sábado, 16 de marzo de 2019

LA COMUNIÓN ESPIRITUAL



            El rasgo distintivo entre una reunión social y otra religiosa es que, en contraste con la secular, la religiosa está impregnada de una atmósfera de comunión. De esta manera, la asociación humana genera un sentimiento de fraternidad con lo divino, y este es el comienzo de la adoración colectiva. Compartir una comida comunitaria significó el tipo más temprano de comunión social, así que, en las primeras religiones, se estableció que fuesen los devotos los que consumiesen una parte del sacrifico ceremonial. Incluso en el cristianismo, la Santa Cena conserva este modo de comunión. La atmósfera que se crea en la comunión proporciona una estimulante y reconfortante tregua en el conflicto entre el ego que busca su propio interés y el impulso altruista del mentor espiritual interior. Y este es el preámbulo de la verdadera adoración —la práctica de la presencia de Dios da como resultado la aparición de la hermandad de los hombres—.

Cuando el hombre primitivo sentía que su comunión con Dios se veía interrumpida, recurría a algún tipo de sacrificio en un intento por buscar la expiación, por restablecer la relación de amistad. El hambre y la sed de rectitud llevan al descubrimiento de la verdad, y la verdad engrandece los ideales, y esto crea nuevos problemas para el creyente individual, dado que nuestros ideales tienden a crecer en progresión geométrica, mientras que nuestra capacidad para estar a su altura solamente aumenta en progresión aritmética.

El sentimiento de culpa (no la conciencia del pecado) se manifiesta ya sea cuando se interrumpe la comunión espiritual ya sea cuando disminuyen los ideales morales. Liberarse de tan difícil situación solo es posible cuando se reconoce que los más elevados ideales de la persona no son necesariamente sinónimos de la voluntad de Dios. El hombre no puede pretender estar a la altura de sus más altos ideales, aunque puede ser fiel a su propósito de encontrar a Dios y de llegar a ser como él, cada vez más.

Jesús eliminó todos los ceremoniales sacrificiales y expiatorios. Abatió el fundamento de toda esta culpa ficticia y de cualquier sentido de aislamiento en el universo cuando declaró que el hombre era hijo de Dios; la relación criatura-Creador se asentó sobre la base de una relación hijo-padre. Dios se convierte en un Padre amoroso para sus hijos e hijas mortales. Todos los ceremoniales que no sean parte legítima de tal estrecha relación de familia quedan abrogados para siempre.

Dios Padre trata con el hombre, su hijo, de conformidad, no con su virtud o valía concretas, sino con el reconocimiento de la motivación del hijo —el propósito y la intención de la criatura—. Esta relación es paterno filial y está motivada por el amor divino.


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