sábado, 16 de marzo de 2019

LA COMUNIÓN ESPIRITUAL



            El rasgo distintivo entre una reunión social y otra religiosa es que, en contraste con la secular, la religiosa está impregnada de una atmósfera de comunión. De esta manera, la asociación humana genera un sentimiento de fraternidad con lo divino, y este es el comienzo de la adoración colectiva. Compartir una comida comunitaria significó el tipo más temprano de comunión social, así que, en las primeras religiones, se estableció que fuesen los devotos los que consumiesen una parte del sacrifico ceremonial. Incluso en el cristianismo, la Santa Cena conserva este modo de comunión. La atmósfera que se crea en la comunión proporciona una estimulante y reconfortante tregua en el conflicto entre el ego que busca su propio interés y el impulso altruista del mentor espiritual interior. Y este es el preámbulo de la verdadera adoración —la práctica de la presencia de Dios da como resultado la aparición de la hermandad de los hombres—.

Cuando el hombre primitivo sentía que su comunión con Dios se veía interrumpida, recurría a algún tipo de sacrificio en un intento por buscar la expiación, por restablecer la relación de amistad. El hambre y la sed de rectitud llevan al descubrimiento de la verdad, y la verdad engrandece los ideales, y esto crea nuevos problemas para el creyente individual, dado que nuestros ideales tienden a crecer en progresión geométrica, mientras que nuestra capacidad para estar a su altura solamente aumenta en progresión aritmética.

El sentimiento de culpa (no la conciencia del pecado) se manifiesta ya sea cuando se interrumpe la comunión espiritual ya sea cuando disminuyen los ideales morales. Liberarse de tan difícil situación solo es posible cuando se reconoce que los más elevados ideales de la persona no son necesariamente sinónimos de la voluntad de Dios. El hombre no puede pretender estar a la altura de sus más altos ideales, aunque puede ser fiel a su propósito de encontrar a Dios y de llegar a ser como él, cada vez más.

Jesús eliminó todos los ceremoniales sacrificiales y expiatorios. Abatió el fundamento de toda esta culpa ficticia y de cualquier sentido de aislamiento en el universo cuando declaró que el hombre era hijo de Dios; la relación criatura-Creador se asentó sobre la base de una relación hijo-padre. Dios se convierte en un Padre amoroso para sus hijos e hijas mortales. Todos los ceremoniales que no sean parte legítima de tal estrecha relación de familia quedan abrogados para siempre.

Dios Padre trata con el hombre, su hijo, de conformidad, no con su virtud o valía concretas, sino con el reconocimiento de la motivación del hijo —el propósito y la intención de la criatura—. Esta relación es paterno filial y está motivada por el amor divino.


miércoles, 6 de marzo de 2019

LA CERTIDUMBRE DE LO DIVINO





El Padre Universal, teniendo existencia por sí mismo, se explica también en sí mismo; vive realmente en todo mortal racional. Pero no podéis estar seguros de Dios a no ser que lo conozcáis; la filiación es la única vivencia que hace cierta la paternidad. El universo está experimentando cambios por todos lados. Un universo cambiante es un universo dependiente; dicha creación no puede ser final ni absoluta. Un universo finito es completamente dependiente del Último y del Absoluto. Dios y el universo no son idénticos; uno es causa, el otro efecto. La causa es absoluta, infinita, eterna e invariable; el efecto es espacio-temporal y trascendental pero continuamente cambiante, en crecimiento constante.

jueves, 31 de marzo de 2016

Libros que enriquecen el espíritu.


Espero que os gusten. Que sigaís creciendo en la gracia de Dios.



Diálogo abierto con el espíritu interior: Bajo la brisa perenne de tu sonrisa de lluvia y mar




Hacia el desarrollo espiritual: veintiún pasos y ante las dificultades de la vida





La práctica de la Presencia de Dios.: Conversaciones y cartas del hermano Lorenzo.






lunes, 30 de marzo de 2015

LAS ÚLTIMAS HORAS DE JESÚS EN LA CRUZ


Aunque era pronto para que se produjera un fenómeno de tal naturaleza en primavera, la estación en la que se celebraba la Pascua judía, poco después de las doce, el cielo se oscureció por la presencia de arena fina en el aire. La población de Jerusalén sabía que esto significaba la llegada de una tormenta de arena con viento caliente procedente del desierto de Arabia. Antes de la una el cielo se puso tan oscuro que ocultó al Sol, y el resto de la multitud se apresuró a regresar a la ciudad. Cuando el Maestro expiró, poco después de esta hora, no había muchas personas con él. Estaban los soldados, Juan Zebedeo, el discípulo amado de Jesús, y las piadosas mujeres que habían acudido allí por su devoción y amor hacia él: María, su madre, la hermana de su madre, María mujer de Cleofás y María Magdalena. Había también muchas mujeres mirando desde lejos, las que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle.
Jesús murió a las tres, la hora en la que la tormenta paró, pero horas antes, en medio de la creciente oscuridad de la violenta tormenta de arena, Jesús empezaría a perder su conciencia humana. Había pronunciado sus últimas palabras de  misericordia, de perdón, de exhortación: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”, “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”,”Tengo sed”, “Todo está cumplido”, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”  Eran palabras de misericordia, de perdón y de exhortación. Había expresado su último deseo acerca del cuidado de su madre: “Mujer, he ahí tu hijo,” y luego a Juan, el discípulo amado, “he ahí tu madre.”
Pero hay algo referente a estas últimas palabras de Jesus que merece ser mencionado. Parece que durante esta hora en que la muerte se acercaba, la mente humana de Jesús recurrió a la repetición de numerosos pasajes de las escrituras hebreas, en particular los salmos. Su último pensamiento consciente del Jesús humano parece haber estado ocupado en la repetición mental de una parte del Libro de los Salmos que tan bien sabría de memoria, especialmente el 21:
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
a pesar de mis gritos,
mi oración no te alcanza.
Dios mío, de día te grito,
y no respondes;
de noche, y no me haces caso;
aunque tú habitas en el santuario,
esperanza de Israel.

Sus labios se movían a menudo, pero estaba demasiado débil como para pronunciar las palabras de estos pasajes, y solo alguna vez aquellos que estaban cerca lograron captar un pasaje: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús en ningún momento albergó la menor duda de que había vivido de acuerdo con la voluntad del Padre; y nunca dudó de que ahora abandonaba su vida en la carne de acuerdo con la voluntad de su Padre. No tenía el sentimiento de que el Padre lo había abandonado; simplemente estaba recitando en su conciencia evanescente numerosos pasajes de las escrituras, entre ellos este salmo veintiuno. Y dio la casualidad de que este fue el que pronunció con la suficiente claridad como para ser escuchado. La última petición que el Jesús mortal hizo a sus semejantes tuvo lugar algo antes de su muerte, cuando dijo: “Tengo sed.” Y el mismo capitán de la guardia le humedeció de nuevo los labios con la misma esponja mojada en el vino agrio, que en aquella época llamaban vulgarmente vinagre.
Fue justo antes de las tres cuando Jesús, dando un grito, exclamó: “¡Todo se ha consumado! Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Cuando hubo dicho esto, inclinó la cabeza y abandonó la lucha por la vida. Cuando el centurión romano vio cómo Jesús había muerto, se golpeó el pecho y dijo: “Este hombre era en verdad justo; verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios”. Y a partir de ese momento empezó a creer en Jesús.
Jesús murió majestuosamente; tal como había vivido. Admitió sin reservas su realeza y permaneció dueño de la situación durante todo este trágico día. Se dirigió voluntariamente a su muerte ignominiosa después de haber previsto la seguridad de sus apóstoles. Detuvo con sabiduría la violencia alborotadora de Pedro y dispuso que Juan pudiera estar cerca de él hasta el fin de su existencia mortal. Reveló su verdadera naturaleza al sanguinario sanedrín y le recordó a Pilatos el origen de su autoridad soberana como Hijo de Dios. Partió para el Gólgota llevando su propia cruz. Después de una vida así — y en el momento de una muerte semejante — el Maestro podía verdaderamente decir: “Todo está cumplido”.
Como éste era el día tanto de la preparación de la Pascua como del sábado, los judíos no querían que estos cuerpos permanecieran expuestos en el Gólgota. Por eso, se presentaron ante Pilatos para pedirle que quebraran las piernas de estos tres hombres, que fueran rematados, para poder bajarlos de sus cruces y echarlos en la fosa común de los criminales antes de ponerse el Sol. Cuando Pilatos escuchó esta petición, envió inmediatamente a tres soldados para que quebraran las piernas y remataran a Jesús y a los dos delincuentes.
Cuando estos soldados llegaron al Gólgota, actuaron en consecuencia con los dos ladrones, pero para su gran sorpresa, se encontraron con que Jesús ya había muerto. Sin embargo, para asegurarse de su muerte, uno de los soldados le clavó su lanza en el costado izquierdo. Aunque era corriente que las víctimas de la crucifixión permanecieran vivas en la cruz incluso durante dos o tres días, la abrumadora agonía emocional y la aguda angustia espiritual de Jesús provocaron sin duda el final de su vida mortal en la carne en pocas horas.
Jesús, al someterse a la muerte en la cruz, lo hizo por propia voluntad. Se sentía amado y apoyado por el Padre en esta última decisión, y sabía que recuperaría su vida de nuevo. Nadie le quitaba la vida; la daba por sí mismo. Tenía autoridad para entregarla y para recuperarla. Ese poder lo había recibido de su Padre.
El verdadero valor de la cruz consiste en el hecho de que fue la expresión suprema y final de su amor, la revelación culminante de su misericordia. La cruz hace un llamamiento supremo a lo mejor que hay en el hombre, porque nos revela a aquel que estuvo dispuesto a entregar su vida al servicio de sus semejantes. Nadie puede tener un amor más grande que este: el de estar dispuesto a dar su vida por sus amigos;  y Jesús tenía tal amor, que estaba dispuesto a dar su vida por sus enemigos, el amor más grande jamás conocido en la humanidad hasta ese momento.

jueves, 5 de febrero de 2015

EXISTE UNA DOBLE NATURALEZA...




     En todo mortal existe una doble naturaleza: la herencia de la tendencia animal y el impulso elevado de nuestros dones espirituales. Durante nuestra breve vida en la tierra, estos dos impulsos disímiles y opuestos difícilmente pueden reconciliarse por completo; no se pueden armonizar ni unificar; pero a lo largo de nuestra vida, el Espíritu no cesa jamás de proveer para ayudarnos a someter lo material cada vez más a su guía espiritual. Aunque debemos vivir nuestra vida material, aunque no podamos escapar al cuerpo y sus necesidades, no obstante, en propósito e ideales, cada vez nos sentiremos más dotados de poder para someter la naturaleza animal a la supremacía del Espíritu. En verdad existe en nosotros una confluencia de fuerzas espirituales, una combinación de poderes divinos, cuyo único propósito consiste en llevar a efecto nuestra completa liberación de la esclavitud a lo material y de los impedimentos finitos.  

domingo, 21 de diciembre de 2014

DICEN QUE...

Dicen que hace dos mil años un niño, anunciado por los ángeles, les nació a unos humildes judíos que tenían su hogar en Nazaret. Dicen que el padre murió siendo él todavía muy joven, y que con sus manos trabajó en las colinas y orillas de Galilea para mantener a su madre y hermanos. Viajó después durante algún tiempo mientras compartía el amor de Dios y, mientras pasaba, difundía la buena nueva a cientos de personas. Dicen que pasó por pruebas en todos los aspectos de la vida y, en compañía de Dios, venció tentaciones, dificultades y crisis con su fe y su firme devoción. A pesar de sufrir tantas adversidades, fue fiel a su visión superior del propósito de Dios, un propósito que había conocido antes de que los mundos fueran.

Cuando su tiempo llegó, dicen que eligió a unos apóstoles que dejaron sus casas y familias para compartir su vida, para caminar por los caminos polvorientos de Palestina y llamar a su gente al servicio de Dios. Dicen que cuando miraba a los hombres éstos eran capaces de ver su misma alma e incluso un destello del corazón de Dios. Dicen que era un hombre entre hombres; rudos pescadores de Galilea le llamaron Maestro. Dicen que curaba a los enfermos, devolvía la vista a los ciegos, perdonaba los pecados y resucitaba a los muertos; que daba a beber de una abundante fuente de agua viva, que daba fuerza al débil, consuelo al desconsolado, aliento al abatido, comprensión a todas las criaturas, todo lo que él sabía que las personas necesitaban; que depositaba, en el lugar más profundo del corazón de los hombres, los rayos sanadores del amor de Dios y hacía completos a aquellos cuyas vidas estaban destrozadas. Dicen que la gente común se alegraba cuando le oía y anhelaba su presencia, incluso bajaron a un paralítico por un tejado sólo para que estuviese cerca de él y hasta una mujer de la vida bañó de lágrimas sus pies.

Dijo que sólo Dios era bueno, y dijo a aquellos que sanó que su fe les había hecho completos. Enseñó la amistad sencilla con Dios y el servicio a los hombres; instruyó sobre el reino celestial, sobre la rectitud, la paz de Dios y la vida eterna. Los sumos sacerdotes fueron conscientes del peligro de que el hombre podía tener comunión directamente con el Dios del cielo sin necesidad de intermediarios y, entonces, ¿qué necesidad había de sacerdotes y rituales? Incapaces de hacer callar su fuerte voz, forzaron al débil gobernador romano a matar al que, habiendo salvado a otros, se negó a salvarse a sí mismo.

Dicen que al tercer día la roca que bloqueaba la entrada del sepulcro rodó y resucitó, y durante cuarenta días se apareció a aquellos que compartieron su amor. En Pentecostés subió a los cielos, pero envió a su espíritu a los que amaban la verdad y se les fortaleció el alma e hizo nuevas todas las cosas. Sus seguidores no se intimidaron y difundieron la historia de su vida por todo el mundo romano, muriendo con honra por aquel que a quien llamaban el Cristo.

Este hombre, del que se han escrito más libros que de cualquier otra persona, existió en inconcebible majestad mucho antes de que los mundos fueran y vino a la tierra para revelar el amor de su Padre. Su vida fue el misterio del hombre en Dios y de Dios en el hombre, un misterio que permanecerá para siempre. Una vez que le conocemos de verdad, nuestras vidas cambian, porque en él reside todo lo que podemos ser si queremos vivir la vida de la fe. El secreto de nuestra vida espiritual reside en todo lo que podemos conocer de Dios. Él es el punto de apoyo de nuestra fe. Aparte de él, todo lo que creemos que sabemos no es sino una mera abstracción. Con él, somos como ramas de una vid verdadera; sin él no somos nada. Él conoce nuestros caminos y sus propósitos. Él nos da de su propia vida y entra en nuestra mente para hacerla más limpia y fuerte.

Ayúdanos a amarte, Señor misericordioso. Ayúdanos a comprender tus palabras de bondad y de vida. Vive renovado en nosotros, porque sabemos que todo lo bueno viene de ti, y que sin ti estamos indefensos. Cuando nuestras vidas son tan complicadas que no sabemos qué pedir, transforma nuestros deseos sinceros y trae paz y sabiduría a nuestras confusas mentes. Dependemos de ti para hacer que nuestra vida merezca la pena y que honre tu nombre. Aparta de nosotros cualquier sombra de mal y de oscuridad; renuévanos para poder entregarnos por completo al servicio de tu reino. Anhelamos día a día tu compañía, anhelamos disfrutar del brillo de tu sonrisa.


Prometiste preparar allá un lugar en las alturas para aquellos que desearan hacer tu voluntad; prepáranos uno aquí también para que tu presencia siempre inunde nuestros corazones y nuestras vidas.

domingo, 6 de abril de 2014

RASGOS DE LA RELIGIÓN (III)


La religión es tan vital que sobrevive en ausencia de aprendizaje. Vive a pesar de contaminarse con cosmologías erróneas y falsas filosofías; sobrevive incluso a la confusión de la metafísica. A través de todas las vicisitudes históricas de la religión, siempre sobrevive aquello que es indispensable para el progreso y la supervivencia humanos: la conciencia ética y el conocimiento moral.

El espíritu interior, el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, nos ayuda a nuestra fe, a la inteligencia del alma, a la razón espiritual, a la filosofía espiritual, a la sabiduría de las realidades espirituales. Es una fuerza espiritual que ayuda a que nuestra persona pueda sobrevivir a la muerte, a la disolución de nuestro yo físico. Jesús nos proporciona el camino por el que nuestras vivencias espirituales deben dirigirse.

El alma del hombre se revela por medio de la fe religiosa, y demuestra la divinidad potencial de su naturaleza en la manera en la que la persona reacciona ante ciertas situaciones intelectuales y sociales duras y difíciles. La fe espiritual auténtica (la verdadera conciencia moral) se revela en que:

1. Provoca el progreso de la ética y de la moral a pesar de nuestras inherentes tendencias animales.

2. Produce una confianza sublime en la bondad de Dios, en medio incluso de amargas decepciones y de derrotas aplastantes.

3. Genera un valor y una confianza profundos a pesar de las adversidades naturales y de las calamidades físicas.

4. Muestra una serenidad inexplicable y una tranquilidad continua a pesar de enfermedades desconcertantes e incluso de sufrimientos físicos agudos.

5. Mantiene a la persona en una calma y un equilibrio misteriosos en medio de los malos tratos y de las injusticias más flagrantes.

6. Mantiene una confianza divina en la victoria final, a pesar de las crueldades de un destino aparentemente ciego y de la aparente indiferencia total de las fuerzas naturales hacia el bienestar humano.

7. Insiste en creer en Dios de forma inquebrantable pesar de todas las demostraciones contrarias de la lógica, y resiste con éxito a todos los demás sofismas intelectuales.


8. Continúa mostrando una fe intrépida en la supervivencia del alma, sin tener en cuenta las enseñanzas engañosas de la falsa ciencia ni las ilusiones persuasivas de una filosofía errónea.


9. Vive y triunfa a pesar de la sobrecarga abrumadora de las civilizaciones complejas y parciales de los tiempos modernos: industriales y desajustes políticos.

11. Se adhiere firmemente a una creencia sublime en la unidad universal y en la guía divina, sin tener en cuenta la presencia desconcertante del mal y del pecado.

12. Continúa sabiamente adorando a Dios a pesar de todo y por encima de todo. Se atreve a declarar: «Aunque él me mate, en él esperaré » (Job 13,15).


Hay además tres fenómenos que nos indican que el hombre posee esa fuerza espiritual que brota de su interior: primero, por la experiencia personal: la fe religiosa; segundo, por la revelación: de índole personal; y tercero, por la asombrosa manifestación de unas reacciones extraordinarias y poco naturales hacia el entorno material, tal ha quedado ilustrado antes en las doce actitudes espirituales en presencia de unas situaciones concretas y difíciles de la existencia humana real.

Esta actuación esencial y vigorosa de la fe en el ámbito de la religión es precisamente la que le da al hombre mortal el derecho de afirmar la posesión personal y la realidad espiritual de este don supremo de la naturaleza humana: la experiencia religiosa.

sábado, 15 de febrero de 2014

EL HECHO DE LA RELIGIÓN (II)


El hecho de la religión consiste enteramente en la experiencia religiosa de los seres humanos racionales y corrientes. Éste es el único sentido en el que la religión se puede considerar como científica o incluso psicológica. La prueba de que la revelación es revelación radica en este mismo hecho de la experiencia humana: el hecho de que la revelación sintetiza las ciencias aparentemente divergentes de la naturaleza y la teología de la religión en una filosofía del universo coherente y lógica, en una explicación coordinada e ininterrumpida tanto de la ciencia como de la religión, creando así una armonía mental y una satisfacción espiritual que responde, en la experiencia humana, a aquellos interrogantes de la mente mortal que ansía saber de qué manera el Infinito ejerce su voluntad y realiza sus planes en la materia, con las mentes y sobre el espíritu.
 
La razón es el método de la ciencia; la fe es el método de la religión; la lógica es la técnica que intenta utilizar la filosofía. La revelación desea lograr  la comprensión de la realidad y de las relaciones entre la materia y el espíritu por mediación de la mente. La verdadera revelación nunca hace antinatural a la ciencia, irrazonable a la religión o ilógica a la filosofía.
 
Por medio del estudio de la ciencia, la razón puede conducir, a través de la naturaleza, hacia una Causa Primera, pero se necesita la fe religiosa para transformar la Causa Primera de la ciencia en un Dios de salvación; y la revelación se necesita además para validar esta fe, esta perspicacia espiritual.
 
Existen dos razones fundamentales para creer en un Dios que fomenta la supervivencia humana:
 
1. Nuestras propias vivencias, nuestra seguridad personal, esperanza y confianza que nacen de nuestro interior y que nos incitan a creer firmemente en esa supervivencia.
2. La verdad que se nos reveló mediante Jesucristo y la que se nos manifiesta interiormente a través del Espíritu de la Verdad. 
 
La ciencia termina su investigación, por medio de la razón, en la hipótesis de una Causa Primera. La religión no se detiene en su trayectoria de fe hasta estar segura de la existencia de un Dios de salvación. Siguiendo la lógica, los estudios científicos sugieren la posibilidad de la realidad y la existencia de un Absoluto. La religión cree sin reservas en la existencia y en la realidad de un Dios que fomenta la supervivencia de la persona. Aquello que la metafísica no logra hacer de ninguna manera, y aquello que incluso la filosofía solo logra hacer parcialmente, la revelación lo consigue: es decir, afirmar que esta Causa Primera de la ciencia y que el Dios de salvación de la religión son una sola y misma Deidad.
 
La razón es la prueba de la ciencia, la fe es la prueba de la religión, la lógica es la prueba de la filosofía, pero la revelación solo se valida por la experiencia humana. La ciencia proporciona el conocimiento; la religión proporciona la felicidad; la filosofía proporciona la unidad; la revelación confirma la armonía experiencial de este acercamiento trino a la realidad universal.
 
La contemplación de la naturaleza solo puede revelar a un Dios de la naturaleza, a un Dios de movimiento. La naturaleza solo muestra la materia, el movimiento y la animación — la vida. La naturaleza no proporciona una base para una creencia lógica en la supervivencia de la persona humana. El hombre religioso que encuentra a Dios en la naturaleza ya ha encontrado primero a este mismo Dios personal en su propia alma.
 
La fe revela a Dios en el alma. La revelación permite al hombre ver en la naturaleza al mismo Dios que la fe le muestra en su alma. La revelación consigue así colmar con éxito el abismo existente entre lo material y lo espiritual, e incluso entre la criatura y el Creador, entre el hombre y Dios.
 
La contemplación de la naturaleza señala lógicamente hacia la existencia de un guía inteligente, pero no revela de ninguna manera satisfactoria a un Dios personal. Por otra parte, la naturaleza no revela nada que impida considerar al universo como la obra del Dios de la religión. No se puede encontrar a Dios a través de la naturaleza sola, pero una vez que el hombre lo ha encontrado de otra manera, el estudio de la naturaleza se vuelve totalmente coherente con una interpretación más elevada y más espiritual del universo.
 
La revelación es periódica; como experiencia personal humana, es continua. La divinidad actúa en la persona de los mortales bajo la forma del Espíritu Santo, del Espíritu de la Verdad, de esa parte de Dios que habita en nosotros.
 
La verdadera religión es hacerse una idea de la realidad, el producto por la fe de la conciencia moral, y no un simple asentimiento intelectual a un conjunto cualquiera de doctrinas dogmáticas. La verdadera religión consiste en la experiencia de que “el Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). La religión no consiste en proposiciones teológicas, sino en la percepción espiritual y en la sublimidad de la confianza del alma.
 
Nuestra naturaleza más profunda, esa parte de Dios que vive en nosotros— crea dentro de nosotros hambre y sed de rectitud, un anhelo de perfección divina. La religión es el acto de fe por el cual se reconoce este impulso interior por alcanzar la theosis; y así se origina en nosotros esa confianza y esa seguridad del alma de que se nos abre un camino de salvación, de supervivencia de nuestro ser personal, de todo aquellos valores que consideramos  verdaderos y buenos.
La comprensión de la religión no ha dependido nunca, y nunca dependerá, de un gran saber o de una lógica ingeniosa. La religión es  percepción espiritual, y esta es precisamente la razón por la que algunos de los más grandes educadores religiosos del mundo, e incluso los profetas, han poseído a veces tan poca sabiduría del mundo. La fe religiosa está al alcance tanto de los eruditos como de los ignorantes.
 
La religión debe ser siempre su propio crítico y su propio juez; nunca puede ser observada, y mucho menos comprendida, desde el exterior. Vuestra única seguridad acerca de un Dios personal consiste en vuestra propia percepción sobre vuestra creencia en las cosas espirituales, así como vuestra experiencia con ellas. Para todos vuestros semejantes que han tenido una experiencia similar, no es necesario ningún argumento sobre la persona o la realidad de Dios, mientras que para todos los demás hombres que no tienen esta seguridad de Dios, ningún argumento posible será nunca realmente convincente.
 
La psicología puede en verdad intentar estudiar los fenómenos de las reacciones religiosas ante el entorno social, pero nunca puede esperar penetrar en los móviles y en los efectos reales e internos de la religión. Únicamente la teología, la esfera de la fe y la técnica de la revelación, puede proporcionar algún tipo de explicación inteligente sobre la naturaleza y el contenido de la experiencia religiosa.
 

domingo, 2 de febrero de 2014

LA RELIGIÓN VERDADERA (I)




La religión verdadera no consiste en un sistema de creencias filosóficas objetivables así como tampoco es una experiencia mística indescriptible exclusiva de unos pocos románticos. La religión no es el producto de la razón, pero no por ello deja de ser totalmente razonable. La religión no proviene de la lógica de la filosofía humana, pero es totalmente lógica en nuestra experiencia humana. La religión es la vivencia de la divinidad en nuestra propia conciencia moral; representa una experiencia autentica respecto a las realidades eternas en el tiempo, la realización de las satisfacciones espirituales mientras se vive todavía en la carne.

El espíritu que mora en nosotros no posee ningún mecanismo especial para poder expresarse, y en esto se halla una explicación de las dificultades que éste encuentra para ponerse en comunicación directa con la mente donde reside constantemente. El espíritu divino no se pone en contacto con nosotros por medio de los sentimientos o las emociones, sino en el ámbito de los pensamientos más elevados y más espiritualizados. Son nuestros pensamientos, y no nuestros sentimientos, los que nos conducen hacia Dios.

La naturaleza divina sólo se puede percibir con los ojos de la mente. Pero la mente que sabe discernir realmente a Dios, que escucha al espíritu interior, es la mente pura. “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb 12.14). Toda comunión interna y espiritual de esta índole conlleva un sentido de percepción espiritual. Estas experiencias religiosas sobrevienen como resultado de la impresión producida en la mente del hombre gracias a la acción del espíritu de Dios, a medida que actúa sobre nuestras ideas, ideales, percepciones y esfuerzos espirituales como hijos de Dios.

Así pues, la religión no vive y prospera mediante la visión y los sentimientos, sino más bien mediante la fe y la percepción. La religión no consiste en el descubrimiento de nuevos hechos o en sentir una experiencia excepcional, sino más bien en el descubrimiento de nuevos significados espirituales en estos mismos hechos bien conocidos por la humanidad. La experiencia religiosa más elevada no depende de unos actos previos guiados por la creencia, la tradición y la autoridad; la religión no es tampoco el fruto de unos sentimientos sublimes y de unas emociones puramente místicas. Es más bien una vivencia profundamente grande y real de comunión espiritual con la presencia espiritual que reside en la mente humana. Y en la medida en que la podamos definir en términos psicológicos, esta vivencia consiste simplemente en la experiencia de vivir la realidad de creer en Dios como la realidad misma de esa experiencia puramente personal.

Aunque la religión no es el producto de los postulados racionalistas de una cosmología material, sin embargo es la creación de una percepción totalmente racional que se origina como experiencia en la mente del hombre. La religión no nace ni de las meditaciones místicas ni de las contemplaciones solitarias, aunque sea siempre más o menos misteriosa y siempre indefinible e inexplicable en términos de la razón puramente intelectual y de la lógica filosófica. El germen de la verdadera religión se origina en el ámbito de la conciencia moral del hombre, y se revela en el crecimiento de su percepción espiritual; es esa facultad de nuestro ser personal que se adquiere como consecuencia de la presencia del espíritu interior que nos revela a Dios cuando le buscamos de todo corazón. La experiencia de la religión produce finalmente la conciencia cierta de Dios y la innegable seguridad de que sobreviviremos a la muerte.

Se puede ver así que el anhelo religioso y el impulso espiritual no llevan meramente al hombre a querer creer en Dios, sino más bien le inculcan profundamente el convencimiento de que debe creer en Dios. El sentido del deber y las obligaciones que resultan del conocimiento de la revelación producen un efecto tan profundo en la naturaleza moral del hombre que éste llega finalmente a esa situación mental y a esa actitud del alma en las que concluye que no tiene ningún derecho a no creer en Dios. La elevada sabiduría de estas personas que han logrado esa percepción espiritual les enseña finalmente que dudar de Dios o desconfiar de su bondad sería mostrarse infieles hacia el objeto más real y más profundo que reside en la mente y el alma humanas: el espíritu divino

 

domingo, 26 de enero de 2014

LA VERDADERA NATURALEZA DE LA RELIGIÓN



[Comenzamos una serie de estudios que tratan de la verdadera naturaleza de la religión. Este texto es el preámbulo.]
La religión, como experiencia humana, se extiende desde el miedo instintivo que esclavizaba a los seres primitivos hasta la sublime y admirable libertad de la fe cuando como mortales llegamos a ser perfectamente conscientes de nuestra filiación con el Dios eterno.
La religión es la antecesora de una ética y una moral de orden superior que nacen del progreso de la sociedad. Pero la religión, como tal, no es simplemente una tendencia moral, aunque sus manifestaciones exteriores y sociales estén muy influidas por el impulso ético y moral de la sociedad humana. La religión siempre sirve de inspiración a la naturaleza evolutiva del hombre, pero no es la clave de dicha evolución.
La religión, la fe-convicción de la persona, siempre puede triunfar sobre la lógica superficial y contradictoria de la desesperación, una lógica nacida en la mente material del no creyente. Existe realmente una voz interior verdadera y auténtica, esa «luz verdadera que alumbra a todo hombre…” (Jn 1,9). Y esta guía espiritual es distinta de las motivaciones éticas que surgen de nuestra conciencia humana. La sensación de la seguridad religiosa es más que un sentimiento emotivo. La seguridad de la religión trasciende la razón de la mente e incluso la lógica de la filosofía. La religión es fe, confianza y seguridad.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

SOBRE LAS CARTAS DE SAN BASILIO EL GRANDE


Permitid que os informe de este libro sobre las cartas de San Basilio. Merece la pena leerlo.  Felices fiestas para todos.  

Propósito y funcionalidad en las cartas de San Basilio el Grande: Prólogo de Ángel F. Sánchez Escobar


Authored by Francisco Ortiz Aguilera

List Price: $6.50
5.5" x 8.5" (13.97 x 21.59 cm) 
Black & White on Cream paper
174 pages
ISBN-13: 978-1492298540 (CreateSpace-Assigned)
ISBN-10: 1492298549
BISAC: Biography & Autobiography / Religious
Hasta ahora se han hecho diversas clasificaciones temáticas de las más de trescientas cartas de San Basilio, a veces por el simple hecho de darle un sentido global a tan amplia producción epistolar. Aunque aceptables, estas clasificaciones se basan a menudo en fragmentos de cartas sin llegar al análisis del verdadero propósito que el santo tenía al escribirlas. También estas clasificaciones suelen realizarse desde el punto de vista del lector-investigador, perdiéndose en parte el contexto y la intencionalidad de su autor. Por ello, respetando los patrones de las clasificaciones temáticas existentes, el objetivo de Francisco Ortiz es proponer un método alternativo de análisis de las cartas de San Basilio que ayude a descifrar la verdadera intencionalidad del santo y, al mismo tiempo, nos permita acercarnos a su personalidad de una forma complementaria a la realizada por los numerosos estudiosos de sus cartas.

libro electrónico:




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sábado, 7 de diciembre de 2013

EL ÁNGEL DEL SEÑOR SE REVELA A JOSÉ


… José, aparezco ante ti por mandato de Aquel que por siempre reina en las alturas; he recibido la misión de informarte acerca del hijo que María va a tener, y que llegará a ser una gran luz en el mundo. En él estará la vida, y su vida se convertirá en la luz de la humanidad. Vendrá primero a su propio pueblo, aunque no todos lo recibirán, pero a aquellos que lo reciban, se les revelará que son hijos de Dios…

viernes, 13 de septiembre de 2013

LOS SIGNOS DE LA VIDA RELIGIOSA



 

Las religiones evolutivas y las religiones reveladas difieren bastante en cuanto a sus métodos, pero sus móviles tienen una gran similitud. La religión no es una parte específica de la vida de las personas, sino más bien una manera de vivir. En la verdadera religión existe una incondicionada devoción hacia una realidad que se considera que tiene un valor supremo para toda la humanidad. Las características sobresalientes de todas las religiones son: una lealtad incondicional y una devoción sincera hacia los valores supremos.
El valor supremo aceptado por la persona religiosa puede ser innoble o incluso falso, pero no obstante es religioso. Si bien, una religión es auténtica en la medida exacta en la que el valor que considera supremo es en verdad una realidad cósmica y tiene una cualidad espiritual genuina.
Los signos de la respuesta humana a los impulsos religiosos incluyen las cualidades de la nobleza y la grandeza. Todo ser humano religioso sincero tiene conciencia de ser ciudadano del universo y es consciente de que está en contacto con unas fuentes de poder sobrehumano. Se siente emocionado y motivado ante la certeza de pertenecer a una noble fraternidad de orden superior de hijos de Dios. La conciencia de la propia estima personal se acrecienta porque vamos en busca de unos objetivos universales más elevados y supremos.
El yo se ha abandonado al impulso misterioso de una motivación que todo lo abarca, que nos impone una mayor autodisciplina, que reduce nuestros conflictos emocionales y hace que la vida mortal merezca ser vivida. El pesimismo de reconocer nuestras limitaciones humanas se transforma en una conciencia natural de los defectos humanos y adquirimos la determinación moral y la aspiración espiritual de alcanzar las metas más elevadas del universo. Esta intensa lucha por alcanzar unos ideales celestiales conlleva un aumento de la paciencia, la indulgencia, la fortaleza y la tolerancia.
Pero la verdadera religión es un amor vivo, una vida de servicio. El desapego de la persona religiosa hacia muchas cosas que son puramente temporales y banales no conduce nunca al aislamiento social, y no debería destruir nuestro sentido del humor. La auténtica religión no resta nada a la existencia humana, sino que añade de hecho unos nuevos significados al conjunto de la vida; genera nuevos tipos de entusiasmo, fervor y valentía. Puede incluso engendrar el espíritu de cruzada, que es más que peligroso si este no se rige por la percepción espiritual y la lealtad y consagración hacia las obligaciones sociales que el ser humano tiene.
Una de las características más asombrosa de la vida religiosa es esa paz dinámica y sublime, esa paz que sobrepasa toda comprensión humana, esa serenidad cósmica que revela la ausencia de toda duda y de toda perturbación. Esos niveles de estabilidad espiritual son inmunes a la decepción. Tales personas religiosas se parecen al apóstol Pablo, que decía: «Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni los poderes, ni las cosas presentes, ni las cosas por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa podrá separarnos del amor de Dios.»
En la conciencia de la persona religiosa existe un sentimiento de seguridad, unido al reconocimiento de una gloria triunfante, de que ha comprendido la realidad del Supremo y de que persigue su meta.
Incluso la religión evolutiva posee esta misma lealtad y grandeza porque es una experiencia auténtica. Pero la religión revelada es excelente a la vez que auténtica. Las nuevas lealtades debidas a una visión espiritual más amplia crean nuevos niveles de amor y de devoción, de servicio y de hermandad; y toda esta perspectiva social realzada produce una mayor conciencia de la paternidad de Dios y de la fraternidad de los hombres.
La diferencia característica entre la religión evolutiva y la religión revelada consiste en una nueva calidad de sabiduría divina que se añade a la sabiduría humana puramente vivencial. Pero la misma experiencia con las religiones humanas es la que hace que desarrollemos la capacidad para recibir posteriormente y de forma creciente los dones de la sabiduría divina y de la percepción cósmica.

 

jueves, 12 de septiembre de 2013

SI COMPARTIMOS EL GOZO DEL MAESTRO...



Si queremos compartir el gozo del Maestro, tenemos que compartir su amor. Y compartir su amor significa que hemos compartido su servicio. Esta experiencia de amor no nos libera de las dificultades de este mundo; no crea un mundo nuevo, pero ciertamente hace que el viejo mundo parezca nuevo.

domingo, 12 de mayo de 2013

Y HABIENDO DICHO ESTAS COSAS...




Entonces los que se habían reunido le preguntaron, diciendo:

--Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?

Les dijo:

--No os toca a vosotros saber los tiempos o las ocasiones que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra.

Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y lo recibió una nube que lo ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas,  los cuales les dijeron:

--Galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como lo habéis visto ir al cielo. (Hechos 1,6-11)

domingo, 5 de mayo de 2013

HIJOS DE DIOS POR LA FE


 
Los seres humanos somos el orden más modesto de la creación inteligente y personal. Por encima de nosotros hay infinidad de seres celestiales. Pero el Padre nos ama de modo divino, y cada uno de nosotros puede optar por aceptar la experiencia gloriosa que nos depara ciertamente el destino. No obstante, por naturaleza, todavía no somos de orden divino, sino completamente mortales. Se nos considerará como hijos divinos en ese instante en el que tenga lugar nuestra unión con el espíritu, la theosis que enseña la doctrina ortodoxa, pero hasta ese momento en el que el alma del mortal se une finalmente con el espíritu eterno e inmortal del Padre, que mora en nuestro interior, nuestra condición es la de hijos de Dios por la fe [i].
Es algo solemne y sublime que criaturas tan humildes y materiales como nosotros seamos hijos de Dios, hijos del Altísimo por la fe. “Mirad, ¡cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios!”[ii]. “A todos los que le recibieron les dio potestad de hacerse hijos de Dios”[iii]. Aunque “aún no se ha manifestado lo serás”[iv] aún ahora “sois los hijos de Dios por la fe”[v]; “pues no habéis recibido el espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino que habéis recibido el espíritu de la filiación, que os hace exclamar ‘Padre nuestro’”[vi]. Dijo el profeta de la antigüedad en nombre del Dios eterno: “Yo les daré lugar en mi casa, y un nombre mejor que el de hijos; yo les daré un nombre perpetuo, que nunca perecerá”[vii]. “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el espíritu de su Hijo”[viii].
Somos hijos de Dios por la fe, hijos de la gracia y de la misericordia, seres humanos pertenecientes a la familia divina. Y tenemos derecho a considerarnos hijos de Dios por las siguientes razones:
1. Somos hijos de la promesa espiritual, hijos de la fe; hemos aceptado nuestra condición de filiación. Creemos en la realidad de esa filiación y nuestra filiación con Dios se convierte por ello en eternamente real.
2. El Hijo de Dios se ha hecho uno de nosotros; es, de hecho, nuestro hermano mayor; y si en espíritu nos volvemos hermanos verdaderos del Maestro, de Cristo Jesús, entonces, en espíritu, también debemos ser hijos de ese Padre que tenemos en común con él, con el Padre Universal.
3. Somos hijos porque el espíritu (el Espíritu de la Verdad) del Hijo de Dios se ha derramado sobre nosotros, se ha dado completamente y sin restricción a toda la humanidad. Este espíritu por siempre nos atrae hacia el Hijo Divino, que es su fuente, y hacia el Padre del Paraíso, que es la fuente de ese Hijo Divino.
4. En el ejercicio de su divina libre voluntad, el Padre Universal nos ha dado nuestro ser personal. Se nos ha dotado de un cierto grado de esa libre voluntad de acción, espontánea y divina, que Dios comparte con todos aquellos que se convierten en sus hijos.
5. Dentro de nosotros mora una fracción del Padre Universal y estamos, por ello, directamente emparentados con el Padre divino de todos los hijos de Dios.
Merecidamente, como mortales, nos podemos llamar –y considerarnos– hijos de Dios. Tras nuestra despedida de este mundo, si nos dejamos llevar por la voluntad de Dios, y nuestra alma se funde con el espíritu interior, llegaremos a divinizarnos, a ser cada vez más hijos divinos del Padre del Paraíso.  

[i] 2 S 7,14; 1Cr 22,10; Sal 2,7; Is 56,5; Lc 20,36; Jn 1,12-13; 11,52; Hch 17,28-29;  Ro 8,14-17,19; 9,26; 2 Co 6,18; Gá 3,26; 4,5-7; //Ef 1,5; Fil 2,15; He 12,5-8; 1 Jn 3,1-2,10; 5,2; Ap 21,7.
[ii] 1 Jn 3,1.
[iii] Jn 1,12.
[iv] 1 Jn 3,2.
[v] Gá 3,26.
[vi] Ro 8,15.
[vii] Is 56,5.
[viii] Gá 4,6.

viernes, 3 de mayo de 2013

¿CÓMO OBRABA JESÚS?


 
Jesús siempre estaba alegre, a pesar de que a veces bebió profundamente de la copa de las tristezas humanas. Supo enfrentarse con valentía a las realidades de la existencia y, sin embargo, estaba lleno de entusiasmo por el evangelio del reino.

martes, 16 de abril de 2013

SOBRE LA CONVERSIÓN Y EL “MISTICISMO” REPENTINOS


El mundo está lleno de almas perdidas, no perdidas en el sentido teológico, sino perdidas en el sentido de rumbo, vagando confusas entre tantas doctrinas y filosofías de vida que no conducen a ninguna parte. El crecimiento religioso nos guía, por medio del conflicto, del estancamiento a la coordinación, de la inseguridad a la fe convencida, de la confusión de la conciencia cósmica a la unificación de nuestra persona, del objetivo temporal al objetivo eterno, de la esclavitud del miedo a la libertad de nuestra conciencia de la filiación con Dios.

Nuestra lealtad a los ideales supremos —el darnos cuenta de forma psíquica, emocional y espiritual de tener conciencia de Dios— es el resultado de nuestro crecimiento natural y gradual, aunque a veces se puede experimentar ante situaciones de crisis. El apóstol Pablo, por ejemplo, experimentó precisamente una conversión repentina y espectacular de este tipo aquel día memorable en el camino de Damasco. Siddharta Gautama tuvo una experiencia similar la noche en que se sentó a solas para tratar de penetrar en el misterio de la última verdad. Otras personas han tenido experiencias similares, pero hay muchos otros creyentes sinceros que han progresado en el espíritu sin esa conversión repentina.

La mayoría de los fenómenos espectaculares relacionados con las llamadas “conversiones religiosas” son de naturaleza totalmente psicológica, aunque muy de tarde en tarde, como la acontecida a Pablo, tiene un origen verdaderamente espiritual. Cuando nuestra mente se moviliza totalmente hacia el camino de la consecución espiritual, cuando las motivaciones humanas de lealtad a la idea divina son perfectas, entonces parece producirse un acercamiento de nuestro espíritu al objetivo sagrado al que se expande el superconsciente del creyente. Estas vivencias de unificación de los fenómenos intelectuales y espirituales son las que constituyen la conversión, la cual consiste en unos factores que sobrepasan los factores meramente psicológicos.

Pero la emoción por sí sola lleva a una conversión irreal; hace falta sentimiento, pero también fe verdadera. En el grado en que esta reacción psíquica sea parcial, y en la medida en que estos móviles de la lealtad humana sean incompletos, la experiencia de la conversión será una realidad intelectual, emocional y espiritual inacabada.

Si estamos dispuestos a admitir que existe una mente subconsciente en la vida intelectual, entonces, para ser coherentes, deberíamos creer en la existencia de un nivel superconsciente similar que corresponde a una actividad intelectual de orden superior, esto es, una zona de contacto inmediato con esa parte de Dios que habita en nosotros. El gran peligro de todas estas especulaciones psíquicas consiste en creer que las visiones y otras experiencias llamadas “místicas”, así como los sueños extraordinarios son comunicaciones divinas que llegan a la mente humana.

En lugar de buscar este tipo de conversión, la mejor manera de acercarse a esas áreas de contacto con el espíritu interior debería ser a través de la fe viva y de la adoración sincera, de una oración incondicional y desinteresada. En muchas ocasiones se han confundido pensamientos o ensoñaciones que nos vienen desde el inconsciente con revelaciones divinas y mandatos espirituales. Esto resulta peligroso en el terreno espiritual porque el misticismo se convierte en un modo de eludir la realidad, aunque sí es cierto que a veces ha podido ser un medio de comunicación espiritual auténtico y, en tiempos pasados, los seres divinos se han revelado a personas que conocían a Dios mediante sueños. Pero, en la mayoría de los casos, esto no es así, y el estado de conciencia visionario no debe cultivarse de ninguna manera como experiencia religiosa porque conduce a un aislamiento de nuestra verdadera experiencia con Dios

Este estado místico puede conllevar una conciencia difusa, vacía de significado y atención, que opera y contribuye conjuntamente con la pasividad del intelecto. Y todo ello hace que la conciencia gravite hacia el subconsciente, en lugar de dirigirse hacia la zona del contacto espiritual, el superconsciente. Muchos místicos han llevado su disociación mental hasta el nivel de las manifestaciones mentales anormales.

La actitud de meditación espiritual más saludable se halla en la adoración reflexiva y en la oración de acción de gracias. La comunión directa con el espíritu interior, que aconteció a Jesus en los últimos años de la vida en la carne, no debería confundirse con estas experiencias llamadas “místicas”. Los factores que contribuyen al inicio de este tipo de “comunión mística” confirman su falta de realidad. A este estado místico que parte de nuestro estado psíquico se llega por circunstancias tales como el cansancio físico, el ayuno, la disociación psíquica, las experiencias estéticas profundas, los impulsos sexuales intensos, el miedo, la ansiedad, la ira y el baile frenético. Y muchos de los elementos que parecen llevar a ese estado místico tienen su origen en la mente subconsciente y no en la superconsciente.

Por muy favorables que pudieran ser las condiciones para los fenómenos místicos, se debería comprender claramente que Jesús de Nazaret no recurrió nunca a estos métodos para comunicarse con el Padre del Paraíso. Jesús nunca tuvo alucinaciones subconscientes sino que su comunicación con el espíritu era real y genuina porque venían del superconsciente, de la zona de su contacto íntimo genuino con aquel que le envió.

viernes, 22 de marzo de 2013

NUESTRO "YO" VERDADERO


 
El Padre ha dado una parte de sí mismo para que more en nosotros, para convertirse en nuestro verdadero yo, en un yo divino e incluso eterno.