miércoles, 30 de marzo de 2011

DECIMONOVENO PASO: AMAR A NUESTROS SEMEJANTES

Damos cada vez más valor a los demás porque son los amados hijos e hijas de Dios y nos esforzamos por amar a cada uno de ellos tal como hace el Padre de los cielos.

En nuestros corazones sentimos verdaderos deseos de amar a nuestros semejantes, y nuestra alma se siente plena solamente cuando ama a los demás. A veces los caminos del amor son tortuosos, pero el impulso sigue ahí, irresistible incluso ante circunstancias adversas. Sin explicarnos cómo, el amor comienza por surgir y crecer sin importar el momento, el lugar o las circunstancias.

La expresión de este amor es un gran dilema, el santo grial de los profetas: ¿cómo amar de la manera que un padre ama a un hijo? ¿cómo amar a los demás como nuestro Padre nos ama a nosotros? ¿cómo se comienza a amar y cómo podemos hacer que ese amor perdure? Nace en un lugar profundo y desconocido, rodeado de misterio y por razones que se nos escapan. No entendemos por qué amamos, solo que lo estamos haciendo, porque el flujo del amor se resiste a cualquier análisis. El verdadero amor no repara en gastos, esfuerzo o gratificación, sino que simplemente existe en un espíritu de bondad y ternura. Pero, siendo un mundo tan diverso ¿cómo podemos aprehender ese espíritu y otorgárselo a una persona desaprensiva, cruel o sin fe? ¿Somos capaces de mirar a nuestros hermanos y hermanas a través de los ojos del Padre y ver lo que Él ve, sin emitir ningún juicio?

Se nos conoce por el objeto de nuestro amor. Muchos aman las posesiones, otros las apariencias y algunos incluso aman el engaño como forma de vida, disfrutan siendo cada vez más astutos. Algunos aman el dinero, el poder o la fama; otros aman las cosas más sencillas, y es a ellos a los que el Maestro prometió el reino. Nuestro amor puede dejar un camino abierto tras nosotros, puede evaporarse en el cielo o dejar un rastro de lodo en el suelo.

El Padre fabrica el tejido del que está hecho el amor. Tomamos la sustancia del amor de su almacén y la tejemos para vestir al desnudo. Actuar por amor estimula al amor verdadero; amamos amando. Obrar por amor prende al mismo amor, porque cuanto más amor sintamos hacia los demás, más se reflejará en éstos y más aumentará como vivencia compartida el impulso a amar.

El universo nació del amor, no sólo del fuego. El amor es el impulso interior de la vida y cuando amamos, esa fuerza formidable resuena con poder universal en lo alto, prometiendo una nueva vida y un yo renovado. Vemos por su luz y, cuando se nubla el horizonte, hay unos rayos dorados que bañan al dador y al recipiente del amor porque en éstos el Padre del universo se revela y se expresa. La ausencia de amor sólo trae odio o indiferencia y, aparte del amor, cualquier relación entre los seres humanos queda vacía de contenido y resulta inútil y engañosa. Pero en el amor del Padre somos completos, recobramos nuestras fuerzas, se secan antiguos barrizales, disminuye el peso sobre nuestros hombros y vemos el corazón de Dios en el momento de la creación.

Los que dudan del poder del amor no conocen el gozo de la vida. Aquellos que anteponen los bienes por encima del amor son prisioneros de la ilusión, porque por ninguna posesión o posición merece la pena que perdamos el amor que perdura cuando las muchas cosas que hemos obtenido se deterioran o van a otras personas. El amor sobrevive a los bienes materiales y es más dulce que éstos. El amor hace resaltar lo bueno de nuestras vivencias, permanece cuando todo lo demás falla. El amor alivia la fiebre de nuestras frentes y refrena la mano del verdugo. El amor por sí mismo hace que merezca la pena vivir y que sintamos a Dios de forma más real y no solo a través de oraciones solitarias entre los muros de un claustro. El amor tiende un puente en el abismo que existe entre lo que somos y lo que queremos ser, nos da todo lo que tenemos y somos y sin él estamos vacíos, como atrapados en una prisión de negatividad y desesperación.

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Por amor de mis hermanos y mis compañeros diré yo: “¡La paz sea contigo!”. (Sal 122,8)

El odio despierta rencillas, pero el amor cubre todas las faltas. (Pr 10,12)

Las muchas aguas no podrán apagar el amor ni lo ahogarán los ríos. Y si un hombre ofreciera todos los bienes de su casa a cambio del amor, de cierto sería despreciado. (Cnt 8,7)

En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros. Jn 13,35

Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos. (Jn 15,13)

Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros. (Ro 12,10)

Si yo hablara lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe. (1 Co 13,1)

Sobre todo, vestíos de amor, que es el vínculo perfecto. (Col 3,14)

sábado, 12 de marzo de 2011

EN LA COMPAÑÍA DE DIOS NUESTRO PADRE ...

"Del río sus corrientes alegran la ciudad de Dios... ". Este río es la voluntad del Padre y fluye hacia los que están dispuestos a recibir el agua de la vida. La vida no tiene sentido aparte de la relación con Dios. Una generación que se vanagloria en las posesiones y sensaciones está vacía de contenido espiritual porque no llega a satisfacer la realidad más profunda y verdadera del corazón humano. El Padre anhela que sus hijos estén con él y vivan en su amor. Para vivir así se necesita que lo busquemos con todo nuestro corazón y que abandonemos aquellas cosas que se interponen entre nosotros y el reino de la vida, de la salud y de la felicidad.

Los problemas que hemos tratado en estas páginas (cuando nos sentimos solos, cuando sentimos miedo, ante el estancamiento espiritual, ante la soledad o ante los fracasos de la vida) son como una serie de preguntas con dos respuestas posibles en cada caso. No existe ningún tipo de problema sea emocional o espiritual que no pueda solucionarse si decidimos compartir íntimamente nuestras vidas con el Padre y disfrutar de la valiosa compañía de nuestros semejantes. Ese Poder que creó el mundo hace desaparecer de inmediato el sentimiento de soledad, aislamiento, duda, confusión, culpa, desánimo, derrota, impaciencia, estancamiento y miedo.

Excepto en caso de la intervención de leyes superiores, los hechos de la existencia material deben simplemente aceptarse. La oración por sí misma no puede sanar, pero sí puede abrirnos una perspectiva de curación espiritual y una fe ilimitada en la aceptación de la solución que el Padre da a cada uno de nuestros problemas, pequeños o grandes, y en la que el bien se sirve incluso de la tragedia.

Cuando vamos a nuestro Padre sentimos una paz que sobrepasa toda comprensión. Las dificultades y las tragedias de la vida no cesan de ocurrir, pero sabemos que Él las siente con nosotros. En compañía de Dios nos sentimos con más valor, ganamos percepción de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, empezamos a ver las cosas a través de sus ojos. Nos alegra vivir la vida y sus vicisitudes porque sabemos que el Padre nos ha puesto aquí para que pasemos una prueba corta, pero intensa, y que la vida eterna nos espera al otro lado, donde las dificultades materiales ya no se cernirán sobre nosotros con tanta virulencia. Nos da fuerzas percibir que somos parte de un todo más grande donde reinan la rectitud y la belleza. Vemos esta esfera oscurecida por el pecado como un campo de entrenamiento que Dios ha hecho santo y sagrado. Vemos al Padre como quien ve a un amigo, y aprendemos a amar a los otros como él nos ama.

Cuando nos encontramos con nuestro Padre y compartimos nuestras vidas con él, sentimos cómo su energía nos renueva a cada instante. Él nos lleva a una alta planicie desde donde podemos observar en amplitud los problemas de la vida y allí, en la distancia, vemos la radiante ciudad de nuestros sueños. Su poder se mezcla con nosotros, y nos vemos parte de un esfuerzo superior, en donde los hijos y las hijas de Dios trabajan juntos para el avance de un todo mayor, colaborando a que llegue pronto el día en que este mundo sea el lugar que queremos que sea.

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Del río sus corrientes alegran la ciudad de Dios, el santuario de las moradas del Altísimo. (Sal 46,4)

38 Cualquiera sea la oración o súplica que haga cualquier hombre […] cuando cualquiera sienta el azote en su corazón y extienda sus manos hacia esta casa, 39 tú oirás en los cielos, en el lugar de tu morada, perdonarás y actuarás; darás a cada uno, cuyo corazón tú conoces, conforme a sus caminos (porque solo tú conoces el corazón de todos los hijos de los hombres) (I R 38-39)

Pero tú mirarás a la oración de tu siervo, y a su ruego, Jehová, Dios mío, para oir el clamor y la oración con que tu siervo ora delante de ti. (2 Cr 6,19)

Por nada estéis angustiados, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. (Flp 4,6)