viernes, 27 de agosto de 2010

DÉCIMO PASO: ORAR

Mediante la oración, la meditación, la adoración y la comunión espiritual mejoramos nuestro contacto consciente con Dios y compartimos con Él nuestra vida interior. Cuando realizamos en Dios un compromiso de vida creamos los cimientos para la oración y comenzamos un camino en el que llegaremos a conocer al Padre celestial.

Dios, siendo Dios, puede comunicarse con nosotros de la manera que desee. Si en tan raras ocasiones durante la historia lo ha hecho de manera que se pudiesen oír sus palabras, se debe a la importancia que otorga a nuestro crecimiento en la fe. Si seguir la guía del espíritu consistiera simplemente en oír una voz o leer unas instrucciones escritas en una pizarra, ¿qué valor tendría vivir en la fe? El plan de Dios nos pide que confiemos en nuestros sentimientos más profundos cuando no veamos el camino con claridad. Superar la incertidumbre de la presencia de nuestro guía interior es un ejercicio de fe. A un padre le preocupa menos que su hijo comprenda un determinado pasaje escrito que el hecho mismo de que aprenda a leer. De igual manera, lo importante ante los ojos de Dios no es que seamos perfectamente conscientes de su respuesta a nuestra oración, sino el hecho de que sigamos adelante en nuestro intento de hacer su voluntad. En el primer caso, damos importancia a los detalles; en el segundo, a nuestra relación con Él.

Lo verdaderamente importante es que percibamos en nuestras almas la tenue y serena voz del Padre; pero para oír sus delicados tonos con nuestros torpes oídos materiales, necesitamos poner mucha atención. El alma tiene, de forma natural, esta capacidad, pero lo mismo que se necesita práctica para distinguir el canto de un pájaro en medio de los ruidos de la ciudad, también se necesita perseverancia para poder distinguir la guía de Dios en medio de los sonidos disonantes de nuestros dispersos pensamientos. El Padre tiene mucho que decirnos, y nuestro bienestar espiritual depende del tiempo que nos tomemos en escuchar.

La oración se aprende con la práctica, no en los libros. Orar es comunicarse con el Hacedor; no depende de nuestra habilidad para emplear un lenguaje florido que impresione a alguien cuya mente abarca las galaxias. El tiempo, el lugar o la forma de orar es lo de menos, sólo importa nuestra sincera disposición para escuchar la respuesta de Dios. Nos hacemos amigos de nuestro Padre al igual que lo hacemos con otras personas, pasando tiempo con Él, hablando, escuchando y compartiendo con Él cosas de nuestras vidas.

Se comparten con Dios esas cosas que día a día llevamos en la mente, porque cualquier cosa que nos preocupe le preocupará a Él también. Pero nuestras oraciones no pueden desembocar en un continuo y egoísta lamento por nuestros problemas personales; no podemos olvidarnos de las necesidades de los demás, que muchas veces sobrepasan con mucho las nuestras. Tampoco debemos pedir en nuestras oraciones que Dios nos haga la vida más fácil o que nos prefiera sobre otras personas. Para poder poner nuestras propias dificultades en su justa perspectiva, tenemos que aprender a tener una actitud de agradecimiento y de reconocimiento, sin olvidarnos de dar gracias a Dios por el bien que nos hace cada día.

La oración tiene el efecto de crear nexos entre nuestras vidas y el mundo espiritual, y nos hace capaces de afrontar los retos y las dificultades tal cuales son en realidad y no como creemos que son en nuestro mundo de sueño e irrealidad. Cuando tenemos problemas, la oración es una guía que nos permite examinar la situación exacta en la que nos encontramos, qué ha sucedido para que estemos en ese aprieto y cómo puede acabar si no tomamos alguna medida que cambie la dinámica de esa situación.

La oración no es un substituto de la acción, sino que mueve a ella. El Padre nos pone en este mundo para que participemos en la vida y fortalezcamos nuestro carácter mientras vencemos las inevitables vicisitudes con las que nos encontraremos. Esto no sería así, y se recompensaría la indolencia, si Dios concediera peticiones de cosas que están al alcance del ser humano. Dios diseñó este mundo para que tuviésemos que esforzarnos por alcanzar nuestros objetivos, y aunque le pidamos fuerzas al Padre para poder conseguirlos, nunca debemos esperar que Él haga por nosotros lo que Él ya nos ha capacitado para hacer por nosotros mismos.

Para que nuestras peticiones tengan algún efecto, hay que expresarlas con claridad y exactitud. ¿Cómo queremos exactamente que cambie la situación? A veces, tan sólo pensar en esa pregunta ya nos desvela una respuesta lógica, que hace que podamos con nuestros propios esfuerzos lograr una solución. Nuestra actitud general hacia la vida puede que sea “Padre, que se haga tu voluntad”, pero en la oración somos tan generales que ésta se disipa como el vapor de agua de una olla a presión. Al haber analizado la situación de la mejor manera que sabemos y haber llegado sinceramente a la conclusión de cuál debe ser el mejor resultado, debemos entonces pedir al Padre sin vacilar que nos ayude a llevarlo a cabo. Nuestra misma fe da por sentado que Dios resolverá nuestro problema de la mejor manera, ya sea o no del modo que tenemos previsto; pero para que la oración sea eficaz, no podemos tener una actitud tibia, vaga o indefinida, porque Dios desea que nos enfrentemos de lleno y de forma creativa a los problemas de la vida. Debemos pedir mucho para que se solucionen nuestras dificultades, y procurar de nuestra parte, con la misma intensidad, solucionarlas.

Nuestras oraciones no son ahora dubitativas, tímidas o sensibleras, sino valerosas reafirmaciones de lo que es lo correcto y lo mejor. Venimos ante Dios como ante un buen padre terrenal, le expresamos con exactitud la situación en la que nos encontramos o el problema que nos embarga, le explicamos las razones por las que pensamos que esa solución sería la mejor para nosotros y le exponemos lo que hemos hecho hasta ahora para encontrar por nosotros mismos esa solución. Si no hay nada más que podamos hacer para mejorar la situación, tenemos derecho a pedir a Dios con total confianza que nos conceda ese resultado que estamos convencidos es el mejor para nosotros.

Si parece que Dios no responde a nuestras oraciones, no es porque Él no nos haya oído, porque no le importemos o porque esté demasiado ocupado. Una oración que queda al parecer sin respuesta debería indicarnos que quizás no hayamos agotado nuestra capacidad humana para solucionar el problema que nos aflige, que, por razones que no comprendemos, sería pernicioso para nosotros conseguir lo que queremos, al menos de la forma deseada, que dar una respuesta a nuestras oraciones signifique limitar la expresión de la libre voluntad de otras personas o que su momento aún no haya llegado; pero puede que incluso, sin nosotros saberlo, la oración ya haya tenido respuesta. En todo caso, debemos siempre vivir en la certidumbre de que Dios da respuesta a todas nuestras plegarias.

La oración, la fe y la acción están espiritualmente vinculadas entre sí. La oración genera fe, la fe nos lleva a la oración y ambas nos llevan a actuar con decisión de acuerdo con la guía del Padre. Cuando actuamos bajo la guía espiritual del Padre, se nos otorga a cambio más fe y se nos alienta a seguir en la oración, a medida que experimentamos la satisfacción de la victoria en la vida espiritual.

La oración es algo real y, como antiguamente los ejércitos usaban los arietes para echar abajo las puertas de las ciudades enemigas, debemos emplearla para vencer las barreras que encontremos. La oración, unida a la fe y a la acción, hace que los problemas sin solución se desvanezcan, hace que podamos superar las dificultades y trae más plenamente el reino de Dios a nuestro atribulado planeta.

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Porque tú, Dios mío, revelaste al oído de tu siervo que le has de edificar casa; por eso ha hallado tu siervo motivo para orar delante de ti. (1 Cr 17,25)

Cuando ores, no seas como los hipócritas, porque ellos aman el orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa. (Mt 6,5)

Y al orar no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. (Mt 6,7)

Después de despedir a la multitud, subió al monte a orar aparte; y cuando llegó la noche, estaba allí solo. (Mt 14,23)

¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? (Mt 26,53)

Aconteció que estaba Jesús orando en un lugar y, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: --Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos. (Lc 11,1)

También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desmayar… (Lc 18,1)

Por lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual. (Col 1,9)

Cumplidos aquellos días, salimos. Todos, con sus mujeres e hijos, nos acompañaron hasta las afueras de la ciudad, y puestos de rodillas en la playa, oramos. (Hch 21,5)

Por lo cual nos gozamos de que seamos nosotros débiles, y que vosotros estéis fuertes; y aun oramos por vuestra perfección. (2 Co 13,9)

Siempre que oramos por vosotros, damos gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo… (Col 1,3)

Por esta razón también oramos siempre por vosotros, para que nuestro Dios os tenga por dignos de su llamamiento y cumpla todo propósito de bondad y toda obra de fe con su poder. (2 Ts 1,11)

jueves, 12 de agosto de 2010

NOVENO PASO: COMPROMETERSE

A pesar de lo que ello pueda significar para nosotros, hemos llegado a la conclusión de que la vida sólo merece la pena vivirla cuando se basa en la verdad y en la dedicación a nuestro amoroso Padre celestial. De todo corazón, entregamos cada aspecto de nuestra vida a Dios y nos comprometemos a hacer su voluntad.

El hombre primitivo se mantenía vivo en el mundo hostil que le rodeaba gracias a su instinto de protección, a su innata beligerancia, a su desconfianza y a su malicia, y esto a nosotros nos servía también, pero nuestro progreso espiritual se veía obstaculizado precisamente por esa misma falta de confianza. Sin embargo, para entrar en el reino, debemos adquirir exactamente eso, confianza.

Vivir en el espíritu conlleva ser conscientes de la comunicación entre nuestra alma y su Hacedor. Cuando prestamos atención al espíritu de Dios, nos comprometemos de forma instantánea con lo que Dios desea exactamente de nosotros, sin que nos importe el coste personal o las consecuencias que puedan originarse. Nuestro progreso en el reino se establece de forma individual y está lleno de matices. No existen fórmulas establecidas, porque resultarían engañosas e incluso contraproducentes para los que no alcanzan a comprender la acción del espíritu interior. La vida en el reino es un proceso de liberación que requiere que iniciemos de todo corazón y sin reservas un camino estrecho que exige mucho de nosotros; un camino en la seguridad de que encontraremos, en esa orilla lejana, paz, gozo y vida eterna.

Entrar en el reino nos exige que dejemos a un lado cualquier cosa, relación o actividad que se interponga entre nosotros y la vida divina. Si nuestro compromiso con Dios no es incondicional, si ponemos el más leve reparo, nuestra dedicación espiritual será incompleta, porque nosotros seguimos llevando las riendas de nuestras vidas. Si obedecemos a nuestro Padre noventa y nueve veces de cien, estaremos poniendo reparos a una obediencia que no podemos cuestionar, porque cada nueva situación demanda una nueva reflexión para ver si esta vez hemos de seguir o no la guía divina.

Aunque pudiera parecer lo contrario, hay poca diferencia espiritual entre obedecer a Dios un noventa y nueve por ciento de las veces u obedecerle un uno por ciento; la diferencia es simplemente de grado. Sólo en las vidas de las personas que han decidido de antemano hacer su voluntad sin importarles el coste personal o las posibles consecuencias puede el Padre expresarse en plenitud.

¿Y si pudiéramos vivir de esa manera tan sólo una hora? ¿Y si los problemas que nos han oprimido durante años desaparecieran de repente para nunca más volver? ¿Y si pudiéramos ver a los ángeles que caminan a nuestro lado y que nos apoyan en nuestro batallar en la vida? ¿Y si pudiéramos estar seguros de que los acontecimientos de nuestras vidas diarias forman parte de un plan superior diseñado por un Ser Omnisapiente?

¿Quién mueve todo esto? ¿Cómo podemos entrar en ese maravilloso reino desde el lugar en que nos encontramos? En la búsqueda de Dios, los ascetas se mortificaban físicamente, sumergiéndose en aguas heladas, escalando montañas y soportando las mayores privaciones y sufrimientos con la esperanza de ganar el favor de un distante y severo Dios. Intentando reducir las distracciones del mundo que Dios ha creado para que vivamos, algunos monjes permanecen durante años en un silencio estricto o pasan los días recitando oraciones establecidas hasta quedar hipnotizados por la repetición monótona del movimiento de sus lenguas.

Otros quieren inútilmente controlar los secretos del universo y llegar a un estado celestial aprendiendo más del Sostenedor Universal, intentando encontrar a Dios mediante el conocimiento. Pero ninguno de estos caminos extremos, aunque se hayan hecho con buena intención, ha llevado a las almas hasta el reino como cuando se vive en la fe en contacto directo con el mundo que Dios ha creado. Intentar ser “mejores” y encontrar a Dios por medio de la sumisión de nuestro cuerpo o la educación de nuestras mentes conduce al fracaso, porque en ambas posibilidades la persona ejerce su dominio, y la esencia de la vida en el reino es nuestra rendición a la guia de Dios. No se busca el reino para que el mundo se someta a nuestro antojo, sino, mediante la fe, para ser un instrumento al servicio de la voluntad del Padre.

Si el precio que tenemos que pagar vale el premio que obtendremos, no lo dudes; dirígete al Padre por ti mismo; háblale de lo que quieres en la vida, de tus anhelos y esperanzas, al igual que de tus problemas y miedos. Reúne valor para decirle que desde ahora en adelante quieres vivir a su manera, sin importarte el posible precio que tengas que pagar en las cosas de este mundo. Dile al Padre que confías en Él totalmente, que tu vida es suya, y que tu más íntimo deseo es obedecerle a Él incluso en los asuntos más nimios. Permanece entonces en silencio y oye su respuesta en tu alma, su bienvenida al mundo espiritual.

El Padre nos quita las manchas que empañaban nuestro yo interior y limpia nuestros corazones. Cuando Dios vive en nosotros y a través de nosotros, nos tornamos más eficientes y menos sujetos a las limitaciones normales de los humanos; como mediadores de quien rige los avatares de los mundos que circundan el espacio, nos vemos con mayor capacidad. Al obrar con Dios, Dios obra en nosotros. Entrar en este misterioso reino ilumina la oscuridad y las sombras del mundo que nos rodea; cada una de las hojas de los árboles parece estremecerse de agradecimiento por el regalo de la vida. Sentimos que partimos hacia una aventura sin límites, para aportar nuestra pequeña porción en una historia interminable de misericordia y provisión.

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¿Pues qué, si algunos de ellos han sido incrédulos? Su incredulidad, ¿habrá hecho nula la fidelidad de Dios? (Ro 3,3)

Entonces Josafat se inclinó rostro a tierra, y también todo Judá y los habitantes de Jerusalén se postraron ante el Señor para adorarle. (2 Cr 20,18)

“Lámpara de Jehová es el espíritu del hombre, la cual escudriña lo más profundo del corazón.” (Proverbios 20, 27)

“Pues no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros.” (Mt 10, 20).

porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre. (Mc 3,35)

Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios; tu buen espíritu me guíe a tierra de rectitud. (Sal 143,10)

Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. (Mt 6,33)

“Os digo que entre los nacidos de mujeres no hay mayor profeta que Juan el Bautista; y, sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él.” (Lc 7, 28)

Al oírlo Jesús, se maravilló y dijo a los que lo seguían: --De cierto os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe. (Mt 8,10)

Respondiendo Jesús, les dijo: --Tened fe en Dios. Mc 11,22

No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he publicado tu fidelidad y tu salvación; no oculté tu misericordia y tu verdad en la gran congregación. (Sal 40,10)

confirmando los ánimos de los discípulos, exhortándolos a que permanecieran en la fe y diciéndoles: “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios”. (Hch 14,22)

Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que lo aman? (Stg 2,5)

lunes, 9 de agosto de 2010

El BUEN PASTOR


Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco, y me siguen; yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, mayor que todos es, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. El Padre y yo uno somos. (Jn 10, 27-29)

lunes, 2 de agosto de 2010

OCTAVO PASO: VIVIR UNA NUEVA VIDA

Hemos tomado la decisión de vivir una nueva vida y dejar atrás la ira, la ansiedad, la impaciencia, el orgullo y el miedo, y nos resistimos a aferrarnos de nuevo o a dar vía libre a esas reliquias de nuestro pasado. Sin más tardar, admitimos nuestras faltas y nos negamos a albergar de nuevo sentimientos de culpa.

En nuestros corazones existe un reino en el que el creyente está llamado a entrar. Es un reino de paz, gozo, amor e inconmensurable libertad. Este reino siempre ha permanecido ahí, pero pocos han depositado su confianza en él lo suficiente como para entrar, a pesar de que, desde su interior, una voz tenue y en calma nos habla en susurros del amor del Padre. Para los que viven con este propósito y se regocijan en este amor, el reino de Dios es como un río que limpia nuestras almas y nos hace completos. Este río, descrito por los profetas y confirmado por los santos, recorre su curso a través de los tiempos y del universo, de igual manera que a través de nuestros corazones.

Este reino no es sólo un estado mental sino también un lugar real. Es como si una persona enferma y sin hogar, que caminara sola sobre la nieve en una ciudad extraña, sintiendo el fuerte viento a través de su viejo abrigo, se viera de momento transportada a una isla ensortijada de olas y conchas de mar, a la isla de sus sueños, y se sentara descalza sobre la tibia arena al lado del ser amado. De hecho, nuestro Padre hace posible que sintamos continuamente en nosotros un paraíso mucho mejor —la paz personal y la felicidad que todos ansiamos— mientras nos dedicamos a nuestros quehaceres cotidianos.

Pensad cuánto más efectivo seríamos si actuáramos constantemente a partir de este reino: nuestros espíritus serían como inexpugnables ciudadelas; nuestra comunicación con los demás sería amable, creativa y alentadora; nuestras mentes estarían en paz sin dejarse nunca más perturbarse por las tensiones emocionales ni desgarrarse por objetivos y propósitos contradictorios; nuestros cuerpos serían más saludables; nuestras vidas más simples y más efectivas.

En esta nueva vida, nos hemos liberado del influjo de la culpa porque hemos pedido y experimentado el perdón por cada error que hayamos cometido en el pasado, hemos expuesto todo ante nuestro Padre y hemos conseguido la paz con nuestros semejantes. Vivimos y actuamos con la confianza de hombres y mujeres que saben por qué están aquí y por qué están haciendo lo que hacen. Las barreras nunca más nos parecen infranqueables, ni las adversidades las únicas a tener en cuenta en el escenario de nuestras vidas. Nuestros corazones se inundan del amor del Soberano del universo, que es quien dirige nuestros pasos.

Por mucho tiempo, el egoísmo había sido el motor de nuestras vidas. A medida que nuestros valores superiores se fortalecían, intentamos ser mejores, pero fracasamos porque tratábamos de mejorar usando nuestra propia fuerza de voluntad y nuestros propios medios. Este intento de cambio en nosotros mismos resultó ser frustrante, agotador y finalmente infructuoso, porque nuestro yo era incapaz de transformarse a sí mismo de la misma manera que el agua no puede transformarse por sí misma en vino. Sólo al rendirnos ante un Poder Superior cabría esperar una verdadera transformación, porque Dios disfruta haciendo por nosotros lo que nosotros no podemos hacer por nosotros mismos. La fe abre las puertas hacia nuestro ser interior, nos nutre con verdadera fuerza espiritual y nos vincula a los cauces ascendentes del universo.

Esta nueva vida es diferente y no una variación de la que ya conocíamos; es algo completamente nuevo. Un saltador de altura se eleva sobre su pértiga tras un intenso entrenamiento, en el que ha de ejercitar su paciencia, sabiendo que la más mínima mejora en la altura le va a exigir un gran esfuerzo. La vida del reino no es así; es un entorno de paz interior, de gozo, de belleza y de acción inalcanzable mediante técnicas como el pensamiento positivo, por muy efectivas que sean. El reino de los cielos es donde siempre hemos querido vivir, y donde, mediante la fe, podemos entrar en este mismo momento. Es el lugar con el que los profetas soñaron, y que todos los que aman a Dios buscan. En el reino, el espíritu de Dios día a día nos acompaña en nuestra vida, en nuestros sentimientos de amor, en lo que conseguimos a través del poder que fluye de la Fuente del Paraíso del amor eterno.

El reino de los cielos nos eleva por encima de esas vides colgantes de nuestro pasado que han tenido a nuestras almas atadas a la tierra acusándonos de culpa y pecado. El pasado ha perdido para siempre su poder sobre nosotros, porque sabemos que el Padre ha perdonado todos nuestros malos pasos y errores. Comenzamos de nuevo, y ya nada excepto nuestros temores y dudas nos puede retener.

Esta nueva vida no nos va a impedir que cometamos errores en el futuro, pero nos va a proporcionar el modo de reducirlos y superarlos. Nuestra búsqueda de la rectitud es, mediante esta nueva vida, un alivio en lugar de un peso, porque vivimos bajo la guía de Dios y compartimos cada momento con Él. El Padre, al dirigir su río de amor hacia nuestros corazones, nos inspira una fe que elimina cualquier obstáculo a causa del egoísmo y de la duda. Vivimos en el mundo del Padre y nos reconocemos como sus hijos.

Adquirimos esta nueva fe entregándonos al poder transformador de Dios y comprometiéndonos a vivir de acuerdo con lo que sabemos que es lo verdadero, lo mejor y lo correcto. Superamos todos los obstáculos y seguimos avanzando con la confianza puesta en la voluntad de Dios a medida que se revela en nosotros. Tenemos fuerzas para tener éxito en la realización de la voluntad del Padre.

Con la ayuda de Dios nos crecemos sobre las cosas que hemos dejado atrás, nos libramos de esos perniciosos hábitos de pensamientos a los que tan dependientes éramos. Su aparente atractivo ya no lo es ahora que hemos aprendido algo mejor. En las dificultades familiares, en las insatisfacciones personales, en la angustia, el precio que hay que pagar cuando nos encontramos fuera del reino de Dios es demasiado elevado. Nuestros miedos instintivos y nuestras dudas se desvanecen, se evaporan ante los rayos de amor de nuestro Padre. Nunca más tendremos dudas del reino ni pondremos en una balanza las ventajas o inconvenientes. Nos adentramos sin reservas en un camino que siempre había estado disponible para nosotros, pero que no se nos había hecho real hasta ahora.

En todo momento esperamos en el reino del Padre, sin saber lo que nos traerá, pero sabiendo que el Padre sólo nos traerá lo bueno.

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6 Y voló hacia mí uno de los serafines, trayendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas. 7 Tocando con él sobre mi boca, dijo: —He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa y limpio tu pecado. (Is 6,7)

Cuando llega la soberbia, llega también la deshonra; pero con los humildes está la sabiduría. (Pr 11,2)

Y nadie echa vino nuevo en odres viejos; de otra manera, el vino nuevo rompe los odres, el vino se derrama y los odres se pierden; pero el vino nuevo en odres nuevos se ha de echar. (Mc 2,22)

Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. (Mt 6,33)

Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. (Lc 14,33)

Decía además: “Así es el reino de Dios, como cuando un hombre echa semilla en la tierra.” (Mc 4,26)

Viéndolo Jesús, se indignó y les dijo: —Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis, porque de los tales es el reino de Dios. De cierto os digo que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. (Mc 10,14-15)

Buscad, más bien, el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas. (Lc 12,31)

Después me mostró un río limpio, de agua de vida resplandeciente como cristal, que fluía del trono de Dios y del Cordero. (Ap 22,1)