miércoles, 10 de marzo de 2010

ANTE LA SOLEDAD Y EL ABANDONO


Hay momentos en los que el mundo nos parece cruel, desolado, y en los que la vida no tiene sentido; momentos en los que creemos que nuestras tremendas dificultades parecen no importar ni incluso a nuestros seres queridos, momentos en los que nos sentimos abandonados, solos, sin fuerzas para solucionar los problemas que tanto nos acucian; momentos sin esperanzas en los que los pilares de nuestras vidas, se debilitan, se resquebrajan y comienzan a tambalearse.

La soledad es como un pozo sin fondo al que caemos sin posibilidad de poder aferrarnos a nada, a ningún asidero. La soledad puede llegar a helarnos la sangre en las venas, a hacernos débiles, vulnerables; puede llevarnos a sentir hastío por la vida y a paralizarnos, a dejarnos sin iniciativa. Sólo la fe es capaz de descorrer las cortinas para que percibamos el mundo espiritual y podamos convencernos de que no estamos solos, de que veíamos la vida a través de un cristal opaco que nos impedía discernir la verdad, el plan de eternidad que tiene Dios para nosotros.

A menudo la vida con sus vaivenes nos hacen sentirnos solos. Hay circunstancias dolorosas que nos pueden provocar ese sentimiento como la pérdida de un trabajo, el fracaso de un proyecto que habíamos anhelado por mucho tiempo o la dolorosa ruptura con algún ser querido. El alma dedicada a Dios no es inmune al dolor, pero nuestro Padre celestial sí nos hace un regalo muy preciado, la serenidad interior frente a las caprichosas circunstancias de la vida.

Antiguamente, abuelos, hijos y nietos vivían juntos, en la misma casa. Se veían caras conocidas y amables en la vecindad, los hijos de nuestros amigos volvían del colegio o jugaban en la calle con los nuestros forjándose amistades para años venideros. Había mayor unidad y cohesión. Todos parecían saber cuál era su lugar dentro de la misma sociedad. Pero hoy en día hay mucha movilidad y la gente vive ajena a lo que le rodea. No es raro sentirse desplazados, solos, en la sociedad actual. Muchos añoran volver a aquellos tiempos, a lo estable, a esas relaciones duraderas de las que tanto oímos hablar a nuestros padres y abuelos, pero esos días se fueron, y no volverán. Y sólo encontraremos esa tan necesaria estabilidad, esa tan necesaria cura para nuestra soledad, si nos dejamos acompañar de Dios, si pertenecemos a esa otra comunidad, a la comunidad del reino.

El sentimiento de soledad se hace si cabe más insoportable cuando sólo se busca lo placentero, lo temporal del mundo. Hay quienes se distraen participando en actividades sociales o tratando de hacer amistades nuevas sentados en un bar. Pero en la ausencia de una compañía espiritual, por muchas personas y cosas que pasen por nuestras vidas, jamás encontraremos algo que verdaderamente nos llene. Es posible que tengamos miedo a sentirnos solos si dejamos esta búsqueda de lo temporal y de lo placentero, pero sólo encontraremos satisfacción si comenzamos otro tipo de búsqueda, una búsqueda de lo espiritual, de una relación duradera en el amor a Dios. Sólo el sentimiento espiritual puede complacer a un corazón necesitado que se encuentra vacío ante las cosas materiales.

Nuestro vacío y nuestro sentimiento de soledad y aislamiento desaparecen una vez que conocemos el amor y el poder del Padre. Con tan sólo pedirlo, el Padre nos proveerá de lo que necesitemos, pondrá a nuestra disposición la Fuente eterna de todo consuelo, una Fuente que siempre ha estado ahí dispuesta para colmar nuestras agotadas almas de esperanza y fe abundantes para vivir en la perfecta voluntad del Padre.

El amor del Padre va con nosotros ahora y a lo largo del interminable círculo de la eternidad de los tiempos. Cuando se reflexiona sobre la naturaleza amorosa de Dios, sólo hay hacia ella una respuesta lógica y natural de la persona: amar cada vez más al Hacedor; depositar en Dios un afecto semejante al que siente un niño por su padre terrenal; porque, como un padre, un padre verdadero, un auténtico padre, ama a sus hijos, así nos ama el Padre Universal y por siempre procura el bienestar de todos sus hijos e hijas.

Al hombre mortal le es imposible conocer la infinitud del Padre celestial. La mente finita no puede concebir tal verdad o hecho absoluto. Pero este mismo ser humano finito puede en realidad sentir --experimentar en un sentido literal-- el efecto pleno y sin disminución del AMOR de ese Padre infinito.

El Padre desea que todas sus criaturas estén en comunión personal con él. Él tiene un lugar en el Paraíso para recibir a todos aquellos cuya condición de supervivencia y cuya naturaleza espiritual les posibilite tal logro. Por tanto, fijad en vuestra filosofía de una vez y para siempre lo siguiente: para cada uno de vosotros y para todos nosotros, Dios es accesible, el Padre es alcanzable, el camino está abierto; las fuerzas del amor divino y los caminos y medios divinos están implicados en un esfuerzo conjunto para facilitar el avance a cualquier ser, que sea digno, hasta la presencia en el Paraíso del Padre Universal.

El amor del Padre distingue de forma absoluta a toda persona como hijo único del Padre Universal, un hijo que no tiene igual en el infinito, una criatura de voluntad irremplazable para toda la eternidad. El amor del Padre glorifica a cada hijo de Dios, iluminando a cada miembro de la familia celestial. El amor de Dios representa vivamente el valor trascendente de cada criatura de voluntad, inequívocamente revela el alto valor que el Padre Universal otorga a todos y cada uno de sus hijos.

No dejéis que la magnitud de la infinitud, la inmensidad de lo eterno y la grandeza y gloria del carácter incomparable de Dios os sobrecojan, os hagan vacilar u os desalienten; porque el Padre no está muy lejos de ninguno de nosotros; mora en nosotros, y en él todos nosotros literalmente nos movemos, realmente vivimos y verdaderamente tenemos nuestro ser.

Y cuando se acepta con franqueza e inteligencia esa vida bajo la guía del espíritu, se desarrolla, de forma paulatina, en la mente humana una inequívoca conciencia de contacto divino y de certeza en la comunión espiritual; tarde o temprano el Espíritu mismo da testimonio a tu espíritu interior de que eres hijo de Dios.

La religión es una eficaz cura para el sentido de aislamiento irrealista o de soledad espiritual del hombre; otorga al creyente la condición de hijo de Dios, de ciudadano de un universo nuevo y significativo. La religión asegura al hombre que, al seguir el destello de la rectitud que percibe en su alma, llega a identificarse con el plan del Infinito y el propósito del Eterno. Un alma así liberada de inmediato comienza a sentirse como en casa en este nuevo universo, en su universo.

Cuando experimentes tal transformación por la fe, ya no serás una parte servil del cosmos matemático sino un hijo del Padre Universal, libre, con voluntad. Un hijo así liberado ya no luchará solo contra el inexorable destino del fin de la existencia temporal; ya no pugnará contra toda la naturaleza, con las probabilidades de ganar irremediablemente en su contra; ya no sentirá el temor paralizante de haber, tal vez, depositado su confianza en un fantasma sin esperanzas o haber puesto su fe en un descabellado error.

En cambio, ahora, los hijos de Dios se aúnan para luchar por una realidad que triunfe sobre las parciales sombras de la existencia. Por fin todas las criaturas toman conciencia de que Dios junto con las huestes divinas del casi ilimitado universo están a su lado en el sublime afán de conseguir la vida eterna y la condición divina. Estos hijos que la fe ha hecho libres de cierto participan en las luchas temporales del lado de las fuerzas supremas y de los seres personales divinos de la eternidad; incluso en su curso luchan las estrellas por ellos; por fin contemplan el universo desde dentro, desde la perspectiva de Dios y toda incertidumbre de aislamiento material se transforma en la seguridad del eterno progreso.

De Dios, la más ineludible de todas las presencias, el más real de todos los hechos, la más vital de todas las verdades, el más amoroso de todos los amigos y el más divino de todos los ideales, tenemos derecho a estar más ciertos que de cualquier otra vivencia en el universo.

Se te ha dotado de un guía perfecto; por tanto, si continúas con sinceridad en la andadura temporal hasta conseguir la meta final de la fe, se te concederá la recompensa de los tiempos; te unirás para la eternidad con tu espíritu interior. Empezarás entonces tu vida real, la vida de ascensión, de la que tu actual estado mortal no es sino el preámbulo.

Pero ningún mortal que conoce a Dios puede estar nunca solo en su viaje a través del cosmos, porque sabe que el Padre camina a su lado a cada paso del camino, mientras que el camino mismo que está atravesando es la presencia del Supremo.

Hombres y mujeres marginados y en desesperación acudían a escuchar a Jesús, y él nunca rechazó a ninguno de ellos.

En cuanto al reino y a vuestra convicción de ser aceptados por el Padre celestial, dejad que os pregunte ¿qué padre, que sea bondadoso y merecedor de llamarse padre, dejaría a un hijo suyo en la angustia o en la duda sobre su situación familiar o sobre el lugar afectivo que ocupa en su corazón de padre? ¿Acaso un padre terrenal disfruta torturando a sus hijos creándoles incertidumbre sobre el amor que les profesa en su  corazón humano? Tampoco deja nuestro Padre en el cielo a sus hijos espirituales por la fe en la incertidumbre de no saber cuál es su posición en el reino. Si recibimos a Dios como nuestro Padre, entonces de cierto y en verdad seremos hijos de Dios. Y si somos sus hijos, entonces encontraremos certitud de posición y estado en todo lo que se refiera a nuestra filiación eterna y divina. Como Jesús dijo que si creíamos en sus palabras, creeríamos de ese modo en Aquel que le envió; y al creer así en el Padre conseguiríamos nuestra condición como ciudadanos del cielo. También nos dijo que si hacíamos la voluntad del Padre en el cielo, nunca dejaríamos de alcanzar una vida de eternidad y de perfección en el reino divino.

El Señor igualmente no nos dijo, ¿Acaso no se venden dos gorriones por un céntimo? Y sin embargo yo os declaro que ninguno de ellos está olvidado a los ojos de Dios. ¿Acaso no sabéis que hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados? No temáis pues; vosotros sois de más valor que muchos gorriones.

La experiencia de separarse de sus apóstoles debió ser un gran pesar para el corazón humano de Jesús; su dolor por el amor hacia ellos le oprimiría el corazón y le haría más difícil poder enfrentarse a la muerte que sabía muy bien que le aguardaba. Se daría cuenta de lo débiles e ignorantes que eran sus apóstoles y temería dejarlos. Sabía bien que había llegado la hora de su partida, pero su corazón humano ansiaría encontrar una salida legítima por la que escapar de un sufrimiento y una congoja tan terribles. Y al buscar así una salida, y fracasar, se dispuso a beber de la copa. La mente divina de Jesús sabía que había hecho todo lo posible por los doce apóstoles, pero el corazón humano de Jesús desearía haber podido hacer más por ellos, antes de dejarlos solos en el mundo. El corazón de Jesús estaría deshecho; en verdad amaba a sus hermanos. Estaba aislado de su familia en la carne; le estaba traicionando uno de sus mismos apóstoles. El pueblo de su padre José le había rechazado, por lo que se había cerrado a su destino como pueblo con una misión especial en la tierra. Su alma estaría dolida por el desprecio hacia su amor, por el rechazo a su misericordia. Fue uno de esos terribles momentos humanos en el que todo parece desmoronarse con una aplastante crueldad y una tremenda agonía.

La parte humana de Jesús no era insensible a esta situación de soledad personal, de vergüenza pública y del aparente fracaso de su causa. Todos estos sentimientos tendrían un indescriptible peso sobre él. En este gran pesar, su mente regresaría a los días de su infancia en Nazaret y a su temprana labor en Galilea. En medio de este gran padecimiento, volverían a su memoria muchas escenas placenteras de su ministerio terrenal. Y sería con estos viejos recuerdos de Nazaret, Capernaum, el Monte Hermón y de los atardeceres y amaneceres en el reluciente mar de Galilea, en que se serenaría dándole fuerzas y preparando a su corazón humano para encontrarse con el que tan pronto le traicionaría.

Antes de que llegaran Judas y los soldados, el Maestro ya habría recobrado plenamente su habitual compostura; el espíritu había triunfado sobre la carne; la fe se había reafirmado sobre la tendencia humana a temer o albergar duda. La prueba suprema de la realización plena de la naturaleza humana había sido superada con creces. Una vez más, el Hijo del Hombre estaba preparado para enfrentarse a sus enemigos con ecuanimidad y con la plena certeza de que, como hombre mortal dedicado sin reservas a hacer la voluntad de su Padre, nada podría vencerle.





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