domingo, 21 de diciembre de 2014

DICEN QUE...

Dicen que hace dos mil años un niño, anunciado por los ángeles, les nació a unos humildes judíos que tenían su hogar en Nazaret. Dicen que el padre murió siendo él todavía muy joven, y que con sus manos trabajó en las colinas y orillas de Galilea para mantener a su madre y hermanos. Viajó después durante algún tiempo mientras compartía el amor de Dios y, mientras pasaba, difundía la buena nueva a cientos de personas. Dicen que pasó por pruebas en todos los aspectos de la vida y, en compañía de Dios, venció tentaciones, dificultades y crisis con su fe y su firme devoción. A pesar de sufrir tantas adversidades, fue fiel a su visión superior del propósito de Dios, un propósito que había conocido antes de que los mundos fueran.

Cuando su tiempo llegó, dicen que eligió a unos apóstoles que dejaron sus casas y familias para compartir su vida, para caminar por los caminos polvorientos de Palestina y llamar a su gente al servicio de Dios. Dicen que cuando miraba a los hombres éstos eran capaces de ver su misma alma e incluso un destello del corazón de Dios. Dicen que era un hombre entre hombres; rudos pescadores de Galilea le llamaron Maestro. Dicen que curaba a los enfermos, devolvía la vista a los ciegos, perdonaba los pecados y resucitaba a los muertos; que daba a beber de una abundante fuente de agua viva, que daba fuerza al débil, consuelo al desconsolado, aliento al abatido, comprensión a todas las criaturas, todo lo que él sabía que las personas necesitaban; que depositaba, en el lugar más profundo del corazón de los hombres, los rayos sanadores del amor de Dios y hacía completos a aquellos cuyas vidas estaban destrozadas. Dicen que la gente común se alegraba cuando le oía y anhelaba su presencia, incluso bajaron a un paralítico por un tejado sólo para que estuviese cerca de él y hasta una mujer de la vida bañó de lágrimas sus pies.

Dijo que sólo Dios era bueno, y dijo a aquellos que sanó que su fe les había hecho completos. Enseñó la amistad sencilla con Dios y el servicio a los hombres; instruyó sobre el reino celestial, sobre la rectitud, la paz de Dios y la vida eterna. Los sumos sacerdotes fueron conscientes del peligro de que el hombre podía tener comunión directamente con el Dios del cielo sin necesidad de intermediarios y, entonces, ¿qué necesidad había de sacerdotes y rituales? Incapaces de hacer callar su fuerte voz, forzaron al débil gobernador romano a matar al que, habiendo salvado a otros, se negó a salvarse a sí mismo.

Dicen que al tercer día la roca que bloqueaba la entrada del sepulcro rodó y resucitó, y durante cuarenta días se apareció a aquellos que compartieron su amor. En Pentecostés subió a los cielos, pero envió a su espíritu a los que amaban la verdad y se les fortaleció el alma e hizo nuevas todas las cosas. Sus seguidores no se intimidaron y difundieron la historia de su vida por todo el mundo romano, muriendo con honra por aquel que a quien llamaban el Cristo.

Este hombre, del que se han escrito más libros que de cualquier otra persona, existió en inconcebible majestad mucho antes de que los mundos fueran y vino a la tierra para revelar el amor de su Padre. Su vida fue el misterio del hombre en Dios y de Dios en el hombre, un misterio que permanecerá para siempre. Una vez que le conocemos de verdad, nuestras vidas cambian, porque en él reside todo lo que podemos ser si queremos vivir la vida de la fe. El secreto de nuestra vida espiritual reside en todo lo que podemos conocer de Dios. Él es el punto de apoyo de nuestra fe. Aparte de él, todo lo que creemos que sabemos no es sino una mera abstracción. Con él, somos como ramas de una vid verdadera; sin él no somos nada. Él conoce nuestros caminos y sus propósitos. Él nos da de su propia vida y entra en nuestra mente para hacerla más limpia y fuerte.

Ayúdanos a amarte, Señor misericordioso. Ayúdanos a comprender tus palabras de bondad y de vida. Vive renovado en nosotros, porque sabemos que todo lo bueno viene de ti, y que sin ti estamos indefensos. Cuando nuestras vidas son tan complicadas que no sabemos qué pedir, transforma nuestros deseos sinceros y trae paz y sabiduría a nuestras confusas mentes. Dependemos de ti para hacer que nuestra vida merezca la pena y que honre tu nombre. Aparta de nosotros cualquier sombra de mal y de oscuridad; renuévanos para poder entregarnos por completo al servicio de tu reino. Anhelamos día a día tu compañía, anhelamos disfrutar del brillo de tu sonrisa.


Prometiste preparar allá un lugar en las alturas para aquellos que desearan hacer tu voluntad; prepáranos uno aquí también para que tu presencia siempre inunde nuestros corazones y nuestras vidas.

domingo, 6 de abril de 2014

RASGOS DE LA RELIGIÓN (III)


La religión es tan vital que sobrevive en ausencia de aprendizaje. Vive a pesar de contaminarse con cosmologías erróneas y falsas filosofías; sobrevive incluso a la confusión de la metafísica. A través de todas las vicisitudes históricas de la religión, siempre sobrevive aquello que es indispensable para el progreso y la supervivencia humanos: la conciencia ética y el conocimiento moral.

El espíritu interior, el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, nos ayuda a nuestra fe, a la inteligencia del alma, a la razón espiritual, a la filosofía espiritual, a la sabiduría de las realidades espirituales. Es una fuerza espiritual que ayuda a que nuestra persona pueda sobrevivir a la muerte, a la disolución de nuestro yo físico. Jesús nos proporciona el camino por el que nuestras vivencias espirituales deben dirigirse.

El alma del hombre se revela por medio de la fe religiosa, y demuestra la divinidad potencial de su naturaleza en la manera en la que la persona reacciona ante ciertas situaciones intelectuales y sociales duras y difíciles. La fe espiritual auténtica (la verdadera conciencia moral) se revela en que:

1. Provoca el progreso de la ética y de la moral a pesar de nuestras inherentes tendencias animales.

2. Produce una confianza sublime en la bondad de Dios, en medio incluso de amargas decepciones y de derrotas aplastantes.

3. Genera un valor y una confianza profundos a pesar de las adversidades naturales y de las calamidades físicas.

4. Muestra una serenidad inexplicable y una tranquilidad continua a pesar de enfermedades desconcertantes e incluso de sufrimientos físicos agudos.

5. Mantiene a la persona en una calma y un equilibrio misteriosos en medio de los malos tratos y de las injusticias más flagrantes.

6. Mantiene una confianza divina en la victoria final, a pesar de las crueldades de un destino aparentemente ciego y de la aparente indiferencia total de las fuerzas naturales hacia el bienestar humano.

7. Insiste en creer en Dios de forma inquebrantable pesar de todas las demostraciones contrarias de la lógica, y resiste con éxito a todos los demás sofismas intelectuales.


8. Continúa mostrando una fe intrépida en la supervivencia del alma, sin tener en cuenta las enseñanzas engañosas de la falsa ciencia ni las ilusiones persuasivas de una filosofía errónea.


9. Vive y triunfa a pesar de la sobrecarga abrumadora de las civilizaciones complejas y parciales de los tiempos modernos: industriales y desajustes políticos.

11. Se adhiere firmemente a una creencia sublime en la unidad universal y en la guía divina, sin tener en cuenta la presencia desconcertante del mal y del pecado.

12. Continúa sabiamente adorando a Dios a pesar de todo y por encima de todo. Se atreve a declarar: «Aunque él me mate, en él esperaré » (Job 13,15).


Hay además tres fenómenos que nos indican que el hombre posee esa fuerza espiritual que brota de su interior: primero, por la experiencia personal: la fe religiosa; segundo, por la revelación: de índole personal; y tercero, por la asombrosa manifestación de unas reacciones extraordinarias y poco naturales hacia el entorno material, tal ha quedado ilustrado antes en las doce actitudes espirituales en presencia de unas situaciones concretas y difíciles de la existencia humana real.

Esta actuación esencial y vigorosa de la fe en el ámbito de la religión es precisamente la que le da al hombre mortal el derecho de afirmar la posesión personal y la realidad espiritual de este don supremo de la naturaleza humana: la experiencia religiosa.

sábado, 15 de febrero de 2014

EL HECHO DE LA RELIGIÓN (II)


El hecho de la religión consiste enteramente en la experiencia religiosa de los seres humanos racionales y corrientes. Éste es el único sentido en el que la religión se puede considerar como científica o incluso psicológica. La prueba de que la revelación es revelación radica en este mismo hecho de la experiencia humana: el hecho de que la revelación sintetiza las ciencias aparentemente divergentes de la naturaleza y la teología de la religión en una filosofía del universo coherente y lógica, en una explicación coordinada e ininterrumpida tanto de la ciencia como de la religión, creando así una armonía mental y una satisfacción espiritual que responde, en la experiencia humana, a aquellos interrogantes de la mente mortal que ansía saber de qué manera el Infinito ejerce su voluntad y realiza sus planes en la materia, con las mentes y sobre el espíritu.
 
La razón es el método de la ciencia; la fe es el método de la religión; la lógica es la técnica que intenta utilizar la filosofía. La revelación desea lograr  la comprensión de la realidad y de las relaciones entre la materia y el espíritu por mediación de la mente. La verdadera revelación nunca hace antinatural a la ciencia, irrazonable a la religión o ilógica a la filosofía.
 
Por medio del estudio de la ciencia, la razón puede conducir, a través de la naturaleza, hacia una Causa Primera, pero se necesita la fe religiosa para transformar la Causa Primera de la ciencia en un Dios de salvación; y la revelación se necesita además para validar esta fe, esta perspicacia espiritual.
 
Existen dos razones fundamentales para creer en un Dios que fomenta la supervivencia humana:
 
1. Nuestras propias vivencias, nuestra seguridad personal, esperanza y confianza que nacen de nuestro interior y que nos incitan a creer firmemente en esa supervivencia.
2. La verdad que se nos reveló mediante Jesucristo y la que se nos manifiesta interiormente a través del Espíritu de la Verdad. 
 
La ciencia termina su investigación, por medio de la razón, en la hipótesis de una Causa Primera. La religión no se detiene en su trayectoria de fe hasta estar segura de la existencia de un Dios de salvación. Siguiendo la lógica, los estudios científicos sugieren la posibilidad de la realidad y la existencia de un Absoluto. La religión cree sin reservas en la existencia y en la realidad de un Dios que fomenta la supervivencia de la persona. Aquello que la metafísica no logra hacer de ninguna manera, y aquello que incluso la filosofía solo logra hacer parcialmente, la revelación lo consigue: es decir, afirmar que esta Causa Primera de la ciencia y que el Dios de salvación de la religión son una sola y misma Deidad.
 
La razón es la prueba de la ciencia, la fe es la prueba de la religión, la lógica es la prueba de la filosofía, pero la revelación solo se valida por la experiencia humana. La ciencia proporciona el conocimiento; la religión proporciona la felicidad; la filosofía proporciona la unidad; la revelación confirma la armonía experiencial de este acercamiento trino a la realidad universal.
 
La contemplación de la naturaleza solo puede revelar a un Dios de la naturaleza, a un Dios de movimiento. La naturaleza solo muestra la materia, el movimiento y la animación — la vida. La naturaleza no proporciona una base para una creencia lógica en la supervivencia de la persona humana. El hombre religioso que encuentra a Dios en la naturaleza ya ha encontrado primero a este mismo Dios personal en su propia alma.
 
La fe revela a Dios en el alma. La revelación permite al hombre ver en la naturaleza al mismo Dios que la fe le muestra en su alma. La revelación consigue así colmar con éxito el abismo existente entre lo material y lo espiritual, e incluso entre la criatura y el Creador, entre el hombre y Dios.
 
La contemplación de la naturaleza señala lógicamente hacia la existencia de un guía inteligente, pero no revela de ninguna manera satisfactoria a un Dios personal. Por otra parte, la naturaleza no revela nada que impida considerar al universo como la obra del Dios de la religión. No se puede encontrar a Dios a través de la naturaleza sola, pero una vez que el hombre lo ha encontrado de otra manera, el estudio de la naturaleza se vuelve totalmente coherente con una interpretación más elevada y más espiritual del universo.
 
La revelación es periódica; como experiencia personal humana, es continua. La divinidad actúa en la persona de los mortales bajo la forma del Espíritu Santo, del Espíritu de la Verdad, de esa parte de Dios que habita en nosotros.
 
La verdadera religión es hacerse una idea de la realidad, el producto por la fe de la conciencia moral, y no un simple asentimiento intelectual a un conjunto cualquiera de doctrinas dogmáticas. La verdadera religión consiste en la experiencia de que “el Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). La religión no consiste en proposiciones teológicas, sino en la percepción espiritual y en la sublimidad de la confianza del alma.
 
Nuestra naturaleza más profunda, esa parte de Dios que vive en nosotros— crea dentro de nosotros hambre y sed de rectitud, un anhelo de perfección divina. La religión es el acto de fe por el cual se reconoce este impulso interior por alcanzar la theosis; y así se origina en nosotros esa confianza y esa seguridad del alma de que se nos abre un camino de salvación, de supervivencia de nuestro ser personal, de todo aquellos valores que consideramos  verdaderos y buenos.
La comprensión de la religión no ha dependido nunca, y nunca dependerá, de un gran saber o de una lógica ingeniosa. La religión es  percepción espiritual, y esta es precisamente la razón por la que algunos de los más grandes educadores religiosos del mundo, e incluso los profetas, han poseído a veces tan poca sabiduría del mundo. La fe religiosa está al alcance tanto de los eruditos como de los ignorantes.
 
La religión debe ser siempre su propio crítico y su propio juez; nunca puede ser observada, y mucho menos comprendida, desde el exterior. Vuestra única seguridad acerca de un Dios personal consiste en vuestra propia percepción sobre vuestra creencia en las cosas espirituales, así como vuestra experiencia con ellas. Para todos vuestros semejantes que han tenido una experiencia similar, no es necesario ningún argumento sobre la persona o la realidad de Dios, mientras que para todos los demás hombres que no tienen esta seguridad de Dios, ningún argumento posible será nunca realmente convincente.
 
La psicología puede en verdad intentar estudiar los fenómenos de las reacciones religiosas ante el entorno social, pero nunca puede esperar penetrar en los móviles y en los efectos reales e internos de la religión. Únicamente la teología, la esfera de la fe y la técnica de la revelación, puede proporcionar algún tipo de explicación inteligente sobre la naturaleza y el contenido de la experiencia religiosa.
 

domingo, 2 de febrero de 2014

LA RELIGIÓN VERDADERA (I)




La religión verdadera no consiste en un sistema de creencias filosóficas objetivables así como tampoco es una experiencia mística indescriptible exclusiva de unos pocos románticos. La religión no es el producto de la razón, pero no por ello deja de ser totalmente razonable. La religión no proviene de la lógica de la filosofía humana, pero es totalmente lógica en nuestra experiencia humana. La religión es la vivencia de la divinidad en nuestra propia conciencia moral; representa una experiencia autentica respecto a las realidades eternas en el tiempo, la realización de las satisfacciones espirituales mientras se vive todavía en la carne.

El espíritu que mora en nosotros no posee ningún mecanismo especial para poder expresarse, y en esto se halla una explicación de las dificultades que éste encuentra para ponerse en comunicación directa con la mente donde reside constantemente. El espíritu divino no se pone en contacto con nosotros por medio de los sentimientos o las emociones, sino en el ámbito de los pensamientos más elevados y más espiritualizados. Son nuestros pensamientos, y no nuestros sentimientos, los que nos conducen hacia Dios.

La naturaleza divina sólo se puede percibir con los ojos de la mente. Pero la mente que sabe discernir realmente a Dios, que escucha al espíritu interior, es la mente pura. “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb 12.14). Toda comunión interna y espiritual de esta índole conlleva un sentido de percepción espiritual. Estas experiencias religiosas sobrevienen como resultado de la impresión producida en la mente del hombre gracias a la acción del espíritu de Dios, a medida que actúa sobre nuestras ideas, ideales, percepciones y esfuerzos espirituales como hijos de Dios.

Así pues, la religión no vive y prospera mediante la visión y los sentimientos, sino más bien mediante la fe y la percepción. La religión no consiste en el descubrimiento de nuevos hechos o en sentir una experiencia excepcional, sino más bien en el descubrimiento de nuevos significados espirituales en estos mismos hechos bien conocidos por la humanidad. La experiencia religiosa más elevada no depende de unos actos previos guiados por la creencia, la tradición y la autoridad; la religión no es tampoco el fruto de unos sentimientos sublimes y de unas emociones puramente místicas. Es más bien una vivencia profundamente grande y real de comunión espiritual con la presencia espiritual que reside en la mente humana. Y en la medida en que la podamos definir en términos psicológicos, esta vivencia consiste simplemente en la experiencia de vivir la realidad de creer en Dios como la realidad misma de esa experiencia puramente personal.

Aunque la religión no es el producto de los postulados racionalistas de una cosmología material, sin embargo es la creación de una percepción totalmente racional que se origina como experiencia en la mente del hombre. La religión no nace ni de las meditaciones místicas ni de las contemplaciones solitarias, aunque sea siempre más o menos misteriosa y siempre indefinible e inexplicable en términos de la razón puramente intelectual y de la lógica filosófica. El germen de la verdadera religión se origina en el ámbito de la conciencia moral del hombre, y se revela en el crecimiento de su percepción espiritual; es esa facultad de nuestro ser personal que se adquiere como consecuencia de la presencia del espíritu interior que nos revela a Dios cuando le buscamos de todo corazón. La experiencia de la religión produce finalmente la conciencia cierta de Dios y la innegable seguridad de que sobreviviremos a la muerte.

Se puede ver así que el anhelo religioso y el impulso espiritual no llevan meramente al hombre a querer creer en Dios, sino más bien le inculcan profundamente el convencimiento de que debe creer en Dios. El sentido del deber y las obligaciones que resultan del conocimiento de la revelación producen un efecto tan profundo en la naturaleza moral del hombre que éste llega finalmente a esa situación mental y a esa actitud del alma en las que concluye que no tiene ningún derecho a no creer en Dios. La elevada sabiduría de estas personas que han logrado esa percepción espiritual les enseña finalmente que dudar de Dios o desconfiar de su bondad sería mostrarse infieles hacia el objeto más real y más profundo que reside en la mente y el alma humanas: el espíritu divino

 

domingo, 26 de enero de 2014

LA VERDADERA NATURALEZA DE LA RELIGIÓN



[Comenzamos una serie de estudios que tratan de la verdadera naturaleza de la religión. Este texto es el preámbulo.]
La religión, como experiencia humana, se extiende desde el miedo instintivo que esclavizaba a los seres primitivos hasta la sublime y admirable libertad de la fe cuando como mortales llegamos a ser perfectamente conscientes de nuestra filiación con el Dios eterno.
La religión es la antecesora de una ética y una moral de orden superior que nacen del progreso de la sociedad. Pero la religión, como tal, no es simplemente una tendencia moral, aunque sus manifestaciones exteriores y sociales estén muy influidas por el impulso ético y moral de la sociedad humana. La religión siempre sirve de inspiración a la naturaleza evolutiva del hombre, pero no es la clave de dicha evolución.
La religión, la fe-convicción de la persona, siempre puede triunfar sobre la lógica superficial y contradictoria de la desesperación, una lógica nacida en la mente material del no creyente. Existe realmente una voz interior verdadera y auténtica, esa «luz verdadera que alumbra a todo hombre…” (Jn 1,9). Y esta guía espiritual es distinta de las motivaciones éticas que surgen de nuestra conciencia humana. La sensación de la seguridad religiosa es más que un sentimiento emotivo. La seguridad de la religión trasciende la razón de la mente e incluso la lógica de la filosofía. La religión es fe, confianza y seguridad.