domingo, 30 de mayo de 2010

LA FIESTA DE LA TRINIDAD

La fiesta de la Trinidad que el calendario litúrgico celebra después del domingo de pentecostés, abre el último y largo periodo que cierra el año litúrgico. Este tiempo se llama “tiempo ordinario” porque no hace ningún recuerdo especial de la vida de Jesús. Sin embargo, no se trata de un tiempo menos significativo que el precedente. Al contrario, podríamos decir que la festividad de la Santísima Trinidad proyecta su luz sobre todos los días que vendrán, como dilatando en el tiempo la costumbre que tenemos de empezar cada una de nuestras acciones --y cada una de nuestras jornadas--- en el “nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Por desgracia debemos decir que al misterio de la Trinidad, en general, se le considera poco significativo para nuestra vida, para nuestro comportamiento (un teólogo moderno, afligido por esto, escribía: “Parece que poco importa, ya sea en la doctrina de la fe, ya sea en la ética, que Dios sea Uno y Trino”. Además, se le considera un “misterio” porque no llegamos a comprenderlo.

La santa liturgia, proponiéndonos de nuevo fijar nuestra atención sobre este grande y santo misterio, viene al encuentro de la pobreza y de la arraigada distracción de cada uno de nosotros. Con toda propiedad decimos “proponer de nuevo”, porque este misterio está presente a lo largo de toda la vida de Jesús, desde la Navidad. Es más, es el misterio que guía toda la historia del mundo desde la creación. Este es el sentido del hermoso pasaje de la Escritura tomado del libro de la Sabiduría, en que se nos presenta la Sabiduría de Dios, personificada, que se expresa así: “Fui engendrada cuando no existían los océanos... No había hecho aún la tierra ni los campos... allí estaba yo... cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a Él, como aprendiz, yo era su alegría cotidiana, jugando todo el tiempo en su presencia, jugando con la esfera de la tierra; y compartiendo mi alegría con los humanos” (Pr 8,22-31).

La tradición cristiana ha visto en la Sabiduría al “Verbo” que “existía en el principio” y por medio del cual se hizo todo. Todo el proceso de la creación está radicalmente marcado por el diálogo entre Dios y la Sabiduría, entre el Padre y el Hijo. Juan escribe en su Evangelio: “Ella (la Palabra) estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada (Jn 1,2-3). Los cimientos de la tierra, es decir, el corazón de toda realidad humana, lleva la huella de esta relación tan especial entre el Padre y el Hijo. Podríamos decir que todas las cosas llevan el “sello” de la comunión entre el Padre y el Hijo. Con mucha razón y gran profundidad algunos Padres de la Iglesia antigua hablaban de las “semina Verbi”, es decir, de la huella del Verbo presente en toda la creación, en todo hombre, en todos los credos, en todas las culturas. Nada es ajeno a la Trinidad porque todo ha sido hecho a imagen de Dios.

La Carta a los Romanos habla del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo (Rm 5,1-5), el Espíritu que nos convierte en templo de Dios, en su casa, en su familia. El Evangelio de Juan (16, 12-15) nos refiere algunas de las palabras de Jesús a los discípulos en la tarde de la última cena. ¡Cuántas cosas tenía todavía que decirles antes de dejarles! No sólo no le quedaba ya tiempo; sobre todo los discípulo, no eran capaces todavía de comprender plenamente lo que debería decirles. Por eso les dio ánimo: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os explicará lo que ha de venir”.

El espíritu conduce a los discípulos hacia el corazón de Dios, el mundo de Dios, la vida de Dios, que es comunión de amor entre el padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios, el Dios cristiano (y debemos preguntarnos si muchos cristianos creen en el “Dios de Jesús” no es un mónada, una entidad simple, quizá potente y majestuosa. El Dios de Jesús es una “familia” de tres personas cuya unidad --se podría decir-- nace del amor: se quieren tanto que llegan a ser una cosa sola. Esta increíble “familia” ha entrado en la historia de los hombres para llamar a todos a formar parte de ella.

Sí, todos son llamados a formar parte de esta extraordinaria “familia de Dios”. En el origen y en el final de la historia está esta comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El horizonte trinitario nos envuelve a todos, de forma que la “comunión” es el nombre de Dios y la verdad de la creación. Dicho horizonte es, sin duda, el reto más apremiante para la Iglesia, mejor dicho para todas las Iglesias cristianas; me gustaría añadir para todas las religiones, para todos los hombres. Es el reto a vivir en el amor. Ciertamente, dónde hay amor allí está Dios. Lo intuyó bien el “profeta” del anónimo poema de Khalil Gibran: “Cuando ames no digas: ‘Tengo a Dios en el corazón'; sino más bien: ‘Estoy en el corazón de Dios”.

La fuerza que el Señor dona a sus hijos cura la carne de la humanidad herida por la injusticia, la codicia, los abusos, la guerra, y constituye la energía para levantarse y encaminarse hacia la comunión. Era el plan de Dios desde el principio de la creación. De hecho existe una correspondencia entre el proceso creador y la vida entera de Dios mismo. No es casual que Dios diga: “No es bueno que el hombre esté solo”. El hombre --en un principio esta expresión significaba tanto el hombre como la mujer -- no había sido creado a imagen de un Dios solitario, sino de un Dios, que es amor de tres Personas. Ni el individuo ni la humanidad entera serán ellos mismos fuera de la comunión; sólo en la comunión se podrán salvar.

Dios no quiere salvar a los hombres individualmente, sino reuniéndolos en un pueblo santo. La Iglesia nacida de la comunión y a ella destinada, se encuentra por tanto comprometida en el corazón de la historia de este inicio de milenio como levadura de comunión y de amor. Es una tarea elevada y urgente que convierte en mezquinas (y culpables) las disputas y las incomprensiones internas. Son las disputas en el seno de nuestras comunidades, las discordias en las iglesias cristianas, las divisiones que hieren la comunión entre los pueblos. Quien se resiste a la energía de comunión se convierte en cómplice de la obra del “príncipe del mal”, que es espíritu de división. Por ello el apóstol Pablo, para hacernos sentir la urgencia de la comunión, puede repetir todavía hoy: “No se ponga el sol mientras estéis airados” (Ef 4,26). La fiesta de la Trinidad es una invitación insistente a insertarnos en el propio dinamismo de Dios, a vivir su misma vida. El Señor lleva a cabo la salvación reuniendo a los hombres y las mujeres a su alrededor en una gran familia sin límites. La salvación se llama, precisamente, comunión con Dios y entre los hombres.

sábado, 29 de mayo de 2010

VEINTIÚN PASOS HACIA UN DESPERTAR ESPIRITUAL


En los próximos días comenzaremos a presentar una serie de pasos que llevan hacia el despertar espiritual de forma progresiva.

Esperamos que sean de enseñanza y enriquecimiento personal en los caminos del Señor.

viernes, 21 de mayo de 2010

PENTECOSTÉS: "EL NUEVO MAESTRO"

Existe mucha confusión en relación a Pentecostés. Lo sucedido este día, en el que el Espíritu de Verdad –el nuevo Maestro-- se hizo presente, se ha llenado de un sentimentalismo exagerado. La misión principal de este espíritu, originado en el Padre y el Hijo, consiste en enseñar a los hombres la verdad sobre el amor del Padre y la misericordia del Hijo, rasgos divinos que el hombre es capaz de comprender por encima de otros rasgos. El Espíritu de Verdad nos revela ante todo la naturaleza espiritual del Padre y el carácter moral del Hijo. Jesús, en la carne, reveló Dios a los hombres; el Espíritu de Verdad, en el corazón, revela Jesús a los hombres. Cuando el hombre muestra los “frutos del espíritu” en su vida, lo que hace es reflejar los mismos atributos que el Maestro manifestó en su vida terrenal. Cuando Jesús estuvo en la tierra, vivió su vida como una persona: Jesús de Nazaret. Desde Pentecostés, el Espíritu, el nuevo Maestro, vive en la experiencia de todo creyente guiándole en la verdad antes expresada.

Durante el trascurso de la vida humana hay muchas cosas difíciles de comprender, difíciles de reconciliar con la idea de vivimos en un mundo en el que prevalecen la verdad y la rectitud. Todo lo contrario, parece que con frecuencia dominan el insulto, las mentiras, la deshonestidad y la falta de rectitud --el pecado. Y nos preguntamos si es cierto que la fe triunfa sobre el mal, sobre el pecado y sobre la iniquidad. La respuesta es afirmativa. La vida y la muerte de Jesús son la prueba eterna de que la bondad y la fe del ser humano que se deja llevar por el espíritu triunfan. Se mofaron de Jesús en la cruz diciendo: “A otros salvó; sálvese a sí mismo, si este es el Cristo, el escogido de Dios.” El día de la crucifixión se tiñó de oscuridad, pero la mañana de la resurrección fue gloriosamente luminosa; el día de Pentecostés fue aun más radiante y lleno de júbilo. Hay religiones que se centran en la desesperanza y pesimismo y predican la liberación de las cargas de la vida para alcanzar el reposo eterno. Son religiones que se instauran en el temor y en terrores ancestrales. Pero la religión de Jesús es diferente; es un nuevo evangelio de fe que ha de proclamarse a la humanidad en su lucha diaria. Es una religión que se funda en la fe, la esperanza y el amor.

La vida mortal golpeó a Jesús con dureza, crueldad y amargura; pero supo enfrentarse a la desesperación con fe, coraje y con la inamovible determinación de hacer la voluntad del Padre. Jesús aceptó el desafío de la vida en su realidad más terrible, y la venció —incluso en la muerte. No utilizó la religión para librarse de la vida. La religión de Jesús no busca escapar de esta vida para disfrutar de la felicidad que aguarda en la otra existencia. La religión de Jesús proporciona la felicidad y la paz de otra existencia espiritual para elevar y ennoblecer la vida que los hombres viven ahora en la carne.

Si la religión es el opio del pueblo, ésta no es la religión de Jesús. En la cruz, él se negó a beber el vinagre que lo adormecería, y su espíritu, derramado sobre toda carne, eleva al hombre hacia las alturas y le impulsa a seguir adelante, la fuerza más poderosa que existe en este mundo; el creyente que conoce esta verdad aprende a enfrentarse a los vaivenes de la vida terrenal y progresa en el espíritu.

El día de Pentecostés la religión de Jesús se hizo universal rompiendo todas las limitaciones tanto nacionales como raciales. Es para siempre verdad que “donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.”. En ese día, el Espíritu de Verdad se convirtió en el don personal del Maestro para todos los seres humanos. Se derramó con el propósito de asistir a los creyentes en su predicación, pero se confundió la experiencia de recibir el Espíritu de Verdad, con una parte del nuevo evangelio que inconscientemente estaban formulando.

No paséis por alto el hecho de que el Espíritu de Verdad se efundió sobre todo creyente sincero, no vino solamente a los apóstoles. Todos los hombres y mujeres que estaban congregados en el aposento alto recibieron al nuevo maestro; como también lo recibieron todos los seres de corazón honesto en todo el mundo. Este nuevo maestro se otorgó a la humanidad, y todas las almas lo recibieron según su amor a la verdad y su capacidad de captar y comprender las realidades espirituales. Por fin, la religión verdadera se liberaba de la custodia de sacerdotes y castas sagradas, y encontraba su manifestación real en el alma de cada hombre y mujer.

La religión de Jesús nos da las bases para que la civilización humana alcance un alto nivel porque proclama su condición sagrada y le incita a alcanzar su más elevado grado espiritual. La llegada del Espíritu de Verdad posibilitó una religión que no es ni radical ni conservadora ni antigua ni nueva. Si la vida terrenal de Jesús es una referencia para nosotros en el tiempo, la efusión del Espíritu de Verdad nos ofrece la expansión eterna y el crecimiento sin fin de la religión que él vivió y del evangelio que él proclamó. El Espíritu guía a toda verdad; es el maestro de una religión en expansión y en constante crecimiento, de progreso sin fin y de desarrollo divino. Este nuevo maestro se revela por siempre al creyente que busca la verdad, algo que el Hijo del Hombre exhibía ya de forma divina en su persona y su naturaleza.

Lo sucedido el día de Pentecostés con la llegada del “nuevo maestro”, y la recepción de la predicación de los apóstoles por parte de hombres de distintas razas y naciones, reunidos en Jerusalén, demuestran la universalidad de la religión de Jesús.

5 Vivían entonces en Jerusalén judíos piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. 6 Al oír este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. 7 Estaban atónitos y admirados, diciendo: --Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? 8 ¿Cómo, pues, los oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? 9 Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, 10 Frigia y Panfilia, Egipto y las regiones de África más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, 11 cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios. (Hch 2, 5-11)

El evangelio del reino no debía identificarse específicamente con ninguna raza, cultura o idioma. Pentecostés significaba el gran esfuerzo del espíritu por liberar la religión de Jesús de las cadenas judaicas que había heredado, porque a pesar de la efusión del Espíritu sobre toda carne, los apóstoles al principio trataron de imponer los requisitos del judaísmo a sus conversos. Incluso Pablo tuvo problemas con sus hermanos de Jerusalén al negarse a someter a los gentiles a algunas prácticas judías. Ninguna religión revelada puede difundirse a todo el mundo si comete el serio error de dejarse imbuir de alguna cultura nacional o asociarse con prácticas raciales, sociales o económicas ya establecidas.

La efusión del Espíritu de Verdad aconteció independientemente de toda forma, ceremonia, lugar sagrado y conducta especial por parte de los que recibieron la plenitud de su manifestación.

Cuando llegó el día de Pentecostés estaban todos unánimes juntos. 2 De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban; 3 y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. 4 Todos fueron llenos del Espíritu Santo… (Hch 2, 1-4)

Cuando el espíritu descendió sobre los que se encontraban en el aposento alto, los seguidores de Jesús estaban sentados allí; quizás tras haber orado en silencio. El espíritu descendió tanto en el campo como en la ciudad. No fue necesario que los apóstoles se retiraran a un lugar aislado y que pasaran años de meditación solitaria para recibir el espíritu. Pentecostés para siempre disocia la idea de que la experiencia espiritual necesite de un medio ambiente particularmente favorable.

Pentecostés, con su don espiritual, se concibió para liberar por siempre la religión del Maestro de lo material y para ofrecer a los maestros de la nueva religión armas espirituales, para conquistar al mundo con una capacidad infalible para perdonar, con una incomparable buena voluntad y con abundante amor. Estos maestros están equipados para vencer el mal con el bien, para vencer el odio con el amor y para destruir el temor con una fe viva y valiente en la verdad. Jesús ya había enseñado a sus seguidores que su religión no era nunca pasiva; sus apóstoles debían tomar siempre una posición activa y positiva en sus obras de misericordia y en sus manifestaciones de amor. Ya no consideraban estos creyentes a Yahvé como “el Señor de las huestes”. Ahora consideraban a la Deidad eterna como “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Al menos hicieron ese avance, aunque en cierta medida no supieron captar con plenitud la verdad de que Dios es también el Padre espiritual de cada uno de nosotros.

Pentecostés dotó al hombre mortal con el poder para perdonar las ofensas personales, para mantenerse con dulzura en medio de las injusticias más graves, para permanecer inamovible frente al peligro más tremendo y para desafiar los males del odio y de la ira con actos firmes de amor y paciencia. La tierra ha pasado por la destrucción de tremendas guerras a través de su historia. Todos los que se vieron involucrados en estas grandes contiendas fueron derrotados. Tan sólo uno salió vencedor de estas luchas amargas: Jesús de Nazaret y su evangelio que enseña a vencer el mal con el bien. El secreto de una mejor civilización está encerrado en las enseñanzas del Maestro acerca de la buena voluntad del amor y la confianza mutua.

Hasta Pentecostés, la religión tan sólo había revelado al hombre que buscaba a Dios; a partir de Pentecostés, el hombre está aún buscando a Dios, pero sobre el mundo hay un nuevo escenario: Dios que también busca al hombre y envía su espíritu para que more en él cuando lo haya encontrado.

Antes de las enseñanzas de Jesús que culminaron en Pentecostés, las mujeres prácticamente no tenían posición espiritual alguna en los dogmas de las religiones más antiguas. Después de Pentecostés, en la hermandad del reino, la mujer se encontró ante Dios en igualdad de condiciones que el hombre. Entre todos los que recibieron la visitación especial del Espíritu había muchas discípulas, que recibieron este don en igual medida con los creyentes varones. El hombre ya no puede presumir de monopolizar el ministerio del servicio religioso. El fariseo podrá seguir agradeciendo a Dios el no haber nacido “ni mujer, ni leproso, ni gentil”, pero entre los seguidores de Jesús la mujer ha sido emancipada para siempre de toda discriminación religiosa basada en el sexo. Pentecostés obliteró toda discriminación religiosa fundada en la distinción racial, las diferencias culturales, las castas sociales, o los prejuicios en cuanto al sexo. No es de extrañar que estos creyentes de la nueva religión clamaran a gritos: “Allí donde se encuentra el espíritu del Señor, se encuentra la libertad”.

Antes de Pentecostés los apóstoles habían renunciado a mucho por Jesús. Habían sacrificado sus hogares, familias, amigos, bienes mundanos y posición. En Pentecostés se entregaron a Dios, y el Padre y el Hijo respondieron entregándose a ellos —enviando su espíritu para que morara en el hombre. Esta experiencia de perder el yo y encontrar el espíritu no fue una experiencia emocional; fue un acto de entrega de sabiduría y consagración sin límites.

Pentecostés significó la llamada a la unidad espiritual entre los creyentes del evangelio. Cuando el espíritu descendió sobre los discípulos en Jerusalén, lo mismo sucedió en Filadelfia, en Alejandría y en todos los demás lugares donde vivían creyentes sinceros. Fue literalmente cierto que “había un solo corazón y una sola alma en la multitud de los creyentes”. La religión de Jesús es la influencia unificadora más poderosa que el mundo haya conocido jamás.

Pentecostés disminuye la supremacía de personas, grupos, naciones y razas, que tanto aumenta las tensiones y provoca guerras fratricidas. La humanidad tan sólo puede unificarse mediante el espíritu, y el Espíritu de Verdad en su universalidad afecta a todos de forma uniforme.

La llegada del Espíritu de Verdad purifica el corazón humano y conduce al que lo recibe a formular un propósito de vida de dedicación exclusiva a hacer la voluntad de Dios y promover el bienestar de los hombres. El espíritu material del egoísmo se neutraliza en este nuevo otorgamiento espiritual de altruismo. Pentecostés, entonces y ahora, significa que el Jesús de la historia se ha tornado en el Hijo divino de la experiencia viva. La felicidad de este espíritu derramado, cuando se experimenta conscientemente en la vida humana, es tónico para la salud, estímulo para la mente y energía infalible para el alma.

La oración no atrajo al espíritu en el día de Pentecostés, pero determinó en mucho la capacidad de receptividad que caracterizó a cada creyente. La oración no convence al corazón divino de la generosidad de su don, pero muy a menudo traza canales más amplios y profundos por los que pueden correr los dones divinos al corazón y al alma de los que, de este modo, recuerdan mantener ininterrumpida la comunión con su Hacedor mediante la oración sincera y la adoración verdadera.

miércoles, 12 de mayo de 2010

LA ASCENSIÓN DE JESÚS

Hoy contemplamos el misterio de Jesús que “asciende” al cielo. Los discípulos le habían preguntado si finalmente había llegado el momento en que restablecería el reino de Israel. Era una pregunta importante, que venía a decir: “¿Podemos por fin no preocuparnos más? ¿Hemos vencido al mal definitivamente? ¿Cuándo vas a demostrar de una forma evidente que tú eres el Mesías?”' No era la primera vez que preguntaban a Jesús si había llegado el momento en que todo quedaría claro. En esta pregunta se encierra tal vez el deseo perezoso de no tener que esforzarse más contra la división y las dificultades, pero también la esperanza de discípulos débiles e inciertos ante un mundo hostil, marcado por el mal. Es una pregunta que se presenta especialmente cuando vemos al mal abatirse cerca de nosotros. ¿Cuándo vencerá el amor y será derrotada para siempre la muerte? ¿Cuándo serán enjugadas las lágrimas de los hombres?

Jesús no responde a esta pregunta de los suyos. Entendemos tan poco de la vida que fácilmente la reducimos sólo a lo que yo entiendo, a mis cosas, a lo que yo experimento. La vida, parece sugerir Jesús, es mucho más grande, y ciertamente no espera a que nosotros conozcamos los tiempos y el momento. Sin embargo, el Señor no deja solo a nadie y promete la fuerza verdadera, la del Espíritu de amor que desciende sobre los discípulos. Jesús ha ascendido al santuario del cielo, un santuario que, a diferencia de nuestras iglesias, no ha sido construido por la mano del hombre. Sin embargo, cada vez que celebramos la santa liturgia participamos de alguna manera en el misterio mismo de la Ascensión. Cada domingo, cuando entramos en nuestras iglesias, ¿no somos acogidos en la presencia de Dios? ¿No vivimos junto a Jesús el misterio de la ascensión? Desde el ambón, como desde el monte, él habla a los suyos y los bendice. Y la nube que lo envuelve, ocultándolo a los ojos de los suyos, ¿no se parece quizás la nube de incienso que rodea el altar y que envuelve el pan santo y el cáliz de la salvación mientras son elevados hacia el cielo?

Que Jesús suba al cielo no quiere decir que se aleje de los discípulos; significa que ha llegado hasta el Padre y se ha sentado junto a él en la gloria. Ascender, por tanto, quiere decir entrar en una relación definitiva con Dios. Lo alto no debe entenderse en sentido espacial; significa que Jesús está presente en todas partes: como el cielo nos cubre y nos envuelve, así el Señor, ascendiendo al cielo nos cubre y nos envuelve a todos. Aún diría más: Jesús subiendo al cielo envuelve y cubre toda la tierra, así como el cielo envuelve toda la tierra. No es, por tanto, alejarse; es más bien estar cerca de una forma más amplia y fascinante. Si no fuera así no se comprendería la alegría de los discípulos: ¿cómo es posible alegrarse mientras el Señor se aleja? Y sin embargo escribe Lucas: “Después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo”. Los apóstoles no están tristes por la separación, sino que además están llenos de gozo por una nueva plenitud de la presencia de Jesús.

¿Qué ha sucedido? Ese día los discípulos han vivido una profunda experiencia religiosa: han experimentado que, desde ese momento, el Señor estaba junto a ellos de un modo definitivo con su Palabra y su Espíritu, una cercanía ciertamente más misteriosa pero quizás aún más real que antes. Sin duda les vuelven a la mente las palabras que habían escuchado a Jesús: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Ese día de la ascensión le comprendieron profundamente: en cualquier parte de la tierra, en cualquier época y a cualquier hora en que se reúnan dos o más discípulos del Señor, Él estará en medio de ellos. Desde ese momento en adelante la presencia de Jesús sería siempre más amplia en el espacio y en el tiempo: acompañaría a los discípulos para siempre, en cualquier lugar y situación. Esta es la razón de su gran alegría: nadie en el mundo podía alejar a Jesús de sus vidas. Esta alegría de los discípulos es ahora nuestra alegría.

El cielo parece una dimensión poco concreta, lejana, casi un sueño inalcanzable, que puede cautivar por su belleza pero que no tiene nada que ver con nuestras decisiones concretas. La vida terrenal parece una cosa y la del cielo otra completamente distinta. En realidad hay una continuidad de la vida: el mismo Señor Jesús resucitado no se aparece a los suyos con un cuerpo nuevo y perfecto, sino con su mismo cuerpo marcado por la historia, por la violencia. Jesús resucitado, hombre de la tierra y del cielo no es un fantasma, aunque fuese el más hermoso de ellos. Lo concreto de Jesús resucitado establece precisamente este vínculo entre la vida de la tierra y la del cielo. El apóstol Pablo afirma con solemnidad en la Carta a los colosenses que “Dios tuvo a bien que hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas pacificando mediante la sangre de su cruz, lo seres de la tierra y de los cielos” (Col 1, 19-20).

La Ascensión nos muestra cuál es el futuro que Dios ha reservado a sus hijos: es el cielo alcanzado por Jesús donde --como había dicho-- va a prepararnos un sitio para que donde esté él también estemos nosotros. Él, desde hoy, nos toma consigo. Los discípulos de Jesús no han resuelto todos sus problemas: son hombres débiles, incrédulos, llenos de miedos. Y sin embargo, podemos ser testigos de este amor, siempre y hasta los confines de la tierra, es decir, para todos, incluso aquellos que no consideramos o que nos sentimos con derecho a tratar mal. Encontremos un poco de cielo en la vida de cada uno y seremos también nosotros hombres del cielo.