La cuaresma, un tiempo cargado de historia, por desgracia parece vaciarse cada vez más de sentido en un mundo distraído, donde incluso el carnaval es más incisivo y presente. Podríamos decir que es un tiempo débil respecto a los tiempos fuertes de los intereses personales, de grupo o de nación, sin más relevancia ni visibilidad. Sin embargo, tanto el hombre como el mundo tienen una extrema necesidad del “sin sentido” del tiempo cuaresmal. Las Iglesias cristianas están llamadas a conjurar el riesgo de menospreciar la “fuerza” de estos cuarenta días de penitencia, ayuno, limosna y oración. El profeta Joel nos transmite la invitación apasionada y fuerte de Dios: “Volved a mí de todo corazón, con ayuno, con llantos y con duelo” (2,I2).
El profeta, preocupado por la insensibilidad del pueblo de Israel, comenta la invitación de Dios: “Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahvé, vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, lento a la cólera, rico en amor, y se retracta de las amenazas (Jl 2, I3). La cuaresma es el tiempo oportuno para volver a Dios y comprendernos de nuevo a nosotros mismos y el sentido de la vida del mundo.
La liturgia sale a nuestro encuentro con el antiguo signo de la ceniza que, apartado por nuestros racionalismos y nuestro sentido de modernidad es sin embargo muy verdadero y vuelve con gran actualidad. Esas cenizas, acompañadas de la expresión bíblica “Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás”, quieren significar ciertamente penitencia y petición de perdón, pero sobretodo expresan una cosa simple: todos somos polvo, todos somos débiles y frágiles. Este hombre que se yergue y se siente poderoso (y cada uno de nosotros tiene sus propias formas de erguirse y sentirse poderoso), mañana ya no es nada. Este hombre (o también esta nación) que se alza y se siente fuerte y empuña sin más las armas, mañana corre el riesgo de descubrirse trágicamente débil. “Todos somos polvo! Y la ceniza sobre la cabeza nos lo recuerda. No se trata de aumentar el miedo y mucho menos de empujarnos a la eliminación recíproca. En la vida cristiana la debilidad y la fragilidad son dimensiones decisivas de la vida, aunque tratemos continuamente de rehuirlas. Ellas, y no la fuerza, nos empujan a buscar lo que une y a hallar las vías del encuentro y de la colaboración.
Hay un sentido liberador en el no tener que fingir siempre ser fuertes, sin mancha ni contradicciones. La verdadera fuerza está en el considerar la propia debilidad y en mantener vivo el sentido de humildad y mansedumbre: “Los mansos --afirma Jesús-- poseerán en herencia la tierra” (Mt 5, 5). El signo de la ceniza permanece cuanto menos actual. Es un signo austero, y así es también el tiempo de cuaresma. Este se nos da para ayudarnos a vivir mejor y para hacernos comprender lo grande que es el amor de Dios, que ha elegido unirse a gente débil y frágil como nosotros. y a nosotros, débiles y frágiles, nos ha confiado el gran don de la paz para que la vivamos, la custodiemos, la defendamos y la construyamos. En demasiadas partes del mundo la paz es cotidianamente desperdiciada; se desperdicia en el sufrimiento de tantos pueblos aplastado por la violencia. Las palabras del profeta Joel resuenan fuertes todavía hoy:
“¡Tocad la trompeta en Sión, promulgad un ayuno, convocad la asamblea, congregad al pueblo, purificad la comunidad reunid a los ancianos, congregad a los pequeños y a los niños de pecho. Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes… ¡Perdona, Yahvé, a tu pueblo, y no entregues tu heredad a la deshonra”(Jl 2,15-18)
¡El Señor es celoso de su tierra y compasivo hacia su pueblo! Son precisamente su celo y su compasión los que nos constituyen en “embajadores de Cristo>, como escribe Pablo a los corintios. Aquí se esconde nuestra fuerza: el Señor ha tomado el polvo que somos para hacernos “embajadores” de paz y de reconciliación. Los cristianos estamos llamados a ser centinelas de paz en los lugares en que vivimos y trabajamos. Se nos pide vigilar para que las conciencias no cedan a la tentación del egoísmo, la mentira y la violencia. El ayuno y la oración nos hacen centinelas atentos y vigilantes para que no venza eI sueño de la resignación que nos hace considerar la guerra como inevitable; para que se aleje el sueño de la aquiescencia al mal que continúa oprimiendo al mundo; para que sea extirpado de raíz el sueño del realismo perezoso que hace replegarse sobre uno mismo y los propios intereses. En el Evangelio Jesús exhorta a los discípulos a ayunar y rezar: quiere que nos despojemos de toda soberbia y arrogancia, y que nos dispongamos con la oración a recibir los dones de Dios. Nuestras fuerzas no bastan por sí solas para alejarse del mal; necesitamos invocar la ayuda del Señor, el único capaz de dar a los hombres esa paz que ellos no saben darse.
martes, 16 de febrero de 2010
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