domingo, 5 de mayo de 2013

HIJOS DE DIOS POR LA FE


 
Los seres humanos somos el orden más modesto de la creación inteligente y personal. Por encima de nosotros hay infinidad de seres celestiales. Pero el Padre nos ama de modo divino, y cada uno de nosotros puede optar por aceptar la experiencia gloriosa que nos depara ciertamente el destino. No obstante, por naturaleza, todavía no somos de orden divino, sino completamente mortales. Se nos considerará como hijos divinos en ese instante en el que tenga lugar nuestra unión con el espíritu, la theosis que enseña la doctrina ortodoxa, pero hasta ese momento en el que el alma del mortal se une finalmente con el espíritu eterno e inmortal del Padre, que mora en nuestro interior, nuestra condición es la de hijos de Dios por la fe [i].
Es algo solemne y sublime que criaturas tan humildes y materiales como nosotros seamos hijos de Dios, hijos del Altísimo por la fe. “Mirad, ¡cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios!”[ii]. “A todos los que le recibieron les dio potestad de hacerse hijos de Dios”[iii]. Aunque “aún no se ha manifestado lo serás”[iv] aún ahora “sois los hijos de Dios por la fe”[v]; “pues no habéis recibido el espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino que habéis recibido el espíritu de la filiación, que os hace exclamar ‘Padre nuestro’”[vi]. Dijo el profeta de la antigüedad en nombre del Dios eterno: “Yo les daré lugar en mi casa, y un nombre mejor que el de hijos; yo les daré un nombre perpetuo, que nunca perecerá”[vii]. “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el espíritu de su Hijo”[viii].
Somos hijos de Dios por la fe, hijos de la gracia y de la misericordia, seres humanos pertenecientes a la familia divina. Y tenemos derecho a considerarnos hijos de Dios por las siguientes razones:
1. Somos hijos de la promesa espiritual, hijos de la fe; hemos aceptado nuestra condición de filiación. Creemos en la realidad de esa filiación y nuestra filiación con Dios se convierte por ello en eternamente real.
2. El Hijo de Dios se ha hecho uno de nosotros; es, de hecho, nuestro hermano mayor; y si en espíritu nos volvemos hermanos verdaderos del Maestro, de Cristo Jesús, entonces, en espíritu, también debemos ser hijos de ese Padre que tenemos en común con él, con el Padre Universal.
3. Somos hijos porque el espíritu (el Espíritu de la Verdad) del Hijo de Dios se ha derramado sobre nosotros, se ha dado completamente y sin restricción a toda la humanidad. Este espíritu por siempre nos atrae hacia el Hijo Divino, que es su fuente, y hacia el Padre del Paraíso, que es la fuente de ese Hijo Divino.
4. En el ejercicio de su divina libre voluntad, el Padre Universal nos ha dado nuestro ser personal. Se nos ha dotado de un cierto grado de esa libre voluntad de acción, espontánea y divina, que Dios comparte con todos aquellos que se convierten en sus hijos.
5. Dentro de nosotros mora una fracción del Padre Universal y estamos, por ello, directamente emparentados con el Padre divino de todos los hijos de Dios.
Merecidamente, como mortales, nos podemos llamar –y considerarnos– hijos de Dios. Tras nuestra despedida de este mundo, si nos dejamos llevar por la voluntad de Dios, y nuestra alma se funde con el espíritu interior, llegaremos a divinizarnos, a ser cada vez más hijos divinos del Padre del Paraíso.  

[i] 2 S 7,14; 1Cr 22,10; Sal 2,7; Is 56,5; Lc 20,36; Jn 1,12-13; 11,52; Hch 17,28-29;  Ro 8,14-17,19; 9,26; 2 Co 6,18; Gá 3,26; 4,5-7; //Ef 1,5; Fil 2,15; He 12,5-8; 1 Jn 3,1-2,10; 5,2; Ap 21,7.
[ii] 1 Jn 3,1.
[iii] Jn 1,12.
[iv] 1 Jn 3,2.
[v] Gá 3,26.
[vi] Ro 8,15.
[vii] Is 56,5.
[viii] Gá 4,6.

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