domingo, 2 de febrero de 2014

LA RELIGIÓN VERDADERA (I)




La religión verdadera no consiste en un sistema de creencias filosóficas objetivables así como tampoco es una experiencia mística indescriptible exclusiva de unos pocos románticos. La religión no es el producto de la razón, pero no por ello deja de ser totalmente razonable. La religión no proviene de la lógica de la filosofía humana, pero es totalmente lógica en nuestra experiencia humana. La religión es la vivencia de la divinidad en nuestra propia conciencia moral; representa una experiencia autentica respecto a las realidades eternas en el tiempo, la realización de las satisfacciones espirituales mientras se vive todavía en la carne.

El espíritu que mora en nosotros no posee ningún mecanismo especial para poder expresarse, y en esto se halla una explicación de las dificultades que éste encuentra para ponerse en comunicación directa con la mente donde reside constantemente. El espíritu divino no se pone en contacto con nosotros por medio de los sentimientos o las emociones, sino en el ámbito de los pensamientos más elevados y más espiritualizados. Son nuestros pensamientos, y no nuestros sentimientos, los que nos conducen hacia Dios.

La naturaleza divina sólo se puede percibir con los ojos de la mente. Pero la mente que sabe discernir realmente a Dios, que escucha al espíritu interior, es la mente pura. “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb 12.14). Toda comunión interna y espiritual de esta índole conlleva un sentido de percepción espiritual. Estas experiencias religiosas sobrevienen como resultado de la impresión producida en la mente del hombre gracias a la acción del espíritu de Dios, a medida que actúa sobre nuestras ideas, ideales, percepciones y esfuerzos espirituales como hijos de Dios.

Así pues, la religión no vive y prospera mediante la visión y los sentimientos, sino más bien mediante la fe y la percepción. La religión no consiste en el descubrimiento de nuevos hechos o en sentir una experiencia excepcional, sino más bien en el descubrimiento de nuevos significados espirituales en estos mismos hechos bien conocidos por la humanidad. La experiencia religiosa más elevada no depende de unos actos previos guiados por la creencia, la tradición y la autoridad; la religión no es tampoco el fruto de unos sentimientos sublimes y de unas emociones puramente místicas. Es más bien una vivencia profundamente grande y real de comunión espiritual con la presencia espiritual que reside en la mente humana. Y en la medida en que la podamos definir en términos psicológicos, esta vivencia consiste simplemente en la experiencia de vivir la realidad de creer en Dios como la realidad misma de esa experiencia puramente personal.

Aunque la religión no es el producto de los postulados racionalistas de una cosmología material, sin embargo es la creación de una percepción totalmente racional que se origina como experiencia en la mente del hombre. La religión no nace ni de las meditaciones místicas ni de las contemplaciones solitarias, aunque sea siempre más o menos misteriosa y siempre indefinible e inexplicable en términos de la razón puramente intelectual y de la lógica filosófica. El germen de la verdadera religión se origina en el ámbito de la conciencia moral del hombre, y se revela en el crecimiento de su percepción espiritual; es esa facultad de nuestro ser personal que se adquiere como consecuencia de la presencia del espíritu interior que nos revela a Dios cuando le buscamos de todo corazón. La experiencia de la religión produce finalmente la conciencia cierta de Dios y la innegable seguridad de que sobreviviremos a la muerte.

Se puede ver así que el anhelo religioso y el impulso espiritual no llevan meramente al hombre a querer creer en Dios, sino más bien le inculcan profundamente el convencimiento de que debe creer en Dios. El sentido del deber y las obligaciones que resultan del conocimiento de la revelación producen un efecto tan profundo en la naturaleza moral del hombre que éste llega finalmente a esa situación mental y a esa actitud del alma en las que concluye que no tiene ningún derecho a no creer en Dios. La elevada sabiduría de estas personas que han logrado esa percepción espiritual les enseña finalmente que dudar de Dios o desconfiar de su bondad sería mostrarse infieles hacia el objeto más real y más profundo que reside en la mente y el alma humanas: el espíritu divino

 

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