El desarrollo espiritual depende, por un lado, de que tengamos una relación
viva con nuestro Padre Universal y, por otro, de nuestro crecimiento continuo
en los frutos del espíritu a medida que servimos a nuestros semejantes. El
progreso espiritual se basa en el reconocimiento intelectual de nuestra pobreza
espiritual unido a la conciencia personal de la sed de perfección, el deseo de
conocer a Dios y de parecerse a él, nuestro propósito sincero de hacer la
voluntad del Padre que está en los cielos.
El crecimiento espiritual es, en primer lugar, un despertar a las
necesidades, luego un discernimiento de los significados y, finalmente, un
descubrimiento de los valores espirituales. La prueba del verdadero desarrollo
espiritual de la persona se manifiesta en su motivación al amor, al servicio desinteresado
y a la adoración sincera a los ideales de perfección de la divinidad. Todas
estas vivencias constituyen la realidad de la religión, en contraste con las
simples creencias teológicas.
La religión puede progresar hasta ese nivel en el que nuestras vivencias se
convierten en un modo inteligente e iluminado de acercarnos espiritualmente al
universo. Esa religión glorificada tiene
su acción en tres niveles distintos de la persona humana: el material, el
mental y el espiritual –en nuestra alma y en nuestra relación con el espíritu
interior–.
La espiritualidad muestra nuestra proximidad a Dios y la medida de nuestro
servicio al prójimo. La espiritualidad realza
nuestra aptitud para descubrir la belleza en las cosas, para reconocer la
verdad en los significados y para descubrir la bondad en los valores. El
desarrollo espiritual está determinado por nuestra capacidad para llevarlo a
cabo y hace que eliminemos los elementos egoístas del
amor.
El verdadero estado espiritual representa la medida en la que nos hemos
aproximado a Dios, la armonización con nuestro espíritu interior. Conseguir una
espiritualidad plena equivale a alcanzar el máximo de realidad, el máximo de
semejanza con Dios. La vida eterna es la búsqueda interminable de los valores
infinitos.
La meta de la autorrealización humana debería ser espiritual, no material.
Las únicas realidades por las que vale la pena luchar son divinas, espirituales
y eternas. El hombre tiene derecho al disfrute de los placeres físicos y a la
satisfacción de los afectos humanos; se beneficia de las relaciones humanas y de
las instituciones temporales. Pero éstas no son los cimientos eternos sobre los
que ha de construir su persona inmortal que deberá trascender el espacio,
vencer el tiempo y alcanzar el destino eterno de la perfección divina y del
servicio final.
Jesús describió la profunda seguridad del mortal que conoce a Dios cuando
dijo: “No temáis a los que matan el cuerpo pero el alma no pueden matar”. Así
podemos decir confiadamente: "El Señor es mi ayudador; no temeré”. Las seguridades temporales son vulnerables,
pero las certezas espirituales son inquebrantables. Cuando las mareas de la
adversidad, el egoísmo, la crueldad, el odio, la maldad y los celos humanos
sacuden el alma de los mortales, podéis tener la seguridad de que existe un
bastión interior, la ciudadela del espíritu, que es absolutamente inexpugnable;
al menos esto es cierto para todo ser humano que ha confiado la custodia de su
alma al espíritu interior del Dios eterno.
Después de este logro espiritual, conseguido por
medio de un crecimiento progresivo, se
produce una nueva orientación de nuestra persona al igual que el desarrollo de
una nueva escala de valores. Estas personas nacidas del espíritu tienen renovadas
motivaciones en la vida que les hace guardar la tranquilidad mientras perecen
sus aspiraciones más queridas y se derrumban sus esperanzas más profundas;
saben positivamente que estas experiencias negativas no son más que crisis que destruyen
sus creaciones temporales y preludian la edificación de realidades más nobles y
duraderas y de un nivel nuevo y más sublime de espiritualidad.