El mundo está lleno de almas perdidas, no perdidas en el sentido teológico,
sino perdidas en el sentido de rumbo, vagando confusas entre tantas doctrinas y
filosofías de vida que no conducen a ninguna parte. El crecimiento religioso
nos guía, por medio del conflicto, del estancamiento a la coordinación, de la
inseguridad a la fe convencida, de la confusión de la conciencia cósmica a la
unificación de nuestra persona, del objetivo temporal al objetivo eterno, de la
esclavitud del miedo a la libertad de nuestra conciencia de la filiación con
Dios.
Nuestra lealtad a los ideales supremos —el darnos cuenta de forma psíquica,
emocional y espiritual de tener conciencia de Dios— es el resultado de nuestro crecimiento
natural y gradual, aunque a veces se puede experimentar ante situaciones de crisis.
El apóstol Pablo, por ejemplo, experimentó precisamente una conversión
repentina y espectacular de este tipo aquel día memorable en el camino de
Damasco. Siddharta Gautama tuvo una experiencia similar la noche en que se
sentó a solas para tratar de penetrar en el misterio de la última verdad. Otras
personas han tenido experiencias similares, pero hay muchos otros creyentes
sinceros que han progresado en el espíritu sin esa conversión repentina.
La mayoría de los fenómenos espectaculares relacionados con las llamadas “conversiones
religiosas” son de naturaleza totalmente psicológica, aunque muy de tarde en tarde,
como la acontecida a Pablo, tiene un origen verdaderamente espiritual. Cuando nuestra
mente se moviliza totalmente hacia el camino de la consecución espiritual,
cuando las motivaciones humanas de lealtad a la idea divina son perfectas,
entonces parece producirse un acercamiento de nuestro espíritu al objetivo
sagrado al que se expande el superconsciente del creyente. Estas vivencias de
unificación de los fenómenos intelectuales y espirituales son las que
constituyen la conversión, la cual consiste en unos factores que sobrepasan los
factores meramente psicológicos.
Pero la emoción por sí sola lleva a una conversión irreal; hace falta sentimiento,
pero también fe verdadera. En el grado en que esta reacción psíquica sea
parcial, y en la medida en que estos móviles de la lealtad humana sean
incompletos, la experiencia de la conversión será una realidad intelectual,
emocional y espiritual inacabada.
Si estamos dispuestos a admitir que existe una mente subconsciente en la
vida intelectual, entonces, para ser coherentes, deberíamos creer en la existencia
de un nivel superconsciente similar que corresponde a una actividad intelectual
de orden superior, esto es, una zona de contacto inmediato con esa parte de Dios
que habita en nosotros. El gran peligro de todas estas especulaciones psíquicas
consiste en creer que las visiones y otras experiencias llamadas “místicas”,
así como los sueños extraordinarios son comunicaciones divinas que llegan a la
mente humana.
En lugar de buscar este tipo de conversión, la mejor manera de acercarse a esas
áreas de contacto con el espíritu interior debería ser a través de la fe viva y
de la adoración sincera, de una oración incondicional y desinteresada. En
muchas ocasiones se han confundido pensamientos o ensoñaciones que nos vienen
desde el inconsciente con revelaciones divinas y mandatos espirituales. Esto
resulta peligroso en el terreno espiritual porque el misticismo se convierte en
un modo de eludir la realidad, aunque sí es cierto que a veces ha podido ser un
medio de comunicación espiritual auténtico y, en tiempos pasados, los seres
divinos se han revelado a personas que conocían a Dios mediante sueños. Pero,
en la mayoría de los casos, esto no es así, y el estado de conciencia
visionario no debe cultivarse de ninguna manera como experiencia religiosa
porque conduce a un aislamiento de nuestra verdadera experiencia con Dios
Este estado místico puede conllevar una conciencia difusa, vacía de
significado y atención, que opera y contribuye conjuntamente con la pasividad
del intelecto. Y todo ello hace que la conciencia gravite hacia el
subconsciente, en lugar de dirigirse hacia la zona del contacto espiritual, el
superconsciente. Muchos místicos han llevado su disociación mental hasta el
nivel de las manifestaciones mentales anormales.
La actitud de meditación espiritual más saludable se halla en la adoración
reflexiva y en la oración de acción de gracias. La comunión directa con el espíritu
interior, que aconteció a Jesus en los últimos años de la vida en la carne, no
debería confundirse con estas experiencias llamadas “místicas”. Los factores
que contribuyen al inicio de este tipo de “comunión mística” confirman su falta
de realidad. A este estado místico que parte de nuestro estado psíquico se
llega por circunstancias tales como el cansancio físico, el ayuno, la
disociación psíquica, las experiencias estéticas profundas, los impulsos
sexuales intensos, el miedo, la ansiedad, la ira y el baile frenético. Y muchos
de los elementos que parecen llevar a ese estado místico tienen su origen en la
mente subconsciente y no en la superconsciente.
Por muy favorables que pudieran ser las
condiciones para los fenómenos místicos, se debería comprender claramente que
Jesús de Nazaret no recurrió nunca a estos métodos para comunicarse con el
Padre del Paraíso. Jesús nunca tuvo alucinaciones subconscientes sino que su
comunicación con el espíritu era real y genuina porque venían del superconsciente,
de la zona de su contacto íntimo genuino con aquel que le envió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario