sábado, 19 de enero de 2013

PROBLEMAS DURANTE EL CRECIMIENTO RELIGIOSO


Una vida religiosa es una vida dedicada, y una vida dedicada es una vida creativa, original y espontánea. Aquellos conflictos que ponen en marcha nuestra elección de nuevas y mejores maneras de reaccionar ante estos son los que hacen brotar nuestra nueva percepción religiosa. Esto no sucede con las maneras de reaccionar antiguas y poco válidas que teníamos. Los nuevos significados solo emergen en medio de los conflictos; y estos solo persisten cuando nos negamos a adoptar en nuestras decisiones valores elevados como consecuencia de los significados superiores que vamos adquiriendo en nuestro crecimiento religioso.

Los momentos de perplejidad religiosa son inevitables; no puede existir ningún crecimiento sin conflicto psíquico y sin agitación espiritual. La organización de un modelo filosófico de vida ocasiona una conmoción considerable en el terreno filosófico de la mente. La lealtad hacia lo elevado, lo bueno, lo verdadero y lo noble no se ejerce sin lucha. No podemos aumentar nuestra percepción espiritual y cósmica si no la acompañamos de un esfuerzo. Y el intelecto humano protesta cuando se queda sin el sustento de las energías no espirituales propia de nuestra existencia temporal. La mente indolente animal se rebela ante el esfuerzo que exige la lucha para resolver los problemas cósmicos.

Pero el gran problema de la vida religiosa consiste en la tarea de unificar los dones del alma, inherentes a nuestro ser personal mediante el predominio del AMOR. La salud, la capacidad mental y la felicidad resultan de la unificación de los sistemas físicos, de los sistemas mentales y de los sistemas espirituales. El hombre entiende mucho de salud y de juicio, pero ha comprendido realmente muy pocas cosas sobre la felicidad. La felicidad más grande está indisolublemente asociada al progreso espiritual. El crecimiento espiritual produce una alegría duradera, una paz que sobrepasa toda comprensión.

En la vida física, los sentidos comunican la existencia de las cosas; la mente descubre la realidad de los significados, pero la vivencia espiritual revela a la persona los verdaderos valores de la vida. Estos niveles elevados de vida humana se alcanzan mediante el amor supremo a Dios y el amor desinteresado al  prójimo. Si amamos a nuestros semejantes es porque hemos descubierto sus valores. Jesús amaba tanto a los hombres porque les atribuía un alto valor. Podemos descubrir mejor los valores de nuestro prójimo descubriendo sus motivaciones. Si alguien nos irrita, nos produce sentimientos de rencor; deberíamos, entonces, intentar comprender su punto de vista al igual que las razones de su comportamiento censurable. Cuando comprendemos a nuestro prójimo, nos volvemos  más tolerantes y esta tolerancia se convierte en amistad y, con el tiempo, en amor.

Debemos tratar de ver, con los ojos de la imaginación, la escena de uno de nuestros antepasados primitivos de los tiempos de las cavernas — un hombre bajo, rudo, sucio, corpulento y airado, que permanece con las piernas abiertas, alzando un palo, emanando odio y animosidad, mientras mira ferozmente delante de él. Esta imagen difícilmente representa la dignidad divina del hombre. Pero ampliemos el cuadro; delante de esta persona se encuentra agazapado un tigre con dientes de sable. Detrás del hombre hay una mujer y dos niños. Reconocemos de inmediato que esta imagen representa los principios de muchas cosas hermosas y nobles de la raza humana, pero el hombre es el mismo en las dos escenas. Solo que en la segunda escena conocemos el amplio contexto en el que esta se desarrolla. En ella, percibimos su verdadera motivación y es entonces cuando se vuelve digna de elogio porque llegamos a entenderle. Si pudiéramos acercarnos de alguna manera a las circunstancias que mueven a nuestro prójimo, le comprenderíamos mucho mejor. Si lográramos conocer a nuestros semejantes, llegaríamos a sentir amor hacia ellos.

No podemos realmente amar a nuestro prójimo con un simple acto de voluntad. El amor sólo nace de una comprensión completa de sus motivaciones y sentimientos. Amar hoy a todos los seres humanos no es tan importante como aprender cada día a amar a uno más de ellos. Si cada día o cada semana lográsemos comprender a uno más de nuestros semejantes, estaríamos entonces sin duda convirtiéndonos en seres sociables al mismo tiempo que estamos espiritualizando nuestra persona. El amor es contagioso y, cuando la devoción humana es inteligente y sabia, el amor es más contagioso que el odio. Pero solo el amor auténtico y desinteresado es verdaderamente contagioso. Si cada uno de nosotros pudiéramos convertirnos en un centro dinámico de afecto, este virus benigno del amor pronto impregnaría la corriente de emoción sentimental de la humanidad hasta tal punto que toda la civilización quedaría envuelta en el amor, y esto significaría la realización de la fraternidad entre todos los hombres.