Una vida religiosa es una vida dedicada, y una vida dedicada es una vida
creativa, original y espontánea. Aquellos conflictos que ponen en marcha nuestra
elección de nuevas y mejores maneras de reaccionar ante estos son los que hacen
brotar nuestra nueva percepción religiosa. Esto no sucede con las maneras de
reaccionar antiguas y poco válidas que teníamos. Los nuevos significados solo emergen
en medio de los conflictos; y estos solo persisten cuando nos negamos a adoptar
en nuestras decisiones valores elevados como consecuencia de los significados
superiores que vamos adquiriendo en nuestro crecimiento religioso.
Los momentos de perplejidad religiosa son inevitables; no puede existir
ningún crecimiento sin conflicto psíquico y sin agitación espiritual. La
organización de un modelo filosófico de vida ocasiona una conmoción
considerable en el terreno filosófico de la mente. La lealtad hacia lo elevado,
lo bueno, lo verdadero y lo noble no se ejerce sin lucha. No podemos aumentar
nuestra percepción espiritual y cósmica si no la acompañamos de un esfuerzo. Y
el intelecto humano protesta cuando se queda sin el sustento de las energías no
espirituales propia de nuestra existencia temporal. La mente indolente animal
se rebela ante el esfuerzo que exige la lucha para resolver los problemas
cósmicos.
Pero el gran problema de la vida religiosa consiste en la tarea de unificar
los dones del alma, inherentes a nuestro ser personal mediante el predominio
del AMOR. La salud, la capacidad mental y la felicidad resultan de la
unificación de los sistemas físicos, de los sistemas mentales y de los sistemas
espirituales. El hombre entiende mucho de salud y de juicio, pero ha
comprendido realmente muy pocas cosas sobre la felicidad. La felicidad más
grande está indisolublemente asociada al progreso espiritual. El crecimiento
espiritual produce una alegría duradera, una paz que sobrepasa toda
comprensión.
En la vida física, los sentidos comunican la existencia de las cosas; la
mente descubre la realidad de los significados, pero la vivencia espiritual
revela a la persona los verdaderos valores de la vida. Estos niveles elevados
de vida humana se alcanzan mediante el amor supremo a Dios y el amor
desinteresado al prójimo. Si amamos a nuestros
semejantes es porque hemos descubierto sus valores. Jesús amaba tanto a los
hombres porque les atribuía un alto valor. Podemos descubrir mejor los valores
de nuestro prójimo descubriendo sus motivaciones. Si alguien nos irrita, nos produce
sentimientos de rencor; deberíamos, entonces, intentar comprender su punto de
vista al igual que las razones de su comportamiento censurable. Cuando comprendemos
a nuestro prójimo, nos volvemos más tolerantes
y esta tolerancia se convierte en amistad y, con el tiempo, en amor.
Debemos tratar de ver, con los ojos de la imaginación, la escena de uno de nuestros
antepasados primitivos de los tiempos de las cavernas — un hombre bajo, rudo, sucio,
corpulento y airado, que permanece con las piernas abiertas, alzando un palo, emanando
odio y animosidad, mientras mira ferozmente delante de él. Esta imagen
difícilmente representa la dignidad divina del hombre. Pero ampliemos el cuadro;
delante de esta persona se encuentra agazapado un tigre con dientes de sable.
Detrás del hombre hay una mujer y dos niños. Reconocemos de inmediato que esta
imagen representa los principios de muchas cosas hermosas y nobles de la raza
humana, pero el hombre es el mismo en las dos escenas. Solo que en la segunda
escena conocemos el amplio contexto en el que esta se desarrolla. En ella,
percibimos su verdadera motivación y es entonces cuando se vuelve digna de
elogio porque llegamos a entenderle. Si pudiéramos acercarnos de alguna manera
a las circunstancias que mueven a nuestro prójimo, le comprenderíamos mucho mejor.
Si lográramos conocer a nuestros semejantes, llegaríamos a sentir amor hacia
ellos.
No podemos realmente amar a nuestro prójimo con un simple acto de voluntad.
El amor sólo nace de una comprensión completa de sus motivaciones y
sentimientos. Amar hoy a todos los seres humanos no es tan importante como
aprender cada día a amar a uno más de ellos. Si cada día o cada semana lográsemos
comprender a uno más de nuestros semejantes, estaríamos entonces sin duda convirtiéndonos
en seres sociables al mismo tiempo que estamos espiritualizando nuestra
persona. El amor es contagioso y, cuando la devoción humana es inteligente y
sabia, el amor es más contagioso que el odio. Pero solo el amor auténtico y
desinteresado es verdaderamente contagioso. Si cada uno de nosotros pudiéramos
convertirnos en un centro dinámico de afecto, este virus benigno del amor
pronto impregnaría la corriente de emoción sentimental de la humanidad hasta
tal punto que toda la civilización quedaría envuelta en el amor, y esto significaría
la realización de la fraternidad entre todos los hombres.