lunes, 7 de diciembre de 2009

Homilía en la ordenación de un presbítero


San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla del siglo cuarto dice que el sacerdote es como un ángel, que no está hecho del mismo material frágil que el resto de los hombres. Y tiene razón, porque ese mismo Espíritu de Dios le arma de valor ante la adversidad y le consagra como testigo del Cristo encarnado y ministro de su gracia, a favor de la Comunidad de fe. A ella se entrega administrando los sacramentos de la gracia —principalmente la Eucaristía—, predicando la Palabra de Dios, y sirviendo a sus hermanos, en especial a los más necesitados.

El sacerdote, al ser testigo del designio salvador de Dios, en su entrega, ha de ser un modelo de vida y un modelo de santidad. San Pedro nos dice: “Ha de ser modelo del rebaño de Cristo, apoyado constantemente en el amor a Jesucristo y a la Iglesia (1Pe 5,3).” Esa santidad conlleva una profundización en el diálogo con Dios, un diálogo que ha de ser constante, una intención decidida de hacer siempre la voluntad del Padre, y un deseo anhelante de ser perfecto tal como el Padre lo es en su esfera celestial. El sacerdocio no es un fin, sino un comienzo en la búsqueda de la perfección del Padre, que sólo alcanzaremos en la eternidad de su amorosa presencia. Es en este anhelo que comenzamos a sentir los frutos del Espíritu: Amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio (Gálatas 5:22).

Ser modelo para la comunidad entraña, pues, servirla desde la coherencia del Espíritu y desde el amor, desde un vaciarse de sí mismo para que Jesús lo ocupe todo. Es entonces cuando ocurren muchas maravillas. Y a través del ejemplo de vida del presbítero, de su ministerio de amor, la comunidad cristiana se edifica como una casa común donde todos los fieles viven unidos en el amor a Cristo. San Juan Crisóstomo nos dice de nuevo: “A todos nos hace falta estar en la Iglesia como en una casa común; debemos mostrarnos en ella amados como si no formáramos más que un solo cuerpo.” (San Juan Crisóstomo. Homilía 18,3; PG: 61, 527).

Esta pregunta de Jesús a Pedro, “Pedro, ¿me amas?” (Jn 21,15), señala el punto de referencia constante para la vida del presbítero y el ejercicio de su ministerio. Es en este amor que hacemos posible la comunión plena con Jesús. El amor a Jesucristo es el centro mismo de la adhesión por la fe. La fuente de ese amor no es otra que el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, manifestado por el Espíritu. San Juan dice “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9). La comunión con Cristo significa permanecer en él y vivir en su amor. El amor incondicional a Cristo, y a todo cuanto Cristo ama y amó en la Tierra, son el origen y centro de la actuación del presbítero. Es el amor el que ha de incitarte a seguir a Cristo y a ejercer tu ministerio apostólico. “Tú, sígueme”, dice Jesús (Jn 21,19). Es pues un ministerio que se efectúa en nombre del Señor, al que se está amorosamente subordinado. San Pedro así lo recuerda: “Sed pastores del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, gobernándolo como Dios quiere” (1Pe 5,2).

El servicio ministerial implica, pues, un testimonio personal auténtico, una identificación con Jesús, un sacrificio de vida. Cuando el presbítero consagra el Pan y el Vino, en la Eucaristía, se asocia, en primera persona al sacrificio de Cristo, identificándose con él en su Pasión, Muerte y Resurrección. El presbítero, dentro de su realidad personal, se ofrece a sí mismo como oblación para la salvación de hombres y mujeres. La vida del presbítero, es, por tanto, un ministerio de amor, realizado desde la compasión y la misericordia, desde la entrega y donación al otro, una misión sublime en la que sin Cristo no puede hacer nada. Y este nuevo milenio necesita presbíteros que sepan llevar a este mundo en crisis un nuevo evangelio, atendiendo más a las necesidades espirituales de las personas que a sus propias idiosincrasias, un nuevo evangelio basado en la fe, en la esperanza y en el amor.

No es fácil ser presbítero en un mundo tan poco solidario y tan materialista, y a veces te puedes sentir solo e incomprendido; sin embargo, desde la oración y desde ese contacto con el Señor descubrirás que no estás solo. Él nos dona su Espíritu y nos asiste en los momentos difíciles. Él acompaña nuestro camino y colma nuestra esperanza. El Señor siempre es fiel y no te abandonará jamás. Afiánzate en Él.

Crisóstomo igualmente nos dice, recordando las palabras de Jesús: “Quién os escucha a vosotros, me escucha a mí”: “Quien honra al sacerdote, honra a Cristo y quien injuria al sacerdote a Cristo injuria”. Los sacerdotes son los dispensadores de la gracia divina; son colaboradores de Dios. Amémosles como ellos nos aman a nosotros, honrémosles como ellos nos honran a nosotros.

“Siéntate a mi derecha”, dice el Salmo 109 (110). Y Jesús en su ascensión se sentó a la derecha del Padre, pero no solo, sino que también lo hizo con los pobres y enfermos, con los pecadores y, también, con aquellos que aceptaron y aceptan su Palabra. Jesús no nos abandona cuando sube al cielo, sino que nos muestra el camino para ascender con Él. Vive el sacerdocio, buscando y guiando a aquellos que tengan sed de espíritu en el camino de la Verdad, de la Belleza y de la Bondad, el camino que llega a la diestra del Padre. QUE ASÍ SEA. +Claudio

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