Los seres humanos somos el orden más modesto de la creación inteligente
y personal. Por encima de nosotros hay infinidad de seres celestiales. Pero el Padre
nos ama de modo divino, y cada uno de nosotros puede optar por aceptar la
experiencia gloriosa que nos depara ciertamente el destino. No obstante, por
naturaleza, todavía no somos de orden divino, sino completamente mortales. Se nos
considerará como hijos divinos en ese instante en el que tenga lugar nuestra
unión con el espíritu, la theosis que
enseña la doctrina ortodoxa, pero hasta ese momento en el que el alma del
mortal se une finalmente con el espíritu eterno e inmortal del Padre, que mora
en nuestro interior, nuestra condición es la de hijos de Dios por la fe [i].
Es algo solemne y sublime que criaturas tan humildes y
materiales como nosotros seamos hijos de Dios, hijos del Altísimo por la fe.
“Mirad, ¡cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de
Dios!”[ii].
“A todos los que le recibieron les dio potestad de hacerse hijos de Dios”[iii].
Aunque “aún no se ha manifestado lo serás”[iv] aún ahora “sois los hijos de Dios por la fe”[v];
“pues no habéis recibido el espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino
que habéis recibido el espíritu de la filiación, que os hace exclamar ‘Padre
nuestro’”[vi].
Dijo el profeta de la antigüedad en nombre del Dios eterno: “Yo les daré lugar
en mi casa, y un nombre mejor que el de hijos; yo les daré un nombre perpetuo,
que nunca perecerá”[vii]. “Y por cuanto sois
hijos, Dios envió a vuestros corazones el espíritu de su Hijo”[viii].
Somos hijos de Dios por la fe, hijos de la gracia y de la
misericordia, seres humanos pertenecientes a la familia divina. Y tenemos
derecho a considerarnos hijos de Dios por las siguientes razones:
1. Somos hijos de la promesa espiritual, hijos de la fe;
hemos aceptado nuestra condición de filiación. Creemos en la realidad de esa filiación
y nuestra filiación con Dios se convierte por ello en eternamente real.
2. El Hijo de Dios se ha hecho uno de nosotros; es, de
hecho, nuestro hermano mayor; y si en espíritu nos volvemos hermanos verdaderos
del Maestro, de Cristo Jesús, entonces, en espíritu, también debemos ser hijos
de ese Padre que tenemos en común con él, con el Padre Universal.
3. Somos hijos porque el espíritu (el Espíritu de la
Verdad) del Hijo de Dios se ha derramado sobre nosotros, se ha dado
completamente y sin restricción a toda la humanidad. Este espíritu por siempre nos
atrae hacia el Hijo Divino, que es su fuente, y hacia el Padre del Paraíso, que
es la fuente de ese Hijo Divino.
4. En el ejercicio de su divina libre voluntad, el Padre
Universal nos ha dado nuestro ser personal. Se nos ha dotado de un cierto grado
de esa libre voluntad de acción, espontánea y divina, que Dios comparte con
todos aquellos que se convierten en sus hijos.
5. Dentro de nosotros mora una fracción del Padre
Universal y estamos, por ello, directamente emparentados con el Padre divino de
todos los hijos de Dios.
Merecidamente, como mortales, nos podemos llamar –y
considerarnos– hijos de Dios. Tras nuestra despedida de este mundo, si nos dejamos
llevar por la voluntad de Dios, y nuestra alma se funde con el espíritu
interior, llegaremos a divinizarnos, a ser cada vez más hijos divinos del Padre
del Paraíso.
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