martes, 16 de abril de 2013

SOBRE LA CONVERSIÓN Y EL “MISTICISMO” REPENTINOS


El mundo está lleno de almas perdidas, no perdidas en el sentido teológico, sino perdidas en el sentido de rumbo, vagando confusas entre tantas doctrinas y filosofías de vida que no conducen a ninguna parte. El crecimiento religioso nos guía, por medio del conflicto, del estancamiento a la coordinación, de la inseguridad a la fe convencida, de la confusión de la conciencia cósmica a la unificación de nuestra persona, del objetivo temporal al objetivo eterno, de la esclavitud del miedo a la libertad de nuestra conciencia de la filiación con Dios.

Nuestra lealtad a los ideales supremos —el darnos cuenta de forma psíquica, emocional y espiritual de tener conciencia de Dios— es el resultado de nuestro crecimiento natural y gradual, aunque a veces se puede experimentar ante situaciones de crisis. El apóstol Pablo, por ejemplo, experimentó precisamente una conversión repentina y espectacular de este tipo aquel día memorable en el camino de Damasco. Siddharta Gautama tuvo una experiencia similar la noche en que se sentó a solas para tratar de penetrar en el misterio de la última verdad. Otras personas han tenido experiencias similares, pero hay muchos otros creyentes sinceros que han progresado en el espíritu sin esa conversión repentina.

La mayoría de los fenómenos espectaculares relacionados con las llamadas “conversiones religiosas” son de naturaleza totalmente psicológica, aunque muy de tarde en tarde, como la acontecida a Pablo, tiene un origen verdaderamente espiritual. Cuando nuestra mente se moviliza totalmente hacia el camino de la consecución espiritual, cuando las motivaciones humanas de lealtad a la idea divina son perfectas, entonces parece producirse un acercamiento de nuestro espíritu al objetivo sagrado al que se expande el superconsciente del creyente. Estas vivencias de unificación de los fenómenos intelectuales y espirituales son las que constituyen la conversión, la cual consiste en unos factores que sobrepasan los factores meramente psicológicos.

Pero la emoción por sí sola lleva a una conversión irreal; hace falta sentimiento, pero también fe verdadera. En el grado en que esta reacción psíquica sea parcial, y en la medida en que estos móviles de la lealtad humana sean incompletos, la experiencia de la conversión será una realidad intelectual, emocional y espiritual inacabada.

Si estamos dispuestos a admitir que existe una mente subconsciente en la vida intelectual, entonces, para ser coherentes, deberíamos creer en la existencia de un nivel superconsciente similar que corresponde a una actividad intelectual de orden superior, esto es, una zona de contacto inmediato con esa parte de Dios que habita en nosotros. El gran peligro de todas estas especulaciones psíquicas consiste en creer que las visiones y otras experiencias llamadas “místicas”, así como los sueños extraordinarios son comunicaciones divinas que llegan a la mente humana.

En lugar de buscar este tipo de conversión, la mejor manera de acercarse a esas áreas de contacto con el espíritu interior debería ser a través de la fe viva y de la adoración sincera, de una oración incondicional y desinteresada. En muchas ocasiones se han confundido pensamientos o ensoñaciones que nos vienen desde el inconsciente con revelaciones divinas y mandatos espirituales. Esto resulta peligroso en el terreno espiritual porque el misticismo se convierte en un modo de eludir la realidad, aunque sí es cierto que a veces ha podido ser un medio de comunicación espiritual auténtico y, en tiempos pasados, los seres divinos se han revelado a personas que conocían a Dios mediante sueños. Pero, en la mayoría de los casos, esto no es así, y el estado de conciencia visionario no debe cultivarse de ninguna manera como experiencia religiosa porque conduce a un aislamiento de nuestra verdadera experiencia con Dios

Este estado místico puede conllevar una conciencia difusa, vacía de significado y atención, que opera y contribuye conjuntamente con la pasividad del intelecto. Y todo ello hace que la conciencia gravite hacia el subconsciente, en lugar de dirigirse hacia la zona del contacto espiritual, el superconsciente. Muchos místicos han llevado su disociación mental hasta el nivel de las manifestaciones mentales anormales.

La actitud de meditación espiritual más saludable se halla en la adoración reflexiva y en la oración de acción de gracias. La comunión directa con el espíritu interior, que aconteció a Jesus en los últimos años de la vida en la carne, no debería confundirse con estas experiencias llamadas “místicas”. Los factores que contribuyen al inicio de este tipo de “comunión mística” confirman su falta de realidad. A este estado místico que parte de nuestro estado psíquico se llega por circunstancias tales como el cansancio físico, el ayuno, la disociación psíquica, las experiencias estéticas profundas, los impulsos sexuales intensos, el miedo, la ansiedad, la ira y el baile frenético. Y muchos de los elementos que parecen llevar a ese estado místico tienen su origen en la mente subconsciente y no en la superconsciente.

Por muy favorables que pudieran ser las condiciones para los fenómenos místicos, se debería comprender claramente que Jesús de Nazaret no recurrió nunca a estos métodos para comunicarse con el Padre del Paraíso. Jesús nunca tuvo alucinaciones subconscientes sino que su comunicación con el espíritu era real y genuina porque venían del superconsciente, de la zona de su contacto íntimo genuino con aquel que le envió.

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