martes, 16 de febrero de 2010

TIEMPO DE CUARESMA

La cuaresma, un tiempo cargado de historia, por desgracia parece vaciarse cada vez más de sentido en un mundo distraído, donde incluso el carnaval es más incisivo y presente. Podríamos decir que es un tiempo débil respecto a los tiempos fuertes de los intereses personales, de grupo o de nación, sin más relevancia ni visibilidad. Sin embargo, tanto el hombre como el mundo tienen una extrema necesidad del “sin sentido” del tiempo cuaresmal. Las Iglesias cristianas están llamadas a conjurar el riesgo de menospreciar la “fuerza” de estos cuarenta días de penitencia, ayuno, limosna y oración. El profeta Joel nos transmite la invitación apasionada y fuerte de Dios: “Volved a mí de todo corazón, con ayuno, con llantos y con duelo” (2,I2).

El profeta, preocupado por la insensibilidad del pueblo de Israel, comenta la invitación de Dios: “Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahvé, vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, lento a la cólera, rico en amor, y se retracta de las amenazas (Jl 2, I3). La cuaresma es el tiempo oportuno para volver a Dios y comprendernos de nuevo a nosotros mismos y el sentido de la vida del mundo.

La liturgia sale a nuestro encuentro con el antiguo signo de la ceniza que, apartado por nuestros racionalismos y nuestro sentido de modernidad es sin embargo muy verdadero y vuelve con gran actualidad. Esas cenizas, acompañadas de la expresión bíblica “Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás”, quieren significar ciertamente penitencia y petición de perdón, pero sobretodo expresan una cosa simple: todos somos polvo, todos somos débiles y frágiles. Este hombre que se yergue y se siente poderoso (y cada uno de nosotros tiene sus propias formas de erguirse y sentirse poderoso), mañana ya no es nada. Este hombre (o también esta nación) que se alza y se siente fuerte y empuña sin más las armas, mañana corre el riesgo de descubrirse trágicamente débil. “Todos somos polvo! Y la ceniza sobre la cabeza nos lo recuerda. No se trata de aumentar el miedo y mucho menos de empujarnos a la eliminación recíproca. En la vida cristiana la debilidad y la fragilidad son dimensiones decisivas de la vida, aunque tratemos continuamente de rehuirlas. Ellas, y no la fuerza, nos empujan a buscar lo que une y a hallar las vías del encuentro y de la colaboración.

Hay un sentido liberador en el no tener que fingir siempre ser fuertes, sin mancha ni contradicciones. La verdadera fuerza está en el considerar la propia debilidad y en mantener vivo el sentido de humildad y mansedumbre: “Los mansos --afirma Jesús-- poseerán en herencia la tierra” (Mt 5, 5). El signo de la ceniza permanece cuanto menos actual. Es un signo austero, y así es también el tiempo de cuaresma. Este se nos da para ayudarnos a vivir mejor y para hacernos comprender lo grande que es el amor de Dios, que ha elegido unirse a gente débil y frágil como nosotros. y a nosotros, débiles y frágiles, nos ha confiado el gran don de la paz para que la vivamos, la custodiemos, la defendamos y la construyamos. En demasiadas partes del mundo la paz es cotidianamente desperdiciada; se desperdicia en el sufrimiento de tantos pueblos aplastado por la violencia. Las palabras del profeta Joel resuenan fuertes todavía hoy:

“¡Tocad la trompeta en Sión, promulgad un ayuno, convocad la asamblea, congregad al pueblo, purificad la comunidad reunid a los ancianos, congregad a los pequeños y a los niños de pecho. Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes… ¡Perdona, Yahvé, a tu pueblo, y no entregues tu heredad a la deshonra”(Jl 2,15-18)

¡El Señor es celoso de su tierra y compasivo hacia su pueblo! Son precisamente su celo y su compasión los que nos constituyen en “embajadores de Cristo>, como escribe Pablo a los corintios. Aquí se esconde nuestra fuerza: el Señor ha tomado el polvo que somos para hacernos “embajadores” de paz y de reconciliación. Los cristianos estamos llamados a ser centinelas de paz en los lugares en que vivimos y trabajamos. Se nos pide vigilar para que las conciencias no cedan a la tentación del egoísmo, la mentira y la violencia. El ayuno y la oración nos hacen centinelas atentos y vigilantes para que no venza eI sueño de la resignación que nos hace considerar la guerra como inevitable; para que se aleje el sueño de la aquiescencia al mal que continúa oprimiendo al mundo; para que sea extirpado de raíz el sueño del realismo perezoso que hace replegarse sobre uno mismo y los propios intereses. En el Evangelio Jesús exhorta a los discípulos a ayunar y rezar: quiere que nos despojemos de toda soberbia y arrogancia, y que nos dispongamos con la oración a recibir los dones de Dios. Nuestras fuerzas no bastan por sí solas para alejarse del mal; necesitamos invocar la ayuda del Señor, el único capaz de dar a los hombres esa paz que ellos no saben darse.



sábado, 6 de febrero de 2010

ANTE LOS FRACASOS DE LA VIDA

Cuando nos sonríe el éxito es natural que nos sintamos bien y sonriamos a la vida; sin embargo, cuando nuestros sueños se derrumban, nos hundimos en el desaliento, y nos preguntamos qué nos está pasando. Pero no debemos culparnos por los fracasos que escapan de nuestro control por circunstancias que nos son ajenas, ni por aquéllos que nacen de nuestra falta de predisposición natural en la tarea a la que dedicamos nuestros esfuerzos ni tampoco por la intromisión de personas desconsideradas y egoístas. El verdadero criterio que debe guiarnos al valorar el resultado de estos esfuerzos es nuestra fe y el saber que hemos seguido la guía del Espíritu.

Cuando mi espíritu se angustiaba dentro de mí, tú conocías mi senda. (Sal 142,3)

Según los valores del mundo, la vida de Jesús terminó en fracaso, con sus apóstoles diseminados y él mismo crucificado por sus enemigos, pero, ante el Padre y ante él mismo, sí había logrado triunfar sobre el mundo y fue glorificado. Antes de su muerte en la cruz, conociendo su destino, dice:

En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo. (Jn 16, 32-33)

Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío y os lo hará saber. (Jn 16, 7, 14)

Igualmente, tras resucitar, se le concede toda potestad en el cielo:

Jesús se acercó y les habló diciendo: —Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra… Y yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo…”. (Mt 28, 18-20)

Tenemos que juzgar nuestros éxitos desde una perspectiva espiritual, desde la perspectiva de la fe, y del esfuerzo sincero que hayamos realizado al desear que se cumplan nuestros objetivos.

Muchas veces la derrota nos hace subestimarnos, pero debemos saber que nuestra capacidad humana está muy por encima de lo que nosotros mismos creemos. Nos olvidamos de que tenemos de nuestro lado al Espíritu y a multitud de ángeles:

pero recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo. (Hch 1,8)

pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. (Sal 91,11)

¡Bendecid a Jehová, vosotros sus ángeles, poderosos en fortaleza, que ejecutáis su palabra obedeciendo a la voz de su precepto! (Sal 103,20)

Y cuando unimos nuestros proyectos al poder de Dios todas las cosas son posibles –todas-- porque no se le puede poner límites a Dios.

No podemos quedarnos en el sentimiento de derrota porque nuestra voluntad se puede paralizar. La falta de éxito puede llegar a ser una bendición para nosotros porque puede dar lugar a que nos reexaminemos y nos percatemos de cosas que deberíamos corregir. También deberíamos de ser conscientes de que no hay nada anormal en el fracaso de nuestros planes y seguir luchando por ellos. Las murallas de una fortaleza no ceden al primer ataque, sino que son capaces de resistir numerosos embates. Y siempre que nos quede aliento debemos enfrentarnos antes las dificultades de la vida, porque todas las cosas ayudan para bien a aquéllos que aman a Dios y están dedicados a hacer su voluntad.

Desde la perspectiva de Dios, el hundimiento de nuestros planes de vida y los negros nubarrones del fracaso no hacen sino ofrecernos una oportunidad para crecer en espíritu y en sabiduría. A veces la semilla que se planta necesita morir, al igual que lo pueden hacer algunas de nuestras esperanzas más preciadas para poder renacer y dar nuevos frutos de vida. Podemos también tener así la oportunidad de crecer espiritualmente y de conocer realidades más nobles, sublimes y perdurables.

Y cuando sentimos la seguridad de que nuestros objetivos y los medios de los que disponemos para alcanzarlos son aceptables para Dios, no debemos permitir que nada nos desvíe de éstos. Hemos de rechazar cualquier sentimiento de fracaso e insistir en nuestros planes sin permitir que nada nos desaliente. Nuestra fe será capaz de ayudarnos a enfrentarnos a los terribles momentos de las limitaciones humanas con la seguridad de que aunque nosotros no podamos, vive en nosotros Alguien que sí puede.

… porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. (1 Jn 5,4)

Pero gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. ( 1 Co 15,57)

en quien tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él. (Ef 3,12)

Tenemos que sobreponernos y crecernos ante la desilusión, animarnos ante la aparente derrota y tener una fe invencible frente a los retos de lo inexplicable. Juntos con Dios nada es imposible

La gloria de su bosque y de su campo fértil consumirá por completo, en cuerpo y alma, y vendrá a ser como abanderado en derrota. (Is 10,18)

Con el corazón en el Padre, tenemos que transformar la tensión en estabilidad y certitud, aceptar los retos sin lamentarnos, enfrentarnos a las dificultades e incertidumbres sin temor, perseverando y manteniendo nuestro aplomo si no triunfamos. Así, nuestras decepciones más terribles se transformarán en nuestras mayores bendiciones.

Este Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Dios Altísimo, salió a recibir a Abraham que volvía de la derrota de los reyes, y lo bendijo. (Heb 7,1)

La seguridad en lo temporal es vulnerable, pero la certeza espiritual es inalterable. Lo que eres hoy no es tan importante como lo que llegas a ser día a día y en la eternidad. Cuando las fuertes mareas de la adversidad humana golpeen nuestras almas debemos descansar en la seguridad permanente de que dentro de nosotros existe una fortaleza absolutamente inexpugnable: el bastión del Espíritu de Dios.

El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. (1 Co 15,47)

pero su favor dura toda la vida. Por la noche durará el lloro y a la mañana vendrá la alegría. (Sal 30,5)

“Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.” (Mt 7,7)