Aunque era pronto para que se produjera un fenómeno de
tal naturaleza en primavera, la estación en la que se celebraba la Pascua judía,
poco después de las doce, el cielo se oscureció por la presencia de arena fina
en el aire. La población de Jerusalén sabía que esto significaba la llegada de
una tormenta de arena con viento caliente procedente del desierto de Arabia.
Antes de la una el cielo se puso tan oscuro que ocultó al Sol, y el resto de la
multitud se apresuró a regresar a la ciudad. Cuando el Maestro expiró, poco
después de esta hora, no había muchas personas con él. Estaban los soldados, Juan
Zebedeo, el discípulo amado de Jesús, y las piadosas mujeres que habían acudido
allí por su devoción y amor hacia él: María, su madre, la hermana de su madre,
María mujer de Cleofás y María Magdalena. Había también muchas mujeres mirando
desde lejos, las que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle.
Jesús murió a las tres, la hora en la que la tormenta
paró, pero horas antes, en medio de la creciente oscuridad de la violenta
tormenta de arena, Jesús empezaría a perder su conciencia humana. Había
pronunciado sus últimas palabras de
misericordia, de perdón, de exhortación: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen”, “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”, “¡Dios
mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”,”Tengo sed”, “Todo está cumplido”,
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Eran palabras de misericordia, de perdón y de
exhortación. Había expresado su último deseo acerca del cuidado de su madre: “Mujer,
he ahí tu hijo,” y luego a Juan, el discípulo amado, “he ahí tu madre.”
Pero hay algo referente a estas últimas palabras de Jesus
que merece ser mencionado. Parece que durante esta hora en que la muerte se
acercaba, la mente humana de Jesús recurrió a la repetición de numerosos
pasajes de las escrituras hebreas, en particular los salmos. Su último
pensamiento consciente del Jesús humano parece haber estado ocupado en la
repetición mental de una parte del Libro de los Salmos que tan bien sabría de
memoria, especialmente el 21:
Dios mío, Dios mío,¿por qué me has abandonado?
a pesar de mis gritos,
mi oración no te alcanza.
Dios mío, de día te grito,
y no respondes;
de noche, y no me haces caso;
aunque tú habitas en el santuario,
esperanza de Israel.
Sus labios se movían a menudo, pero estaba demasiado
débil como para pronunciar las palabras de estos pasajes, y solo alguna vez
aquellos que estaban cerca lograron captar un pasaje: “¡Dios mío, Dios mío!,
¿por qué me has abandonado?”. Jesús en ningún momento albergó la menor duda de
que había vivido de acuerdo con la voluntad del Padre; y nunca dudó de que
ahora abandonaba su vida en la carne de acuerdo con la voluntad de su Padre. No
tenía el sentimiento de que el Padre lo había abandonado; simplemente estaba
recitando en su conciencia evanescente numerosos pasajes de las escrituras,
entre ellos este salmo veintiuno. Y dio la casualidad de que este fue el que
pronunció con la suficiente claridad como para ser escuchado. La última
petición que el Jesús mortal hizo a sus semejantes tuvo lugar algo antes de su
muerte, cuando dijo: “Tengo sed.” Y el mismo capitán de la guardia le humedeció
de nuevo los labios con la misma esponja mojada en el vino agrio, que en
aquella época llamaban vulgarmente vinagre.
Fue justo antes de las tres cuando Jesús, dando un grito,
exclamó: “¡Todo se ha consumado! Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”
Cuando hubo dicho esto, inclinó la cabeza y abandonó la lucha por la vida.
Cuando el centurión romano vio cómo Jesús había muerto, se golpeó el pecho y
dijo: “Este hombre era en verdad justo; verdaderamente este hombre es el Hijo de
Dios”. Y a partir de ese momento empezó a creer en Jesús.
Jesús murió majestuosamente; tal como había vivido.
Admitió sin reservas su realeza y permaneció dueño de la situación durante todo
este trágico día. Se dirigió voluntariamente a su muerte ignominiosa después de
haber previsto la seguridad de sus apóstoles. Detuvo con sabiduría la violencia
alborotadora de Pedro y dispuso que Juan pudiera estar cerca de él hasta el fin
de su existencia mortal. Reveló su verdadera naturaleza al sanguinario sanedrín
y le recordó a Pilatos el origen de su autoridad soberana como Hijo de Dios.
Partió para el Gólgota llevando su propia cruz. Después de una vida así — y en
el momento de una muerte semejante — el Maestro podía verdaderamente decir: “Todo
está cumplido”.
Como éste era el día tanto de la preparación de la Pascua
como del sábado, los judíos no querían que estos cuerpos permanecieran
expuestos en el Gólgota. Por eso, se presentaron ante Pilatos para pedirle que quebraran
las piernas de estos tres hombres, que fueran rematados, para poder bajarlos de
sus cruces y echarlos en la fosa común de los criminales antes de ponerse el
Sol. Cuando Pilatos escuchó esta petición, envió inmediatamente a tres soldados
para que quebraran las piernas y remataran a Jesús y a los dos delincuentes.
Cuando estos soldados llegaron al Gólgota, actuaron en
consecuencia con los dos ladrones, pero para su gran sorpresa, se encontraron
con que Jesús ya había muerto. Sin embargo, para asegurarse de su muerte, uno
de los soldados le clavó su lanza en el costado izquierdo. Aunque era corriente
que las víctimas de la crucifixión permanecieran vivas en la cruz incluso
durante dos o tres días, la abrumadora agonía emocional y la aguda angustia
espiritual de Jesús provocaron sin duda el final de su vida mortal en la carne
en pocas horas.
Jesús, al someterse a la muerte en la cruz, lo hizo por
propia voluntad. Se sentía amado y apoyado por el Padre en esta última
decisión, y sabía que recuperaría su vida de nuevo. Nadie le quitaba la vida;
la daba por sí mismo. Tenía autoridad para entregarla y para recuperarla. Ese
poder lo había recibido de su Padre.
El verdadero valor de la cruz consiste
en el hecho de que fue la expresión suprema y final de su amor, la revelación
culminante de su misericordia. La cruz hace
un llamamiento supremo a lo mejor que hay en el hombre, porque nos revela a
aquel que estuvo dispuesto a entregar su vida al servicio de sus semejantes.
Nadie puede tener un amor más grande que este: el de estar dispuesto a dar su
vida por sus amigos; y Jesús tenía tal
amor, que estaba dispuesto a dar su vida por sus enemigos, el amor más grande
jamás conocido en la humanidad hasta ese momento.
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