lunes, 30 de marzo de 2015

LAS ÚLTIMAS HORAS DE JESÚS EN LA CRUZ


Aunque era pronto para que se produjera un fenómeno de tal naturaleza en primavera, la estación en la que se celebraba la Pascua judía, poco después de las doce, el cielo se oscureció por la presencia de arena fina en el aire. La población de Jerusalén sabía que esto significaba la llegada de una tormenta de arena con viento caliente procedente del desierto de Arabia. Antes de la una el cielo se puso tan oscuro que ocultó al Sol, y el resto de la multitud se apresuró a regresar a la ciudad. Cuando el Maestro expiró, poco después de esta hora, no había muchas personas con él. Estaban los soldados, Juan Zebedeo, el discípulo amado de Jesús, y las piadosas mujeres que habían acudido allí por su devoción y amor hacia él: María, su madre, la hermana de su madre, María mujer de Cleofás y María Magdalena. Había también muchas mujeres mirando desde lejos, las que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle.
Jesús murió a las tres, la hora en la que la tormenta paró, pero horas antes, en medio de la creciente oscuridad de la violenta tormenta de arena, Jesús empezaría a perder su conciencia humana. Había pronunciado sus últimas palabras de  misericordia, de perdón, de exhortación: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”, “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”,”Tengo sed”, “Todo está cumplido”, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”  Eran palabras de misericordia, de perdón y de exhortación. Había expresado su último deseo acerca del cuidado de su madre: “Mujer, he ahí tu hijo,” y luego a Juan, el discípulo amado, “he ahí tu madre.”
Pero hay algo referente a estas últimas palabras de Jesus que merece ser mencionado. Parece que durante esta hora en que la muerte se acercaba, la mente humana de Jesús recurrió a la repetición de numerosos pasajes de las escrituras hebreas, en particular los salmos. Su último pensamiento consciente del Jesús humano parece haber estado ocupado en la repetición mental de una parte del Libro de los Salmos que tan bien sabría de memoria, especialmente el 21:
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
a pesar de mis gritos,
mi oración no te alcanza.
Dios mío, de día te grito,
y no respondes;
de noche, y no me haces caso;
aunque tú habitas en el santuario,
esperanza de Israel.

Sus labios se movían a menudo, pero estaba demasiado débil como para pronunciar las palabras de estos pasajes, y solo alguna vez aquellos que estaban cerca lograron captar un pasaje: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús en ningún momento albergó la menor duda de que había vivido de acuerdo con la voluntad del Padre; y nunca dudó de que ahora abandonaba su vida en la carne de acuerdo con la voluntad de su Padre. No tenía el sentimiento de que el Padre lo había abandonado; simplemente estaba recitando en su conciencia evanescente numerosos pasajes de las escrituras, entre ellos este salmo veintiuno. Y dio la casualidad de que este fue el que pronunció con la suficiente claridad como para ser escuchado. La última petición que el Jesús mortal hizo a sus semejantes tuvo lugar algo antes de su muerte, cuando dijo: “Tengo sed.” Y el mismo capitán de la guardia le humedeció de nuevo los labios con la misma esponja mojada en el vino agrio, que en aquella época llamaban vulgarmente vinagre.
Fue justo antes de las tres cuando Jesús, dando un grito, exclamó: “¡Todo se ha consumado! Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Cuando hubo dicho esto, inclinó la cabeza y abandonó la lucha por la vida. Cuando el centurión romano vio cómo Jesús había muerto, se golpeó el pecho y dijo: “Este hombre era en verdad justo; verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios”. Y a partir de ese momento empezó a creer en Jesús.
Jesús murió majestuosamente; tal como había vivido. Admitió sin reservas su realeza y permaneció dueño de la situación durante todo este trágico día. Se dirigió voluntariamente a su muerte ignominiosa después de haber previsto la seguridad de sus apóstoles. Detuvo con sabiduría la violencia alborotadora de Pedro y dispuso que Juan pudiera estar cerca de él hasta el fin de su existencia mortal. Reveló su verdadera naturaleza al sanguinario sanedrín y le recordó a Pilatos el origen de su autoridad soberana como Hijo de Dios. Partió para el Gólgota llevando su propia cruz. Después de una vida así — y en el momento de una muerte semejante — el Maestro podía verdaderamente decir: “Todo está cumplido”.
Como éste era el día tanto de la preparación de la Pascua como del sábado, los judíos no querían que estos cuerpos permanecieran expuestos en el Gólgota. Por eso, se presentaron ante Pilatos para pedirle que quebraran las piernas de estos tres hombres, que fueran rematados, para poder bajarlos de sus cruces y echarlos en la fosa común de los criminales antes de ponerse el Sol. Cuando Pilatos escuchó esta petición, envió inmediatamente a tres soldados para que quebraran las piernas y remataran a Jesús y a los dos delincuentes.
Cuando estos soldados llegaron al Gólgota, actuaron en consecuencia con los dos ladrones, pero para su gran sorpresa, se encontraron con que Jesús ya había muerto. Sin embargo, para asegurarse de su muerte, uno de los soldados le clavó su lanza en el costado izquierdo. Aunque era corriente que las víctimas de la crucifixión permanecieran vivas en la cruz incluso durante dos o tres días, la abrumadora agonía emocional y la aguda angustia espiritual de Jesús provocaron sin duda el final de su vida mortal en la carne en pocas horas.
Jesús, al someterse a la muerte en la cruz, lo hizo por propia voluntad. Se sentía amado y apoyado por el Padre en esta última decisión, y sabía que recuperaría su vida de nuevo. Nadie le quitaba la vida; la daba por sí mismo. Tenía autoridad para entregarla y para recuperarla. Ese poder lo había recibido de su Padre.
El verdadero valor de la cruz consiste en el hecho de que fue la expresión suprema y final de su amor, la revelación culminante de su misericordia. La cruz hace un llamamiento supremo a lo mejor que hay en el hombre, porque nos revela a aquel que estuvo dispuesto a entregar su vida al servicio de sus semejantes. Nadie puede tener un amor más grande que este: el de estar dispuesto a dar su vida por sus amigos;  y Jesús tenía tal amor, que estaba dispuesto a dar su vida por sus enemigos, el amor más grande jamás conocido en la humanidad hasta ese momento.

jueves, 5 de febrero de 2015

EXISTE UNA DOBLE NATURALEZA...




     En todo mortal existe una doble naturaleza: la herencia de la tendencia animal y el impulso elevado de nuestros dones espirituales. Durante nuestra breve vida en la tierra, estos dos impulsos disímiles y opuestos difícilmente pueden reconciliarse por completo; no se pueden armonizar ni unificar; pero a lo largo de nuestra vida, el Espíritu no cesa jamás de proveer para ayudarnos a someter lo material cada vez más a su guía espiritual. Aunque debemos vivir nuestra vida material, aunque no podamos escapar al cuerpo y sus necesidades, no obstante, en propósito e ideales, cada vez nos sentiremos más dotados de poder para someter la naturaleza animal a la supremacía del Espíritu. En verdad existe en nosotros una confluencia de fuerzas espirituales, una combinación de poderes divinos, cuyo único propósito consiste en llevar a efecto nuestra completa liberación de la esclavitud a lo material y de los impedimentos finitos.