La religión verdadera no consiste en un sistema
de creencias filosóficas objetivables así como tampoco es una experiencia
mística indescriptible exclusiva de unos pocos románticos. La religión no es el
producto de la razón, pero no por ello deja de ser totalmente razonable. La
religión no proviene de la lógica de la filosofía humana, pero es totalmente
lógica en nuestra experiencia humana. La religión es la vivencia de la
divinidad en nuestra propia conciencia moral; representa una experiencia
autentica respecto a las realidades eternas en el tiempo, la realización de las
satisfacciones espirituales mientras se vive todavía en la carne.
El espíritu que mora en nosotros no posee ningún
mecanismo especial para poder expresarse, y en esto se halla una explicación de
las dificultades que éste encuentra para ponerse en comunicación directa con la
mente donde reside constantemente. El espíritu divino no se pone en contacto
con nosotros por medio de los sentimientos o las emociones, sino en el ámbito
de los pensamientos más elevados y más espiritualizados. Son nuestros
pensamientos, y no nuestros sentimientos, los que nos conducen hacia Dios.
La naturaleza divina sólo se puede percibir con
los ojos de la mente. Pero la mente que sabe discernir realmente a Dios, que
escucha al espíritu interior, es la mente pura. “Busquen la paz con todos, y la
santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb 12.14). Toda comunión interna y
espiritual de esta índole conlleva un sentido de percepción espiritual. Estas
experiencias religiosas sobrevienen como resultado de la impresión producida en
la mente del hombre gracias a la acción del espíritu de Dios, a medida que
actúa sobre nuestras ideas, ideales, percepciones y esfuerzos espirituales como
hijos de Dios.
Así pues, la religión no vive y prospera mediante
la visión y los sentimientos, sino más bien mediante la fe y la percepción. La
religión no consiste en el descubrimiento de nuevos hechos o en sentir una
experiencia excepcional, sino más bien en el descubrimiento de nuevos
significados espirituales en estos mismos hechos bien conocidos por la
humanidad. La experiencia religiosa más elevada no depende de unos actos
previos guiados por la creencia, la tradición y la autoridad; la religión no es
tampoco el fruto de unos sentimientos sublimes y de unas emociones puramente
místicas. Es más bien una vivencia profundamente grande y real de comunión
espiritual con la presencia espiritual que reside en la mente humana. Y en la
medida en que la podamos definir en términos psicológicos, esta vivencia
consiste simplemente en la experiencia de vivir la realidad de creer en Dios
como la realidad misma de esa experiencia puramente personal.
Aunque la religión no es el producto de los
postulados racionalistas de una cosmología material, sin embargo es la creación
de una percepción totalmente racional que se origina como experiencia en la
mente del hombre. La religión no nace ni de las meditaciones místicas ni de las
contemplaciones solitarias, aunque sea siempre más o menos misteriosa y siempre
indefinible e inexplicable en términos de la razón puramente intelectual y de
la lógica filosófica. El germen de la verdadera religión se origina en el
ámbito de la conciencia moral del hombre, y se revela en el crecimiento de su
percepción espiritual; es esa facultad de nuestro ser personal que se adquiere
como consecuencia de la presencia del espíritu interior que nos revela a Dios
cuando le buscamos de todo corazón. La experiencia de la religión produce
finalmente la conciencia cierta de Dios y la innegable seguridad de que
sobreviviremos a la muerte.
Se puede ver así que el anhelo religioso y el
impulso espiritual no llevan meramente al hombre a querer creer en Dios, sino
más bien le inculcan profundamente el convencimiento de que debe creer en Dios.
El sentido del deber y las obligaciones que resultan del conocimiento de la
revelación producen un efecto tan profundo en la naturaleza moral del hombre
que éste llega finalmente a esa situación mental y a esa actitud del alma en
las que concluye que no tiene ningún derecho a no creer en Dios. La elevada
sabiduría de estas personas que han logrado esa percepción espiritual les
enseña finalmente que dudar de Dios o desconfiar de su bondad sería mostrarse
infieles hacia el objeto más real y más profundo que reside en la mente y el
alma humanas: el espíritu divino
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