombre para que nosotros podamos iniciar el eterno proceso de nuestra deificación, que conlleva nuestra verdadera filiación en plenitud con Dios.

Creemos que la regla del amor —amar a Dios y a nuestros semejantes— debe primar en cualquier interpretación y acercamiento a los elementos integrantes de la Tradición arriba definidos.

Creemos en los valores eternos de la Verdad (Juan 8,32), la Bondad y la Belleza de Dios (Zac. 9, 17), y su manifestación en Jesucristo, y los tenemos como meta: —“y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Juan 8; 31-32)// “Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad” (1 Jn 5,6)// “Porque ¡cuánta es su bondad y cuánta su hermosura!” (Zac. 9, 17)

ARTE SAGRADO: ICONOS

Para la Iglesia Ortodoxa el icono está íntimamente ligado a su tradición; es historia, simbolismo, teología, doctrina y arte. Es parte crucial del templo, de la vida de la Iglesia y de la vivencia espiritual de su liturgia y sacramentos. En la liturgia contribuye a la comprensión del gran misterio de la Eucaristía y del contenido de los himnos y de las oraciones litúrgicas.

El icono está en los momentos más importantes de las vidas de las personas. El día en que se bautiza y crisma, el nuevo cristiano recibe un icono. En el sacramento del Matrimonio el doble icono matrimonial —de Jesús y la Virgen— preside la entrada de los novios al templo. Ante el fallecimiento de alguien, tras el responso, al salir del templo, la procesión la preside un sacerdote con el icono de la Resurrección de Cristo, el que ha estado puesto sobre el féretro durante el velatorio.

La iconografía representa, pues, un servicio para la Iglesia y en la iglesia. Su contenido está vinculado con la vida, la evolución y la tradición ortodoxa, y muestra el contenido histórico de la fe y de las verdades doctrinarias. La característica del icono no es la belleza externa, que indudablemente posee, sino la expresión de la santidad. Su misión sublime es poder servir y expresar los ideales de la fe. En la actualidad, tanto para los católicos romanos como para los ortodoxos y para los luteranos, las imágenes forman parte de la decoración de las iglesias . En la Iglesia Ortodoxa las paredes y bóvedas de los templos y las casas de los fieles contienen estas obras de arte que anuncia, con sus líneas y el color, la eterna verdad revelada en los evangelios: la Encarnación del Hijo de Dios para la salvación de la humanidad y el Cosmos entero.

El icono no es el arte decorativo. Su misión no es embellecer el templo o decorar el interior de una casa, sino revelar y proclamar la Palabra de Dios, su Divina Verdad, ser medio de comunicación, de encuentro entre el creyente y Dios. Así, el icono no se puede separar de la fe, de la oración de la vida de la Iglesia porque es una unidad artística, espiritual y litúrgica. El icono anuncia el Reino de Dios aquí y en este momento. Es testimonio del más sublime de los milagros y misterios: la encarnación del Hijo de Dios. El icono está pintado —“escrito”— de acuerdo con la tradición iconográfica, que data de la época apostólica (“A Iconografia Bizantina”).
(Francisco Ortiz Aguilera, +Esteban)

Nuestros valores

SENTIMOS la verdad, la belleza y la bondad como la manera en que los seres humanos comprendemos las cualidades de la divinidad, realidades divinas. El ser humano de hoy debe ser capaz de construir una filosofía de vida en la que se integraran la verdad cósmica, la belleza universal y la bondad divina como una parte de su experiencia personal.

CREEMOS en el amor, la misericordia y el ministerio, y en su correlación con la verdad, la belleza y la bondad. Creemos en un amor aplicable a todas las criaturas, en la misericordia, como el resultado inevitable de ese amor y de la bondad, y en el ministerio misericordioso de ese amor a toda la humanidad.

DESEAMOS SENTIR en nuestra vida los frutos del espíritu a medida que logro hacer la voluntad del Padre: Amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. Creo que puedo atisbar la eternidad a medida que me afano en la tierra. (+Claudio)