lunes, 21 de junio de 2010

CUARTO PASO: RECONOCER NUESTRAS FALTAS

Reconocemos que hicimos mal y buscamos con toda sinceridad el arrepentimiento. Confesamos a Dios nuestras equivocaciones y depositamos nuestra confianza en un amigo fiel.

Sin la posibilidad de errar, nunca se podrá crecer en la lealtad a algo superior. “Sí, lo haré,” no tendría ningún valor si uno no puede decir, “No, no lo haré.” La libertad que nos ha dado Dios para vivir y obrar en el mundo nos confirma que cometeremos errores; de otra manera, lo que parece ser un mar de libertad se convertiría en un mero espejismo en el desierto.

Pero al mismo tiempo, estos errores inevitables que se cometen por inmadurez nos paralizan y sobrecargan con dudas y culpas en nosotros mismos, nos hacen prisioneros del pasado y nos acusan ante el Hacedor. El plan de Dios para este mundo permite que cometamos errores; en este entorno de libertad, nuestra inmadurez no nos deja otra posibilidad. A través de los logros del espíritu, sin embargo, el Padre nos proporciona ciertos medios para triunfar sobre las sombras de la irrealidad, para crecer al enfrentarnos a los retos de la vida, a través de los que conseguimos las fuerzas, la convicción y la humildad que resultan de vivir personalmente la vida en toda su realidad y, a veces, en toda su crudeza.

Pecar, que nunca es algo accidental, requiere de nuestra premeditación para violar lo que sabemos es lo correcto, y sin ese pensamiento o acción intencionada, no hay pecado. Puede que nuestra conciencia nos acuse frente a las costumbres de la sociedad, pero para pecar se requiere de una deslealtad deliberada a lo más elevado y verdadero del corazón humano, al mismo Dios.

El pecado nos separa de la conciencia feliz y estable de la presencia de Dios y deteriora la relación con nuestros semejantes. Nos sentimos culpables, desilusionados con nosotros mismos, apartados del mundo, perdidos sin saber cómo hacer las cosas bien y con la duda de saber si tenemos el valor o la capacidad de salir por nosotros mismos de la maraña en la que creemos vernos envueltos.

Necesitamos despojarnos de esa telaraña engañosa, pero necesitamos algo más que simplemente desearlo o intentar esconderla en los más profundos recovecos de nuestra memoria, donde nos crea un profundo resentimiento que la hace estallar en momentos de tensiones. La solución simplemente es la honestidad. La liberación de la tiranía del pecado y de la culpa necesita de nuestro valor para enfrentarnos y admitir todo el mal que hemos cometido: contra Dios, contra nosotros mismos o contra otras personas, de pensamiento, palabra u obra, sin excusa o atenuante alguno. Debemos desterrar, de una vez por todas, tanto los pecados que parecen intranscendentales como los importantes, para que nunca más nos inquiete su acusadora memoria.

Los pecados que con mayor dificultad reconocemos son precisamente los que originan un daño mayor, y si no los admitimos por completo no producirá en nosotros el efecto deseado: liberarnos de los errores de nuestro pasado y adquirir ese corazón puro que Dios nos otorga. Por tanto, debemos, aunque nos cause dolor, confesar, antes Dios, nuestras malas acciones, con todo detalle, no porque Él no las conozca, sino para poder dilucidarlas ante nuestra propia conciencia. Debemos decirle a nuestro Padre que estamos sinceramente determinados a no caer de nuevo en los mismos errores, y pedirle que perdone cada uno de estos pecados, cuya influencia nos debilita, y los haga desaparecer de los más recónditos lugares de nuestras mentes y de nuestra memoria.

Después, tenemos que sacar valor para repetir todo lo que le hemos dicho al Padre a nuestro amigo más cercano o consejero, a alguien que nunca traicionará nuestra confianza. En ese determinado momento, debemos contar los hechos de la manera que menos nos favorezca, para no invalidar la confesión de nuestra censurable conducta mediante justificaciones y atenuantes.

Nuestro objetivo es la libertad y la rectitud y esto sólo puede conseguirse barriendo de nuestro pasado todos esos pasos mal andados. Tal cual es, sin fingimientos, hemos ofrecido a Dios nuestro pasado, y ahora nos humillamos ante el mundo representado en este amigo o consejero a quien se lo contamos, a quien hacemos partícipe de esos desafortunados aspectos de nuestro pasado, como una ama de casa que diligentemente limpia de suciedad y de trastos los rincones más ocultos de su hogar.

Cuando dolorosamente nos atrevemos a hablar de estos pecados en toda su crudeza, la tenebrosa influencia que tenían sobre nosotros se debilita. Cuando los desenterramos y los ponemos al descubierto, quedan despojados de su pretendida soberanía y se diluyen en las sombras de la nada. Aunque tenemos que reparar los daños que hicimos a otras personas, no debemos volver a pensar más en ellos, porque al hacerlo así, hacemos que su pernicioso poder resurja, debilitándonos y poniendo en cuestión el perdón y la misericordia de Dios. Hemos confesado nuestros pecados y se nos han perdonado; continuar prestando atención a su desvencijado cadáver sólo puede llegar a contaminarnos de nuevo. Cuando ocultábamos estos pecados, el terrible magnetismo que ejercían sobre nosotros duplicaba su poder, pero una vez que los ponemos al descubierto, su dominio sobre nosotros desaparece sin mayor dolor, a no ser que caigamos en la tentación de rememorar esas lamentables experiencias tan dañinas tanto para otras personas como para nosotros mismos.

Cuando conseguimos estar en paz con nosotros mismos, experimentamos la paz con el mundo. En la confesión, expulsamos ese falso orgullo que emocionalmente nos coartaba y que nos impedía perdonar a otros o aceptarnos a nosotros mismos. La confesión da origen a un nuevo ser porque restablecemos nuestra relación con Dios. Al aclarar las cosas ante Dios, nos las aclaramos ante nosotros mismos y ante el mundo.

De vez en cuando haremos cosas que nos crearán alguna infelicidad, pero a pesar de esto, el Padre continúa amándonos y dándonos poder para vencer estos recuerdos que nos avisan de que seguimos siendo humanos. La confesión purifica estos malos pasos, los despoja de poder, quita cualquier mancha de nuestras almas, y nos hace limpios, completos, restablecidos, renacidos, puros de corazón y libres para vivir la vida que Dios ha preparado para nosotros.

*****
“Así diréis a José: ‘Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque te trataron mal’ ”; por eso, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre”. Y José lloró mientras hablaban. (Gn 50,17)

porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. (Ro 10,10)

Porque él mira sobre los hombres, y si uno dice: “He pecado y he pervertido lo recto, pero de nada me ha aprovechado”, Dios redimirá su alma para que no pase al sepulcro, y su vida se verá en luz. (Job 33, 27-28)

No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento. (Lc 5,32)

Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento. (Lc 15,7)

Sabed, pues, esto, hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados… (Hch 13,38)

La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto; (Pr 4,18)

Dios es el que me reviste de poder y quien hace perfecto mi camino; (Sal 18,32)

viernes, 18 de junio de 2010

EL SILENCIO MONÁSTICO

El silencio es una observancia monástica esencial. Los monasterios son casas de silencio. ¿Por qué? El silencio hace que uno se centre en sí mismo, sin distracciones ni interrupciones. Cuando se está en silencio, nuestros pensamientos y emociones son más perceptibles. Tenemos la oportunidad de abordar las cosas que hay que cambiar en uno mismo, hacer un balance de nuestras acciones y reflexionar sobre nuestra vida.

El silencio es también necesario para encontrar a Dios, que habita en el silencio de nuestros corazones. Allí lo puedes hallar; de hecho, es casi imposible hallarlo de otra forma. El silencio monástico no es falta de sonido, sino manifestación exterior de la reflexión interior, la meditación, el examen interior y la oración.

Si desearas ser un monje urbanita, donde quieras que estés o cualquiera que sea tu forma de vida, necesitarás silencio monástico. Aquiétate, sin abrir un libro de oración delante de ti o ponerte tapones para los oídos y siéntate en silencio. Aprende a escuchar ese silencio. Aprende a abrir tu corazón para ese silencio. Toma tiempo, pero tendrás una abundante recompensa de ello, aprendiendo a percibir un mundo que no es ni tangible ni ordinario.

domingo, 13 de junio de 2010

TERCER PASO: ACEPTAR LA GRACIA DE DIOS

Reconocer que en ausencia del poder divino no podemos responder de forma espiritual a la vida, y nos damos cuenta de que todos los atributos espirituales son dones de Dios que no podemos ganar sino aceptar gratuitamente.

La gracia de Dios es como el viento que sopla en todas las direcciones, pero sabemos que su origen no tiene ningún secreto. Todas las cosas buenas descienden del Padre de misericordia, y hasta que no nos demos cuenta de esto, nos enfrentaremos a la vida con unos maltrechos medios de combate. No podemos alcanzar ningún objetivo espiritual con nuestras propias fuerzas humanas; sólo Dios puede hacer que nos sintamos realizados incluso más allá de nuestras limitaciones. Nos complace este vínculo con Dios, y Él encuentra en nosotros, al aceptar el espíritu divino que nos ha dado para que more en nuestro interior, a otro hijo.

La gracia de Dios es la fuente de nuestro potencial, la que despierta en nosotros dones y talentos que sobrepasan nuestra capacidad humana. Su bálsamo curativo nos hace superar las limitaciones mentales, emocionales y espirituales. Este poder que mueve montañas nos abre nuevas vías de realización en la confusa jungla de nuestras vidas.

Mediante la gracia encontramos la Fuente de la vida, mediante la gracia se nos alienta a realizar grandes logros, mediante la gracia aprendemos a amar. La gracia nos da la convicción de que una Deidad omnisapiente y omnipotente asume la responsabilidad de nuestro bienestar personal, la seguridad de aquéllos que amamos y el éxito en la labor que hagamos con fe. Dios nos posibilita que realicemos una labor inmensa y determinante cuando la investimos de confianza en su soberanía. Humanamente somos débiles, dubitativos, temerosos y dolorosamente conscientes de cuán escasa y deficiente es nuestra lastimosa reserva de valor y sabiduría, pero la gracia nos ha dado el cometido de que sigamos adelante como instrumentos de un Ser de ilimitado poder que actúa tanto en nosotros como mediante nosotros. El Padre guía nuestros pasos, e incluso aunque interpretemos de forma errónea sus instrucciones, siempre que lo hagamos en la fe, Él transforma esos errores parciales en vivencias que benefician a todos.

Esa guía espiritual es infaliblemente consistente con lo que, dentro de nosotros, siempre hemos sabido que era verdad. La verdad viva, que brota desde dentro, nos ha liberado de la servil conformidad a los patrones sociales bajo los que hemos pensado y actuado. Estamos ligados al espíritu de Dios no a las formas externas o a los ritos de la humanidad. Nuestra nueva vida es un regalo de Dios que no se compra ni con dinero humano ni se gana con nuestro sacrificio, con la autoayuda o el pensamiento positivo. Cuando obramos así, esta dedicación se convierte en fe por cuyos canales Dios derrama esa paz interior que por sí sola hace que merezca la pena vivir la vida.

La gracia está a nuestro lado en las dificultades; la gracia nos da fuerzas cuando nos sentimos débiles; la gracia nos conforta cuando estamos apesadumbrados. La gracia desciende del Maestro de Obras cuyo diseño eterno engloba todo lo que podamos ser o hacer, todas nuestras oportunidades de realización en el futuro. Dios nos ha proveído de la vida misma, y fuera de Él nos sentiríamos desconsolados, abandonados e inútiles. Dios conoce nuestros nombres y nuestros caminos, y nos guía de la mano por los senderos de la existencia humana.

Te damos gracias, Padre, por darnos la vida, por todas esas circunstancias diferentes que se dan en este entorno terrenal, y por la coherencia eterna de su diseño. Danos valor para actuar bajo tu gracia, para que nuestras vidas se beneficien y podamos beneficiar al mundo que nos rodea.

*****
De allí navegaron a Antioquía, donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido. (Hch 14,26)

Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados. (Hch 20,32)

Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; aunque no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. (1 Co 15,10)

La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a toda la humanidad. (Tit 2,11)

Entonces les tocó los ojos, diciendo: --Conforme a vuestra fe os sea hecho. (Mt 9,29)

Respondiendo Jesús, les dijo: --De cierto os digo que si tenéis fe y no dudáis, no solo haréis esto de la higuera, sino que si a este monte le decís: “¡Quítate y arrójate al mar!”, será hecho. (Mt 21,21)

La promesa realizada mediante la fe La promesa de que sería heredero del mundo, fue dada a Abraham o a su descendencia no por la Ley sino por la justicia de la fe. (Ro 4,13)

el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis, porque vive con vosotros y estará en vosotros. (Jn 14,17)

para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús… (Ef 2,7)

Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor. (2 Co 3,18)

Mas a todos los que lo recibieron, a quienes creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios. (Jn 1,12)

domingo, 6 de junio de 2010

Segundo Paso: Creer en Dios

Comenzamos a creer en Dios y a sentir que Él, como Padre espiritual y Amigo amoroso, mora en nosotros.

Sin Dios, que está en los cielos, ni la tierra ni todo lo que habita en ella tendría significado alguno, ¿dónde está para que podamos creer? ¿Dónde estás, Padre, todos estos años sin saber de ti, tantos años de búsqueda sin poderte encontrar? ¿Es que estaba nuestro corazón demasiado aferrado a lo superficial y no te buscamos lo suficiente? ¿Es que esperaste a que nuestras dudas disminuyeran, hasta que nuestros pensamientos egoístas se sosegaran y nos mostraran ese lugar que siempre habías ocupado?

Una vez que hemos creído en ti y en tu amor, te hemos encontrado en nuestros corazones. Te paseas sobre las nubes; conoces nuestros caminos y sus porqués, y anhelas conversar con nosotros, tus hijos. Sentimos tu presencia a nuestro lado cuando caminamos por sendas montañosas, aunque sabemos que sólo en el silencio de nuestras almas podemos verdaderamente encontrarte.

Quizás le hayamos conocido de repente, como el rayo que golpea al olmo que crece solitario al viento de una colina; o quizás de manera paulatina, como esa niebla que se escapa tranquila de un lago de montaña. Dios habló a Pablo en la luz y la ceguera, a otros de forma sencilla, como la última hoja de otoño ante las primeras nieves. Dios está presente en el aire que respiramos y en cada uno de esos rayos que vemos en las noches estrelladas, pero hasta que no lo encontremos en nuestras almas, tienen poco significado estas señales que observamos en la naturaleza.

El Dios de los universos vive en una gloria incognoscible, pero tiene su segundo hogar en el humilde corazón de los hombres. Hasta que no le conozcamos, el Padre mora en la oscuridad de nuestra propia inconsciencia, silencioso como un ligero batir de alas de palomas en el horizonte. Pero, tened en cuenta, que en nuestra misma sombra, detrás de nuestra puerta, lejos de los ruidos de la vida, su presencia siempre estará presente para aquellos que la buscan en cualquier momento y en cualquier lugar. Con la mente serena y atenta, sentimos su espíritu obrar siempre en el amor. Sus brazos nos confortan en el temor de la noche, y sus labios acarician nuestras mejillas con un beso al amanecer. Su amor, como una melodía, queda flotando con los primeros rayos de la mañana, alentándonos ante el nuevo día.

Creer en Dios abre canales de fe por los que fluyen una energía universal que sana nuestras emociones, que hace renacer nuestras esperanzas y que alienta nuestras almas. Un poder que viene de lo alto infunde nuestras vidas; un poder, que apenas percibíamos antes, se derrama abundantemente sobre nosotros. La vida adquiere un nuevo color, una nueva textura, más brillante y con mayor significado a medida que, en las cosas más comunes, comienzan a revelarse los signos de su propósito eterno. Los sucesos que percibíamos desordenados y productos del azar nos muestran la intercesión armoniosa y amorosa de la mano del Padre. Estamos aprendiendo a seguir nuestros impulsos espirituales y a disfrutar haciendo lo que es correcto, porque a medida que lo hacemos, la verdad se revela y vemos el rostro de Dios.

En nuestros corazones, creemos cada vez con mayor convicción que Dios tiene un propósito para nosotros, una gran tarea, un singular protagonismo en el escenario universal, que dará aliento a nuestros cansados corazones como parte del inmenso universo que nos rodea. Anhelamos estar a su servicio, oír y prestar atención a las indicaciones del Director Supremo. Conocemos demasiado bien nuestras torpezas y nuestro adormecimiento, pero también conocemos a Alguien Todopoderoso cuya grandeza absorbe nuestras carencias. Oh Creador, haz que seamos más sensibles a tu guía generosa.

27 Luego dijo a Tomás: --Pon aquí tu dedo y mira mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. 28 Entonces Tomás respondió y le dijo: --¡Señor mío y Dios mío! 29 Jesús le dijo: --Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron. (Jn 20, 27-28)

No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. (1 Jn 2,15)

Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él. (1 Jn 3,1)

En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu. (1 Jn 4,13)



martes, 1 de junio de 2010

Paso 1: Reconocer nuestras necesidades espirituales

Reconocemos el vacío espiritual en el que se encuentran nuestras vidas y admitimos nuestra impotencia para corregir, por nosotros mismos, nuestros defectos personales.

Nuestra propia búsqueda nos demuestra que no es suficiente con nosotros mismos. Nuestra alma tiene una sed que nada puede saciar, porque es la sed de saberse incompleta cuando está apartada de Dios. La vida, en su diversidad y múltiples obligaciones, nos ofrece una distracción continua, pero a veces la tragedia nos deja solos frente a las más profundas necesidades de nuestras almas, empujándonos a buscar la ayuda de algo superior.

La vanidad, las ambiciones, las posesiones, las sensaciones y las filosofías de vida que pueblan nuestras mentes parecen querer convencernos de que es todo lo que necesitamos, pero no nos dejan sino un mal sabor de boca. Dentro de nosotros hay algo que nos hace saber lo que necesitamos, a Quién necesitamos, porque cuando esta multitud de cosas empieza a desvanecerse, nuestro yo interior alza su voz para preguntarnos si eso era todo, y nos encontramos solos en la noche haciéndonos esa misma pregunta. A menudo nos sentimos atraídos por las riquezas y el reconocimiento del mundo, pero ¿para qué sirven? Pretender vanamente ganar la respetabilidad de nuestro yo público enmascara un pozo sin fondo de temores obsesivos y de deseos rotos, que apenas podemos esconder tras nuestro cuidado aspecto.

En el dolor, en la desgracia, en la angustia o en la adversidad, nuestras propias deficiencias nos impulsan a buscar la fortaleza más allá de nosotros mismos. Pero, ¿cómo es que no evitamos ese sufrimiento?, ¿por qué no nos hacemos de provisiones antes de que llegue el crudo invierno y el hielo haga que no encontremos ni sustento ni refugio?, ¿por qué no llenamos de víveres nuestras despensas ahora que los necesitamos?

¿Quién no ha sido prisionero de su propio temperamento? ¿Quién no se ha sentido forzado o atrapado u obligado a andar caminos no deseados empujado por oscuros deseos y miedos hasta llegar a sentir odio de sí mismo? Cuando caminamos mal, comenzamos a cruzar frenéticos túneles cuyas paredes se desmoronan a nuestro paso, pero son pocos los que buscan ayuda hasta que no se han convencido de que son incapaces de pilotar la nave de su propia vida. Con demasiada frecuencia nuestra nave naufraga y queda atrapada en el frío hielo, haciendo que nuestros sueños también se hundan entumecidos por las frías aguas.

Es natural que queramos que todos nuestros sueños y anhelos personales se hagan realidad, pero eso no es posible. En la confusión de múltiples almirantes y de tácticas diferentes no se puede ganar la batalla. Es mejor que haya Uno sólo al mando de todo, Alguien que nos conozca cómo somos mejor que nosotros mismos, y en cuyo destino encontremos nuestro mayor bien. Pero mientras que nuestras metas personales prevalezcan sobre lo demás y creamos que nos bastamos con nosotros mismos, no sentiremos ese impulso de buscar la voluntad de Dios. La vida nos tiene que enseñar esas lecciones que nos negamos a aprender.

El camino espiritual comienza con nuestro afán por comprender esta vida y el lugar que ocupamos en ella. Dios anhela que le conozcamos, pero no interviene de forma espontánea; tenemos que estar primero cansados de nuestro vacío. Si las circunstancias que nos rodean nos facilitan demasiado las cosas, quizás solamente la tragedia puede hacer zarandearnos para que nos sintamos incómodos con ellas y podamos por fin reconocer que somos incapaces, por nosotros mismos, de entender el mundo.

Respondió Job a Dios y dijo: 2 “Yo reconozco que todo lo puedes y que no hay pensamiento que te sea oculto. 3 ¿Quién es el que, falto de entendimiento, oscurece el consejo?”. Así hablaba yo, y nada entendía; eran cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía. 4 “Escucha, te ruego, y hablaré. Te preguntaré y tú me enseñarás. 5 De oídas te conocía, mas ahora mis ojos te ven. 6 Por eso me aborrezco y me arrepiento en polvo y ceniza”. (Job 42, 1-5)

¨Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.¨ (Rom 8, 28)